Diciembre 3, 2024

Historia para necios. ¿Se acabó el dinero? No más promesas de reformas

Después del informe económico del ministro de Hacienda en el cual sostiene que el crecimiento de Chile será un raquítico de 1,7%, los economistas, profesionales en embaucar a los bobos ciudadanos, nos dicen que no hay que pensar en la gratuidad universal,  más bien postergarlo para las calendas griegas y dejarla sólo como un sueño utópico a la espera de la segunda venida del Mesías en gloria y majestad.

 

 

Sabemos muy bien que al no existir esperanza alguna de llevar a cabo las reformas, lo único que resta es la restauración y vuelta al antiguo régimen, es decir, reponer la democracia de los acuerdos y verse obligados a elegir entre dos veteranos estandartes de la política de los consensos, Ricardo Lagos y Sebastián Piñera, lo cual significa volver a la seguridad de la época dorada del reinado oligárquico y de la democracia bancaria.

  Las restauraciones son, a veces, bien recibidas por la turba que, en su psicología primaria,  teme al cambio. Si recurrimos a la historia de nuestro país, luego del episodio de la derrota de Rancagua – (aún se discute quién fue el culpable, si Carrera o  O´Higgins -,) el pueblo de Santiago recibió con aplausos y vítores a su salvador,  general Mariano Osorio, jefe de las tropas españolas. La  aventura de la “patria vieja” había sido solo un sueño muy peligroso. Algo similar está pasando con el período final de la Presidenta Michelle Bachelet: las reformas eran muy “peligrosas” y lo que se impone es un general que restituya el pasado, sea en su versión concertacionista o bien, aliancista. Para los políticos de la casta, tanto Lagos como Piñera constituye una garantía de una vuelta al pasado, tal como Osorio era para los habitantes de Santiago derrotado,  prometiendo la vuelta a los gobernadores ilustrados del reinado de Carlos III.

Las promesas en política son como el alimento para sobrevivir en la opacidad del tiempo  presente. Sin sueños despiertos es muy difícil pensar la política, que siempre debe fundarse en horizontes de utopía. En este sentido las promesas de la entonces candidata a la presidencia de la república, Michelle Bachelet, de aspirar a que hacia al año 2020 se lograra la gratuidad universal y que, además, durante su período lo llegara  al 75% de esta meta, era fundamental para el cambio de paradigma, es decir, pasar de una educación como bien de consumo (Sebastián Piñera), a la educación como un derecho social, laico, universal,  igualitario y de calidad.

El corrupto Honoré Gabriel Riquetti, conde de Mirabeau, decía, burlándose de Maximiliano Robespierre, quien afirmaba que creía y cumplía todo lo que decía. En efecto, en el período llamado “del terror” Robespierre intentó aplicar los ideales igualitarios de Jean Jacques Rousseau, fijando un precio máximo al pan y a otros artículos de primera necesidad, y persiguiendo, a su vez, a los acaparadores y especuladores que sometían al pueblo al hambre y la miseria. El querer cumplir con este programa social le significó su muerte bajo la cuchilla de la guillotina. De este ejemplo podría deducirse que cumplir con lo ofrecido en el programa puede conducir al descalabro a quienes se proponen hacer realidad ese sueño de la igualdad. Los Mirabeau contemporáneos – concertacionistas y aliancistas – no hacen más que recordar el cínico consejo del depravado conde francés, es decir, las promesas de campaña son muy buenas para entusiasmar al pueblo, pero se convierten en veneno cuando se quieren cumplir.

Las oligarquías siempre han temido que el pueblo descubra las distintas pillerías para convencerlos de que todo debe cambiar para que todo siga igual. A comienzos del siglo XX las castas en el poder temieron que el sufragio universal condujera a la sociedad, nada menos que a “la dictadura del proletariado”;  si el voto de la  “gente bien”, de los propietarios, de los hombres instruidos y cultos valía igual que el de la plebe y los ignorantes, por lógica, nos conduciría al derrumbe de toda jerarquía social.

Ante el peligro de la instauración del sufragio universal había que crear mecanismos para contenerlo, por ejemplo, después de la revolución de 1848 en París, el manejo del voto de los campesinos permitió el triunfo de Luis Napoleón Bonaparte en las primeras elecciones presidenciales de la Segunda República. Posteriormente, en la Tercera República, había que buscar una nueva forma de engañar al pueblo sobre la base del anticlericalismo para que los pobres no captaran que la verdadera razón de su situación miserable se encontraba en el dominio de las clases propietarias, que bien se habían aprovechado de la religión para mantener su poder. La lucha de clases no se libraba entre el maestro de escuela y el cura del pueblo, sino entre capitalistas y obreros. (Era necesaria una religión para mantener contento al pueblo con la promesa de la vida eterna)

En la actualidad, los métodos para engañar a los electores son muchas más hábiles y sutiles: el cohecho, que era definido por un profesor de la escuela de Derecho de la Universidad Católica como un correctivo del sufragio universal. Hoy, ni siquiera, es necesario comprarse al ciudadano con un medio billete o una empanada, pues basta dejarlo elegir “libremente” a los candidatos que los partidos le imponen, a sabiendas de que estos seguirán los intereses de las grandes empresas, pues han financiado sus campañas políticas. Así, el sufragio universal se ha convertido en una mascarada que esconde el hecho indiscutible de que los únicos que votan y que seleccionan a los “representantes del pueblo” son los gerentes de bancos, las potencias financieras, los grandes empresarios, los miembros de las castas oligárquicas – en este plano, desde la República Parlamentaria hasta nuestros días no se ha avanzado en nada, salvo perfeccionar el dominio plutocrático -.

El sufragio universal, siguiendo esta lógica, es mucho más útil para mantener el dominio de las clases propietarias y plutocráticas sobre los ciudadanos es más ventajosa que cualquier otra sistema político, pues aun cuando concurran muy pocos electores a las urnas – así sea un 10% del universo electoral – su legitimidad está garantizada por ser “la expresión de la voluntad popular”. La utopía de la rebelión de los electores, diseñada por el premio Nobel de Literatura, José  Saramago, en  Ensayo sobre la lucidez, está aún muy lejana de la realidad. En el fondo, elección tras elección, las plutocracias se reproducen a sí mismas con la aquiescencia del ciudadano, que sólo puede elegir lo que se le ofrece en el mostrador del mercado electoral.

Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)

12/07/2016            

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