He pensado en Óscar Guillermo Garretón, Enrique Correa y José Miguel Insulza al leer nuevamente la gran obra “Los Miserables”, de Víctor Hugo.
Hugo parece ser el primero en calificar a ciertos políticos de “hombres de Estado” y de definirlos.
Los nuestros son muy conocidos. No necesitan presentación. También se les acercan, desde el otro costado, gente como Longueira, y ¿por qué no? en el último tiempo, Francisco Javier Cuadra, el mismo. Tratan de llegar a serlo, de conseguir el título, el ministro Burgos, Velasco, JJ. Brunner, Carlos Ominami, Camilo Escalona…”Hombres de Estado”, llamados así por sí mismos. Camilo ha frenado su promoción hacia “hombre de Estado” porque parece querer ser candidato a senador socialista y no demócrata cristiano como la última vez. Si las damas pudieran ser “hombres de Estado” serían candidatas a serlo Mariana Aylwin, Clara Szczharansky, Vivianne Blanlot…
Víctor Hugo, en su crítica de “Los Miserables” a la sociedad francesa inmediatamente posterior a la Revolución de 1830, combate a quienes llama “los hábiles”, trepadores ex revolucionarios que se llaman a sí mismos “hombres de Estado”. Nominó el título para sus lectores. Los ubica y los define, como si escribiera hoy sobre la política chilena.
El gran creador francés publicó “Los Miserables” en 1862, hace un siglo y medio. En la Cuarta Parte, Libro Primero, Punto II, de “Los Miserables” Víctor Hugo escribe, ponga atención:
“Pero uno es el trabajo de los sabios y otro el de los hábiles.
La revolución de 1830 se había detenido muy pronto. Tan luego como se calma al llegar al puerto la tempestad revolucionaria, los hábiles se apoderan del buque náufrago.
Los hábiles, en nuestro siglo, se han conferido a sí mismos la calificación de hombres de Estado; si bien esta palabra hombre de Estado ha concluido por pertenecer algo al caló. No se olvide que allí donde no hay más que habilidad hay necesariamente pequeñez. Decir, pues, los hábiles, equivale a decir: las medianías.
Del mismo modo que decir los hombres de Estado equivale algunas veces a decir los traidores.”
“Para los hábiles, las revoluciones son arterias cortadas, y es preciso hacer pronto la ligadura. El derecho proclamado en toda su grandeza, estremece; y una vez afirmado el derecho es necesario afirmar el Estado; asegurada la libertad, es preciso pensar en el poder.
En esto los sabios principian a desconfiar. El poder, sea; pero, ante todo, ¿qué es el poder? Y, después de todo ¿de dónde viene? Los hábiles aparentan no comprender esta objeción y continúan su maniobra.”
“Este es, pues, el arte sublime: hacer que un acontecimiento suene algo a catástrofe para que los que se aprovechan de él tiemblen también; sazonar con un poco de miedo un paso de hecho, aumentar la curva de la transición hasta retardar el progreso, endulzar la obra, denunciar y disminuir los preparativos del entusiasmo, cortar los ángulos y las uñas, acolchar el triunfo, arropar el derecho, rodear al gigante pueblo de franela y meterlo en cama en seguida, imponer dieta a ese exceso de salud, tratar a Hércules como convaleciente; desleír el acontecimiento en el expediente, ofrecer a los ánimos sedientos del ideal este néctar con tisana, tomar sus precauciones contra el éxito demasiado grande, guarnecer la revolución con una pantalla”.
“En 1830 se practicó esta teoría”, dice Víctor Hugo para referirse a Francia, y agrega “aplicada ya en Inglaterra en 1688”.
Hasta ahí las citas textuales.
Nosotros podríamos agregar, parafraseando a Víctor Hugo: Y así se aplicó también mucho después, incluso sin haber leído “Los Miserables”. Y hubo también “hábiles” y “hombres de Estado” como antes en Francia e Inglaterra, más por delirio de poder que por preparaciones y deducciones tan inteligentes, en un país del fin del mundo llamado Chile y aproximadamente desde 1990.