Diciembre 7, 2024

De héroes y prisioneros

De vez en cuando me pregunto qué habrá sido del sub teniente que me tomó prisionero y al no poder fusilarme se vio en la necesidad de llevarme al Estadio Nacional.

 

 

Era un jovencito que superaba por tres o cuatro años los dieciséis que yo tenía para mi favor. A juzgar por lo que hablaban, eran de la Escuela de Artillería de Linares y habían llegado a Santiago sin conocer para nada los vericuetos de sus poblaciones. Pero no era necesario.

 

La visión de un camión erizado de fusiles y luciendo un ametralladora de respetable calibre en el techo de la cabina, no hacía indispensable un conocimiento detallado del teatro de operaciones. Decretado el toque de queda, las calles quedaban disponibles solo para las tropas. Era el diecinueve de septiembre del año 1973, en la tarde.

 

Con más miedo que ganas, intentábamos juntarnos nadie sabía para qué.

 

En esos días grises y terroríficos, campeaba no solo el miedo que generó la criminal asonada en la que la heroica Fuerza Aérea de Chile inauguraba su era de guerra real, bombardeando el palacio de La Moneda y la casa habitación del presidente Allende. También se desataba la venganza que se expresaba en delaciones de parte de los enemigos de la UP, en contra de los militantes de los partidos que, a medio morir saltando, la sostenían.

 

Uno de esos casos, fue el nuestro. Un militante de la juventud democratacristiana quiso jugar a héroe y nos denunció a una patrulla militar que para nuestra mala suerte, cruzaba cerca de donde nos habíamos reunido siete u ocho militantes de la jota.

 

Nos rodearon en una plaza y sería el miedo o la falta de decisión el caso es que fuimos atrapados cuatro. Los otros tres, más vivos, alcanzaron a salir del cerco. Esos son comunistas, dijo el delator cuando nos pusieron de pie en la plataforma del camioncito para ser reconocidos.

 

Pero se salvarían dos más. La madre de uno de ellos, que vio desde su casa lo que estaba pasando, se agarró con cuerpo y alma al comandante de la unidad y cuando el subteniente vio que no se salvaría de esa heroica madre, le preguntó Cuál es su hijo, ella haciendo gala de una entereza maravillosa, dijo Esos dos.

 

Solo el Juancho era su hijo, pero su valor salvó a otro.

 

A los que seguimos arriba del camión, se nos vino la noche. Un emputecido sub teniente que se había visto obligado a entregar a dos de sus prisioneros de guerra, se ensañaría con Pablito Santibáñez y con este cronista.

 

Entre golpes brutales, llegamos a la orilla misma del río Mapocho, al final de la Calle Carrascal, donde ya se habían encontrado varios cadáveres. Desde arriba sentimos como las ruedas derrapaban en las piedras de la orilla y el rumor sordo de las aguas.

 

Dispárales, dijo la voz del subteniente. Alcanzamos a sentir el mecanismo de los fusiles, pero de pronto la voz del subteniente grita algo que no alcanzo a entender y como respuesta voces de hombres y mujeres dicen algo que tampoco entiendo. El militar insiste: Salgan de aquí, grita y suenan dos tiros de fusil. Ladridos de perros, gritos de mujeres, dos tiros más y el tirador que no alcanzo a ver, estoy boca abajo en el áspero piso del camión, hace descansar la trompetilla del fusil en mi nuca, por cierto quemándome. El subteniente insiste: Ya, dale no más. Y ahora sí. Ahora me van a matar. Un soldado aprieta firmemente su arma en mi nuca. Siguen las voces allá abajo. Dos nuevos tiros al aire me hacen saltar. Pienso que estoy muerto. El militar amenaza a la gente que le estorba su ejecución. Entonces recuerdo.

 

Vivía no tan lejos de ese puente. Y había recorrido esas riveras desde siempre. Conocía casi al detalle ese río desde donde muchos trabajadores sacaban arena y ripio para la construcción. Y sabía que ahí, precisamente debajo de ese puente, por entonces bastante precario, vivían muchas familias en especies de palafitos muy pobres y endebles. El militar no sabía que ese era un hábitat de personas y trataba de sacarlos de sus casas para evitar testigos de nuestra ejecución.

 

Mátalo. La orden del militar me llegó nítida. Y pensé que esos eran mis últimos segundo y aún no había pasado tercero medio. El soldado me aprieta la cabeza con la trompetilla del fusil y como para entretenerse simula con la boca el sonido de un disparo a la vez que entierra el arma en mi cráneo. Intenté no pensar y me quedé absorto en una pequeña gota de mi sangre que había rodado al piso del camión. Ni la carcajada de toda la patrulla ante el espasmo que me produjo el terror, me sacó del shock en que estaba, sin saber si muerto o vivo.

 

Orden de retirada. Salimos de la orilla del río. Y entre esa hora, serían la seis de la tarde y más o menos las once de la noche en que llegamos al Estadio Nacional, esa patrulla heroica nos paseó por Santiago mostrándonos qué tan duro eran sus botas, sus pistolas y fusiles.

 

Nos salvamos de pura casualidad: se les perdieron nuestros carné de identidad y  los militares del estadio, no supieron de qué íbamos acusados. A todo esto nuestros cargos eran ser comunistas e intentar matar al sujeto que nos entregó.

 

Al otro día en la mañana nos botaron en la esquina de Catedral  y Matucana. Nos demoramos un poco en reponernos, pero luego ya estábamos de vuelta en la calle y las andadas.

 

Por eso, ahora que salen al ruedo de la corrupción esos oficiales que quizás en ese tiempo eran apenas sub tenientes, me pregunto si el nuestro no será uno de esos.

 

¿Qué habrá sido de ese héroe? ¿Tendrá un Audi o un Mercedes Benz?

 

 

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