Diciembre 3, 2024

Políticos y empresarios corruptos: un análisis histórico comparativo

El mito de la probidad política en Chile del  siglo XIX, no sólo se debe a la idolatría al legado de Diego Portales concebida  historiador Alberto Edwards, quien usando terminología spengleriana sostenía que este famoso Ministro – primero de José Tomás Ovalle y luego de Joaquín Prieto  – fue nada menos que el constructor, según Edwards, del “Estado en forma”.

 

 

                  Este mito fue seguido por Francisco Antonio Encina, que no ha hecho más que plagiar a Alberto Edwards agregándole – con respecto a la personalidad de Portales – una serie de ditirambos literarios que, bien comprendidos, causan hilaridad – por ejemplo, la peregrina idea de que la “genialidad” de Diego Portales vendría, directamente, de sus antepasados, los Borgia que, como sabemos César Borgia fue considerado por Maquiavelo como uno de sus inspiradores de su obra El príncipe -.

                  El historiador del “piduco”, Encina, no sólo plagió a Edwards, sino también a José Toribio Medina, a Diego Barros Arana y a Nicolás Palacios – autor de la obra La raza chilena -; basta leer así sea superficialmente, los 20 tomos de la Historia de Chile cuan impregnada de racismo y clasismo está la famosa “historia genética” al describir la mal llamada “pacificación de la Araucanía”, que no fue otra cosa que una verdadera masacre contra el pueblo mapuche.

                  No hay que engañarse: el mito portaliano no ha sido sólo monopolizado por los historiadores conservadores, pues desgraciadamente, también ha sido propagado por liberales como Diego Barros Arana y, sobre todo, en el siglo XIX, por Benjamín Vicuña Mackenna. Con mucha razón, José Victorino Lastarria  reconvino al autor de Los girondinos chilenos, Vicuña, por el absurdo panegírico dedicado a un tirano, que tanto mal hizo a Chile.

                  El historiador Mario Góngora corrige esta falsa versión de Portales sosteniendo en su Ensayo histórico sobre la noción de Estado en los siglos XIX y XX, describiendo a Diego Portales como un dictador y no como el fundador del Estado en forma – así lo pinta, en forma exagerada, Albero Edwards.

                  Los mitos en la historia son muy potentes, por consiguiente, cuesto mucho desarraigarlos del imaginario popular, incluso, un demócrata como Salvador Allende, se declaraba admirador de Diego Portales y de José Manuel Balmaceda, ambos políticos muy autoritarios.

                  Si consideramos estos antecedentes es evidente que la visión de los historiadores del siglo XIX merece una revisión crítica respecto al famoso “Chile probo”, que no es más que una invención de los historiadores de esa época. Afortunadamente, durante el siglo XX, está siendo corregido por varios historiadores, al menos parcialmente: Portales no tiene nada que ver con la construcción del Estado chileno, más bien despreciaba la Constitución, a la cual había que “violarla las veces que fuese necesario” – según sus propias cartas –  y se reía de las “leguleyadas”  del jurista Mariano  Egaña, ignorando y despreciando los recursos amparo que protegían a las víctimas de la injusticia,  ignorando la ley. Para Portales sólo existían los buenos y los malos: a los primeros había que premiarlos y, a los segundos, darles “garrote”; propinar palos y bizcochuelos es la mejor forma de gobernar.

El triunfo en la guerra del salitre y, posteriormente, la instauración del parlamentarismo (1891-1925), llevó a nuestro país a una mezcla entre la política y los negocios, por consiguiente, a altos niveles de corrupción. En una carta anterior, me permití describir sobre la visión de algunos autores, entre ellos, Enrique Mac Iver y Alejandro Venegas, quienes sostenían que Chile había heredado de Perú un caramelo envenenado al apropiarse de las provincias salitreras – llegó mucha riqueza y, junto con ella, la pérdida de las costumbres austeras y probas de la aristocracia castellano-vasca -.

   No sólo la historiografía da cuenta de la corrupción de los empresarios, políticos, agricultores y miembros de la alta sociedad en el período plutocrático, sino también la literatura. Una de las obras emblemáticas del escritor Luis Orrego Luco cuenta entre sus personajes al senador Jacinto Peñalver, viejo político ya jubilado, quien repetía permanentemente  a quien quisiera escucharlo que había que saber vivir del Estado – cualquier parecido con los políticos actuales es mera coincidencia -.

                  Joaquín Edwards Bello en El roto relata que un club demócrata, transformado, prácticamente, en un prostíbulo, estaba presidido por el retrato del Presidente mártir, José Manuel Balmaceda como un homenaje que hace el vicio a la virtud – algunos suelen llamar hipocresía -. Uno de los personajes de esta novela era el político conservador Policarpo Madroño, un corrupto y beato, tratante de blancas y contratista de sicarios; tampoco faltaban los “operadores políticos”, y uno de ellos era Fernando, comprado por este político conservador.

                  Los ejemplos de crítica a la corrupción podrían multiplicarse por mil, tanto en las obras literarias, como también históricas.

                  La corrupción y el poder son almas gemelas: la mezcla entre los negocios y la política y el entender esta noble actividad como una forma de enriquecimiento rápido y seguro es consubstancial a las monarquías plutocráticas, como ocurrió en Chile durante el período 1891-1925, y 1973 hasta ahora, sin embargo sabemos que en otros períodos históricos que podríamos llamarlos republicanos, también existió la corrupción, pero con otras características. Sería tema de otra carta para profundizar en el desprestigio de los gobiernos radicales, o la influencia en la Democracia Cristiana del sustancioso aporte de los partidos hermanos de los países Italia y Alemania – dineros que muchas veces no eran canalizados  por la directiva del Partido, sino por los jefes de la fracción freísta -; por otra parte, el informe del senado norteamericano ha probado el envío de millones de dólares – vía Alianza para el Progreso – para apoyar la candidatura de Eduardo Frei Montalva, en 1964; de Jorge Alessandri, en 1970; y la cuantiosa inversión para derrocar el gobierno constitucional de Salvador Allende, a partir del mes de septiembre del mismo año. Aún falta mucho que indagar sobre el aporte de las internaciones democratacristianas, socialdemócratas y comunistas a los partidos políticos chilenos.

                  Es notorio que en los períodos de prosperidad es donde más se cultiva la mezcla entre los negocios y la política: a finales de los siglos XIX y comienzos del XX, por el salitre, y desde el inicio de la dictadura hasta nuestros días, por el alto precio del pobre, pues plutocracia y corrupción son almas gemelas.

                  Otra coincidencia histórica es que los fenómenos de corrupción estructural coinciden con una acentuada crisis en las instituciones políticas y, para analizar este fenómeno se haría necesario recordar los elementos sociológicos que legitiman un régimen político – en Max Weber, surgen de la tradición, el carisma o la legalidad -. En el fondo, la justificación del poder sobre la base de la racionalidad, la burocracia y la legalidad ha perdido sentido en nuestra época, pues el poder va quedando solamente como coerción y monopolio de la  fuerza, esta última cada vez más ilegítima debido a que la democracia representativa ha sido raptada por los poderes fácticos, convirtiendo a los banqueros y empresarios dueños de los poderes públicos, pudiendo actuar directamente o por medio de sus amanuenses, así, la soberanía popular se anula, pues los únicos electores son los dueños del capital. Rousseau no logró nunca explicar el sentido de la “voluntad general”, y la expresión “bien común”, atribuida al Estado, carece de sentido  en la realidad, pues el Estado se ciñe al cumplimiento de las órdenes de sus amos, los banqueros y empresarios.

                  El poder, hoy por hoy,  sabemos, no es más que el monopolio de la fuerza, por consiguiente, como lo afirmaba Weber, el político no tiene otra salida que pactar con el Diablo y quien busque la salvación en la política ya ha optado por el camino al infierno. Maquiavelo es mucho más directo en este sentido: el político debe tener la astucia de la  zorra y la fuerza del león, sobre todo, la inteligencia de la primera para destruir las trampas que el azar y el acontecer le colocan. Si alguien quiere regirse por la moral cristiana y el amor fraternal mutuo, que no se dedique a la política, y “todo profeta desarmado está condenado a la hoguera”, tal cual ocurrió con Savonarola y hoy Allende.

                  En el Chile plutocrática de la época parlamentaria se practicaba el cinismo y, en contraposición, en la actual predomina la hipocresía. (Sólo hay que ser exclusivamente chileno para creer que cinismo e hipocresía son sinónimos, cundo en verdad son términos antónimos).

                  Algunos ejemplos que ilustran estas ideas: para los plutócratas del siglo XX el cohecho no es un vicio sino una virtud. Según un profesor de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, Víctor Delpiano, el cohecho era un correctivo del “degenerado sufragio universal”. Si revisamos nuestra historia de los siglos XIX y XX, la mayoría de los Presidentes de la República, políticos e intelectuales despreciaban el sufragio universal: Domingo Santa María decía “cómo vamos a entregar las urnas a los rotos”; Arturo Alessandri se manifestaba decepcionado del sufragio universal; el profesor Alejandro Venegas – un progresista de comienzos del siglo XX – era partidario de dar el poder del voto doble a los más cultos-; Alberto Edwards Vives afirmaba que “el sufragio universal conducía a la dictadura del proletariado”. Si nos remontamos en la historia griega, a Sócrates lo sentenciaron a muerte no sólo por burlarse de los dioses y “corromper a la juventud”, sino que por reírse de que en la democracia ateniense votaran igual los cultivadores de olivos y los filósofos.

                  En el período parlamentario, las penas por cohecho o por soborno eran muy bajas – igual que hoy -, pues tenían que ser sorprendidos infraganti cohechador y cohechado, lo cual era prácticamente imposible, pues era muy, por ejemplo, mandar al carnero “al matadero” con el voto marcado, además se podía controlar al cohechado, pues el voto lo imprimía el propio candidato, y bastaba tener un matón en la fila electoral para que le pegara al primero y, de esta manera, asustar a todos los demás. La única diferencia es que en el cohecho hoy  se utilizan instrumentos financieros más refinados, y aparece nuevamente la diferencia entre cinismo e hipocresía.

                  Marcial Martínez, gran político y diplomático, publicaba en El Ferrocarril, en 1904, lo siguiente:

“Legalizar y estatizar el soborno de los diputados.

¿Importaría esta práctica – se preguntó Marcial Martínez -, aunque transitoria, una nueva forma de corrupción en nuestros hábitos políticos? No, pues lo que actualmente pueden tomar para sí ciertos miembros del Congreso mediante su actividad y artificio lo recibirían directamente del gobierno y así se lograría tal vez una gran economía para el erario. Queremos sustituir el botín bélico de los bandos indisciplinados por la paga organizada de las tropas regulares (…)”.

“Martínez consideraba una alternativa aún más cínica a su proposición. A saber, que el ejecutivo no sobornara a parlamentarios, sino a la masa electoral misma, es decir, que el gobierno cohechara directamente a sus electores”. (Gonzalo Vial, 1996:614).

                  Según el libro El modo de ser aristocrático, de Ximena Vergara y Luis Barros,  de uno de los personajes se decía que “no tenía más vicios que la bolsa y la política”, y de otro, que se lamentaba de “no haberse casado con una heredera rica, pues de haberlo hecho, de seguro sería Presidente de la República” – hoy no es necesario recurrir a talles artimañas aristocráticas, pues basta ser reelegido en senado para ser mucho más millonario que cualquier ganador de lotería -.

                  Dentro de los mitos en la historia de Chile está la idea de los Presidentes probos, pues los parlamentarios, los funcionarios, los empresarios o los simples ciudadanos que, incluso, evaden el pago del boleto del Transantiago  pueden ser corruptos, pero jamás el Presidente-rey.

                  Francisco Antonio Encina sostiene la falacia de que el Presidente Aníbal Pinto era tan honrado que, luego de cesar en sus funciones de primer mandatario, tuvo que trabajar como traductor en un Diario de la capital. La verdad histórica es muy distinta, pues este Presidente era criticado por Diarios de la época de la guerra del nitrato por tener intereses en minas de carbón, que abastecían a la Armada.

                  El Presidente Germán Riesco fue, nada menos, que director del Banco de Chile – el prestamista del Estado – incluso, usó de su poder e influencia ante su sucesor para salvar un banco del cual era su director -.

                  El hermano de Arturo Alessandri Palma, José Pedro, era el presidente del Sindicato de Obras Públicas y, como tal, ganaba la mayoría de las licitaciones – una especie de Mop Gate aristocrático -.

                  El Presidente Juan Luis Sanfuentes era un especulador de la Bolsa; el candidato de la derecha, Gustavo Ross Santamaría, en 1938, ejercía la misma profesión que el Presidente Sanfuentes; Jorge Alessandri era presidente de la Papelera de Puente Alto; el multimillonario Sebastián Piñera, dueño de varias empresas – hoy libres del fideicomiso “tuerto” – fue Presidente.

                  Al hablar de instituciones del Estado sería interesante conocer que durante el período parlamentario la mayoría de los jueces – incluidos los que integraban la Corte Suprema – pertenecían al Partido Liberal Democrático que, traicionando el legado del Presidente mártir –Balmaceda – se habían convertido en genios del asalto al botín del Estado; su líder, el Presidente Sanfuentes, al menos tenía el cinismo de decir que su partido “no podía estar en la oposición, pues sus camaradas se quedaban sin pega”.

                  Cualquier semejanza con los partidos políticos actuales –la UDI, socialistas y democratacristianos – no es más que perfidia de un “entrometido” periodista o historiador, dedicado específicamente a “denigrar” a los prohombres de esta nación.

                  El tema histórico sobre la corrupción en el Chile parlamentario, acrecentado en la dictadura y seguido por sus monaguillos concertacionistas da para escribir un libro tan extenso como los 20 tomos del historiador del fundo El Durazno, de Talca, Francisco Antonio Encina.

Con todo mi afecto,

Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo).

21/12/2016      

       

                    

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