Diciembre 14, 2024

Elecciones norteamericanas: Demagogia, fraude e incertidumbre

En un artículo anterior (“Más allá del lodazal”, Punto Final 863) advertí que aunque los encuestadores y analistas coincidían en que Hillary Clinton aventajaba a su rival en la contienda electoral norteamericana, en ese país cualquier cosa podía suceder.

 

 

Y sucedió. Tras un largo y tortuoso camino, frente a casi todos los pronósticos, Donald Trump consiguió el número requerido de delegados al Colegio Electoral que deberá otorgarle la Presidencia. Será la quinta ocasión en la bicentenaria historia estadounidense que el triunfador haya obtenido menos votos que su principal oponente, en este caso Hillary Clinton, que lo superaba por un cuarto de millón de votos al momento de anunciarse su derrota la noche del 8 de noviembre. Una semana después, sigue el conteo de los votos y según las proyecciones la perdedora habría recibido por lo menos dos millones de votos más que el ganador.

Otra vez erraron las encuestas y los especialistas como antes sucedió con el Brexit y con el plebiscito por la paz en Colombia. Ahora llueven las reflexiones y las autopsias.

Lo acontecido hace resaltar, además de la fragilidad de los instrumentos “científicos” y la supuesta sabiduría de los “conocedores”, la conmoción provocada en las dos maquinarias que monopolizan la política en ese país. Trump logró imponerse como candidato frente a la oposición del liderazgo republicano, que luego no lo apoyó o lo hizo a regañadientes en una competencia en la que, sin embargo, resultó exitoso. Venció porque en su apoyo se movilizó lo peor del racismo y la ignorancia, el odio y los prejuicios que forman parte de la realidad norteamericana, pero también porque sumó a su favor un significativo sector de los trabajadores que sufren las consecuencias de las políticas neoliberales que desde los tiempos de Reagan han aplicado tanto las administraciones republicanas como demócratas. Su retórica proteccionista y su demagogia contra el libre comercio le dieron la victoria en varios Estados como Wisconsin, Michigan y Pennsylvania, que los demócratas consideraban seguros. Hay una amplia coincidencia entre la mayoría de los observadores que estos factores explican su victoria.

Pero casi siempre se omite lo más importante y que explicaré más adelante. Trump venció, sobre todo, por las maniobras tramposas y discriminatorias que arrebataron sus derechos electorales a muchísimos norteamericanos que querían votar y trataron de votar pero se les impidió hacerlo.

Ahora Trump es el jefe del partido que no lo quería postular como candidato pero, aunque sólo sea parcialmente gracias a él, ganó ambas Cámaras legislativas y la mayoría de los gobiernos estaduales. Está por verse si conseguirá realizar su consigna, copiada de Reagan, de “hacer América grande otra vez”. Por lo pronto ya logró hacerla más “blanca” desde el punto de vista de quienes controlan todas las instituciones del poder político.

Hillary ganó entre los negros, latinos y asiáticos, las mujeres y los jóvenes, pero con márgenes inferiores a los que habría necesitado para superar al candidato rival. Algo semejante le ocurrió con los partidarios de Bernie Sanders y la corriente liberal-progresista que usualmente vota por los demócratas. En resumen, contó con la misma base electoral de Obama pero no tan numerosa y entusiasta como la que lo eligió en 2008, sino más bien mostrando la tendencia decreciente reflejada desde 2012. Hillary era percibida, ante todo, como legataria del actual presidente, y la maquinaria de su partido se equivocó creyendo que el rechazo a Trump sería suficiente para revertir la tendencia negativa resultado de la frustración ante las promesas incumplidas por el primer gobernante negro.

Derrotada su candidata, el partido está ahora acéfalo y envuelto en un debate interno en el que deberá encontrar un nuevo liderazgo y por encima de todo, una brújula para recuperar lo perdido y salir adelante.

 

EL FRAUDE SILENCIADO

Como en todas las elecciones en ese país este año apenas votó la mitad de los ciudadanos inscritos para hacerlo, lo cual significa que Trump recibió menos del 25 por ciento del respaldo de los electores. Este aspecto del problema, la baja proporción de la ciudadanía que ejerce su derecho, es tema de análisis dentro y fuera de Estados Unidos, pero pocas veces se va más allá del follaje ni se intenta ir a las raíces.

Generalmente se subraya este fenómeno como expresión de desinterés o apatía. La gente no vota porque no quiere. En ese argumento coinciden defensores y detractores del sistema norteamericano: para unos es prueba adicional de una sociedad libérrima en la que sufragar no es obligatorio y sólo depende de la voluntad de cada cual; para los otros, es simplemente una evidencia de la crisis de un sistema en el que la mayoría de la población no cree. Aunque una parte de los ciudadanos no vote porque no lo desee o porque piense que no vale la pena, ambas posiciones evaden lo fundamental, y que es decisivo si hablamos de democracia: en Estados Unidos hay millones de ciudadanos a los que se les impide ejercer sus derechos electorales y ellos son negros, latinos y blancos pobres. Así ha sido a lo largo de la historia pero este año todo parece indicar que el problema adquirió mayor gravedad.

Se trata de algo que debería haber producido un gran escándalo pero que los grandes medios prefirieron soslayar obcecados como estaban con la estrafalaria conducta de Trump y las faltas atribuidas a Hillary.

Hubo algunas excepciones. La revista The Nation había publicado desde el pasado verano varios artículos denunciando las medidas adoptadas en Estados controlados por los republicanos para excluir de los comicios a afroamericanos, latinos y asiáticos.

Por su parte, Rolling Stonedivulgó el 24 de agosto una investigación sobre las purgas realizadas en Michigan, Arizona y Carolina del Norte, tres Estados en los que el republicano venció por estrechos márgenes y de cuyas listas electorales habían sido suprimidos ilegalmente más de un millón de votantes pertenecientes a esas minorías. Los que fueron impedidos de votar alcanzaron cifras varias veces superiores a la supuesta ventaja del candidato republicano: en Michigan fueron purgados 449.922 y Trump ganó por 13.107; en Arizona eliminaron a 270.824 y el republicano venció por 85.257; en Carolina del Norte los excluidos llegaron a 589.393 y el multimillonario triunfó por 177.008. Con justeza señala el articulista que, en esos Estados, el fraude electoral ya se había cometido mucho antes de que se iniciaran los comicios.

Lo anterior son algunos ejemplos concretos. Denuncias parecidas surgieron en otra docena de Estados, a lo que hay que agregar las numerosas restricciones, los procedimientos engorrosos y la discriminatoria distribución de recursos técnicos y materiales que crean obstáculos para la participación de negros, latinos, asiáticos y pobres en la larga y azarosa ruta desde la solicitud de inscripción en el registro de electores hasta la votación que, extraña norma que sólo rige en Estados Unidos, tiene que ser en un día laborable. Asimismo hay que hacer dentro de la jornada laboral todos los trámites y gestiones previas impuestas por los conservadores para desanimar a los potenciales votantes.

Un estudio publicado hace algunos años, Why Americans don’t vote (¿Por qué no votan los norteamericanos?), prueba que se trata de un sistema deliberadamente concebido para que “el electorado norteamericano sea desproporcionadamente blanco y próspero”. Para que siga siendo así, los racistas tienen que multiplicar sus trampas para afrontar los cambios demográficos que aumentan la diversidad étnico-cultural en el viejo feudo wasp (blanco-anglosajón-protestante).

 

LA HORA DE TRUMP

Las elecciones del 8 de noviembre y las campañas que las precedieron al interior de los dos partidos y entre ambos candidatos, reflejan una realidad que va mucho más allá. Estados Unidos sigue siendo la principal potencia imperialista, posee un descomunal poderío militar, domina buena parte de la economía internacional y el mundo de las comunicaciones y la información. Su plutocracia es la gran beneficiaria de la globalización neoliberal, que ha hecho, sin embargo, del pueblo trabajador estadounidense una de sus principales víctimas.

La sociedad norteamericana está en una encrucijada crítica. Las políticas neoliberales, aplicadas por igual por republicanos y demócratas, han profundizado el abismo que separa cada vez más a los ricos de los pobres. Ese es el trasfondo que generó el despliegue, con fuerte audiencia masiva, de las corrientes antagónicas del trumpismo y el sanderismo. El gran error del establishment demócrata y de su abanderada fue confiar en la posibilidad de ganar con el apoyo de amplios sectores populares a los cuales, al mismo tiempo, paradójicamente, no supieron movilizar y cuyos derechos electorales no fueron capaces de defender consistentemente.

Toca ahora a Trump ejercer la Presidencia y para ello encara varios retos. Debe buscar la concertación con el liderazgo de su propio partido que le aseguraría, con el control de las dos Cámaras legislativas, la gobernabilidad si ajustan las diferencias y matices que les permitan adelantar un programa común.

Su retórica nacionalista encuentra eco favorable entre quienes han perdido empleos y oportunidades como consecuencia de la globalización y ven una esperanza en sus promesas de hacer regresar a Estados Unidos las industrias que han emigrado hacia países que ofrecen salarios más bajos y costos de producción inferiores, ejemplificadas con el Tratado de Libre Comercio con México y Canadá y otros acuerdos parecidos. La puesta en práctica de esa nueva política lo enfrentaría a poderosos intereses de una oligarquía a la que él también pertenece y a formas de explotación de las que igualmente se ha beneficiado.

Su proclamado antiintervencionismo y el enfoque pragmático que afirma daría a las relaciones internacionales, parecerían cuestionar el atlantismo que ha sido el fundamento de la alianza occidental y provoca desazón entre los miembros de la Otan. En ese plano, el de las relaciones con el mundo, habrá que ver cuál será su conducta como gobernante, quizás no necesariamente igual al discurso altisonante, simplón y a menudo irresponsable que caracterizó su campaña.

En lo que no hay margen para la duda es respecto a su política doméstica, a lo interno de Estados Unidos, para cuya aplicación cuenta con un margen de maniobra mayor.

El futuro no parece sonreír a los negros, las mujeres, los latinos, los inmigrantes, los discriminados por sus creencias religiosas o su orientación sexual. Tampoco para los ambientalistas, que ahora tendrán un presidente que dice que el calentamiento global es una mentira inventada por los chinos y quiere retirarse del Acuerdo de París. No son pocos los que se alarman ante la perspectiva de que designe jueces federales, incluso en la Corte Suprema, que consoliden la hegemonía de los más conservadores por varias décadas.

Por ahora el presidente electo da los primeros pasos organizando su futuro gobierno, allá arriba, en lo alto de su torre en el centro de Manhattan o desplazándose por la ciudad tratando de evadir el asedio periodístico y a los miles de manifestantes que rechazan su elección. Se le ha visto en algunos de los sitios más exclusivos de la ciudad compartiendo la mesa con los ricachones y poderosos. Los congregados lo recibieron jubilosos, sonrientes y emocionados, ovacionaron su promesa de rebajarles aún más los impuestos. De regreso a su faraónica residencia, contempla toda la urbe. Allá arriba no lo molestan los ruidos, ni los gritos ni la rabia.

 

RICARDO ALARCON DE QUESADA

Especial para “Punto Final”

 

Publicado en “Punto Final”, edición Nº 865, 25 de noviembre 2016.

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