Diciembre 4, 2024

Brasil: ¿Qué será de 2017?

Por una vasta serie de razones, todas o casi todas negativas, 2016 quedará en la memoria de los brasileños, principalmente la de los 54 millones 581 mil que en 2014 religieron Dilma Rousseff para seguir en la presidencia del país, como un año que terminó sin haber empezado.

 

 

Ella ha sido, es cierto, una presidenta inhábil, que escuchaba sin oír, que no supo entablar un diálogo mínimamente fluido con el Congreso y los políticos en general. Y también ha sido la presidenta que sin prueba alguna de que haya cometido irregularidad fue destituida, en nombre de la moralidad, por una pandilla de corruptos ineptos, de bucaneros que amenazan con llevar el país a sepultar su pasado y fulminar su futuro.

Este es un año que se irá sin dejar casi ningún buen recuerdo. Y sobran indicios de que los tradicionales deseos de Feliz Año Nuevo serán meramente simbólicos: 2017 viene con todos los ingredientes para ser otro año de infelicidad nacional. Serán más días y días de torbellino e intranquilidad, de inestabilidad política y desastres económicos y sociales.

Días y más días en que el país vivirá la exasperante angustia de saberse en un laberinto oscuro, del cual, si logra escapar, caerá en un callejón sin salida.

¿Cómo reinventar el futuro, cómo reinventarse como país?

No, no se trata de pesimismo: se trata de ser realista. Con hechos y datos concretos no se debe discutir. Cuando el escenario político es desalentador y el panorama económico es asombroso; cuando la justicia se muestra irremediablemente injusta, politizada, y la política, judicializada; cuando una manga de pandilleros se instala en el poder bajo el silencio cómplice de las clases medias idiotizadas por los grandes medios de comunicación, hay que cuidarse.

Las élites agrupadas alrededor de un partido político que miente hasta en el nombre –PSDB quiere decir Partido de la Socialdemocracia Brasileña, y de socialdemócrata no tiene ni barniz de resquicio de vestigio– lograron conquistar el poder que les fue negado en cuatro elecciones seguidas.

Los verdaderos artífices del golpe, el playboy provinciano Aécio Neves, senador de la República, y el ex presidente Fernando Henrique Cardoso movieron a un títere de palabreado pomposo y ausencia total de ética, Michel Temer, para ocupar el lugar de Dilma Rousseff. El golpe ha triunfado.

¿Todos satisfechos? No, no y no.

Temer, el ilegítimo, armó una especie de sindicato de mediocridades, una pandilla desclasificada a la que él llama de ministerio, de gobierno. Y terminó de hundir una economía que ya venía malherida.

De manera tan acelerada como indecente está destruyendo el país. Sus reformas son la alegría del capital. Quiere destrozar el sistema de jubilaciones, destrozar todo lo que se construyó a lo largo de los años de Lula da Silva y de Dilma Rousseff.

Imponer un tope a los gastos públicos suena a algo necesario y urgente en un país cuya economía padece déficits fiscales peligrosísimos. El problema es que la medicina prescrita matará al enfermo.

¿Recortes de gastos públicos? Bien, se puede discutir. Pero cuando se considera que presupuestos de educación y salud públicas son gastos, no inversiones sociales, todo se complica.

Para eliminar el déficit se podría, por ejemplo, actuar frente a los grandes autores de olímpica evasión fiscal, o tributar las grandes fortunas, o incluir en el tope del gasto público a los miles de millones que se pagan de interés de la deuda pública.

Se podría, por supuesto. Y también para evitar esa posibilidad se dio el golpe. Si se puede volver a expoliar a los expoliados de siempre, a despreciar a los despreciados de siempre, ¿para qué amenazar a los dueños del dinero y de todo?

Mi país sigue siendo el reino de la desigualdad y de los abusos. A lo largo de 13 años se luchó por cambiar ese escenario. A veces con logros incontestables, a veces con equívocos absurdos. Ahora, ni eso.

El año melancólico llega a un melancólico final. Es la peor recesión de al menos los últimos 35 años. Muchos analistas dicen que la peor recesión de la historia de esa república, o sea, de los últimos 127 años.

Son 12 millones de desempleados, en una economía agónica. Proyecciones cautelosas indican que serán al menos 15 millones en 2017.

La generación que vivió el golpe militar de 1964, las generaciones que vivieron y crecieron bajo los 21 años de dictadura, se creían inmunes a repetir lo vivido. Y lo están repitiendo. Y peor: de manera desalentada.

Duermen a la intemperie, con sus sueños deshechos, con las esperanzas transformadas en harapos. Esperanzas bañadas por la luz de un sol negro, opaco, que ni alumbra ni calienta.

Excepto por un sector de la población: los jóvenes. Los jóvenes estudiantes. Y también por algunos valiosos veteranos de batallas pasadas que perdieron todo, o casi todo: no perdieron, por tercos y por dignos, la esperanza.

No, no: 2016 no dejará buenos recuerdos. Y 2017 se anuncia como un año siniestro, asustador.

¿Pesimista, yo? No, no: realista. Es un cuadro gris, feo.

Pero he sobrevivido a otros temporales. Mi país también, mi país también. Y así seguiremos.

Sí, 2017 llegará en un ambiente siniestro. Un buen ambiente para dar batalla a los asesinos del futuro.

 

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