Al decir que Juan Cheyre es un oficial militar “normal”, “típico”, entre los oficiales de la dictadura y -después de su derrota de 1988- un oficial igualmente típico de la transición, no estamos proponiendo, ni mucho menos, eximirlo de culpabilidad en crímenes de lesa humanidad y de su concepción fascista de la política, que debió transformar para negociar un retroceso “digno” de las jefaturas inmediatamente herederas del mando de Pinochet.
Si bien no estuvo, al parecer, militando en la Dina o en la CNI, perteneció, en cargos de nivel, a la dirección de las FFAA. cuando las jefaturas golpistas se tomaron el poder delinquiendo y gobernaron, delinquiendo, diecisiete años.
Cheyre no es un “padre de la patria” que cometió “el error” denunciado ahora por el juez Carroza. Si queremos hacer símiles, Cheyre no fue “un padre de la patria” sino que un oficial destacado de las huestes de Marcó del Pont, que nunca después sufrieron un Chacabuco o un Maipú…porque no lo podían sufrir. En los años ochenta no hubo Ejército Libertador antifascista y la fuerza del ejército del nuevo Marcó del Pont era imbatible. Las historias cambian. No hagamos siempre analogías.
En 1973 no sólo fue Pinochet el golpista. Lo fue la fuerza armada encabezada por Pinochet y empujada por el gobierno de los EEUU, la alta burguesía y la centroderecha de la época, apoyada por la mitad de los chilenos. Y los militares aprendieron en ese período de fascistización, antes y durante, a complotar, a traicionar, a aprehender, a torturar y asesinar con crueldad, incluso a hacer “desaparecer” a sus víctimas. Algunos lo hicieron más intensamente cuando fue necesario para ellos y cuando les tocó estar a la cabeza del crimen. Cheyre participó en el homicidio de la Caravana y en la desaparición de un matrimonio argentino, y no hay indicio alguno en su vida que indique que no estuvo de acuerdo con ello.
Si el ejército de Pinochet y Cheyre hubiese sido derrotado estratégicamente y definitivamente en los años ochenta, como lo fue por ejemplo el ejército nazi, el japonés de Hirohito, el batistiano o el nicaragüense de Somoza, Cheyre habría sido condenado hace rato, con más justificación por cierto que las víctimas de la Caravana de la Muerte. En el mejor de los casos viviría en el ostracismo.
Pero Cheyre fue sólo un destacado militar de un ejército que, habiendo cometido durante años crímenes horrendos, sólo recibió en 1988 una gran derrota política que lo llevó a retroceder paulatinamente del poder político, desde 1990 hasta hoy. Hubo un gran retroceso pero no un cambio radical, de calidad. Las fuerzas armadas no fueron reemplazadas por fuerzas armadas de nuevo tipo. Chile no pudo más en 1990 y no ha podido más, que se note, hasta hoy.
Es un destacado militar de un ejército que, después, en plena democratización, siguió recibiendo trato especial, granjerías, cobertura y apoyo e incluso, para algunos como él, cargos de honor de
instituciones de la sociedad civil (la PUC) y de parte de autoridades democráticas que, en el mejor de los casos, no querían “armarse problemas”. ¿Habremos llegado hoy al fin de esa etapa?
Un oficial que fue enaltecido al nombrársele Comandante en Jefe y más tarde autoridad de la institución encargada nada menos que de hacer más pulcras las elecciones democráticas ¿podrá ahora ser sentenciado en tribunales por haber participado en crímenes horrendos?
¿Habremos avanzado tanto en la democratización? ¿Estarán las condiciones para ponerle el cascabel a este gato?
La verdad es que Juan Emilio del Sagrado Corazón de Jesús Cheyre Espinosa es un dramático “hombre símbolo” de nuestra dictadura y de lo que ha sido nuestra transición, mejor llamémosle inicio de democratización. Es una figura castiza, proverbial, de nuestros procesos de muerte y de inicio de vida. Ahora veremos si las condiciones democráticas son mejores que hace 15 años y se avanza.
La determinación de Carroza, que aplaudimos, debe ser apoyada por quienes quieren más democracia.
Don Juan Emilio del Sagrado Corazón de Jesús es lo que es, y no se le puede pedir ni imaginar peras en el olmo. El haber sido, después del plebiscito del 88, uno de los oficiales colocados para defender el retroceso de la fuerza armada derrotada pero no pulverizada, no significa que se haya convertido en un demócrata y menos que siempre lo haya sido. Primero fue un represor, después un negociador.
Incluso su “Nunca Más” parece hoy una petición de perdón y olvido y no una de revisión y autocrítica. Para partir por creerle que está por un “nunca más” debería indicar al país dónde están los detenidos desaparecidos. Y, por cierto, aclarar qué hizo en La Serena en octubre de 1973. Cuál fue su relación con la Caravana de la Muerte y cuál con el crimen que cometió su regimiento con el matrimonio Lejderman-Ávalos en diciembre de 1973, cuando él cumplió “la tarea” de entregar a unas monjas el cuidado del pequeño Ernesto, hijo de los asesinados y víctima de la represión.
El enjuiciamiento del juez Carroza no enjuicia, por cierto, a un ex oficial partidario de la Constitución de 1925, de Prats y de Bachelet. Pertenece al otro bando, al de Pinochet, Leigh, Bonilla, Arellano Stark y su suegro Forrestier pero sus reiterados delitos no parecen tener la intensidad en el tiempo de los de la Dina y la CNI. No es un Krassnoff Martchenko, un Fernández Larios ni un Contreras. Es más bien un alto dignatario militar que se alzó gustoso contra la Constitución y el gobierno legítimo y legal en 1973, participó desde los 26 años y por 17 años en la dictadura al más alto nivel, cometió evidentes delitos, negoció con los ganadores del plebiscito, dijo arrepentirse con el Nunca Más, se entendió con la fuerza progresista del bloque en el poder y por cierto con la derecha tradicional, y aportó en la construcción del orden existente.
Veremos hasta dónde llega con él la justicia de 2016, en la que Carroza, otros jueces y una parte del país tienen esperanzas.
No será fácil ponerle el cascabel a este gato.
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