Diciembre 1, 2024

Millones de brasileños protestaron contra Dilma y el PT

 

Los organizadores de las marchas de protesta que este domingo colmaron las calles brasileñas cumplieron lo prometido: han sido las manifestaciones más numerosas de la historia. Hay, como siempre, divergencias entre los cálculos de la policía militar, de los organizadores y de institutos y empresas independientes. Pero también hay consenso en un punto: nunca antes se reunió tanta gente. Los organizadores dicen que protestaron 6 millones de personas. Las cifras de la policía indican poco más de la mitad. Grupos independientes proyectan algo parecido: unos 3 millones.

 

 

El epicentro de la reacción al gobierno de Dilma Rousseff, su partido, el PT, y el ex presidente Lula da Silva, ha sido, una vez más, Sao Paulo. Por lo menos 500 mil personas colmaron la avenida Paulista.

La mayoría de los manifestantes eran familias de clase media y alta. No hubo incidentes.

Las fuerzas que tienen por objetivo fulminar el mandato de la actual presidenta y, de paso, acabar con la imagen de su partido, del PT, y la de Lula da Silva, recibieron un formidable refuerzo. La posibilidad de que el juicio político que pretende, en el Congreso, destituir a la mandataria y entregar el sillón presidencial al vicepresidente Michel Temer gana impulso. Si en vísperas del domingo de protesta el principal (y nada fiable) partido aliado del gobierno, el PMDB, daba muestras de estar listo para saltar del barco a cualquier momento, ahora esa posibilidad gana terreno. El último apoyo del gobierno en el Congreso, Renan Calheiros, presidente del Senado, del mismo PDMB, emitió hace dos días señales claras de que su lealtad tenía límites. Lo que se vio ayer en las calles seguramente reforzará su talento para ejercer un raro oportunismo: nadie podrá sorprenderse al verlo abrazado a los golpistas.

A partir de ayer, el cuadro inmediato de la crisis brasileña puede diseñarse así: del lado del gobierno, hay que buscar, muy rápidamente, la respuesta a una circunstancia profundamente adversa. Del lado de la oposición, esa búsqueda, igualmente urgente, se destina a encontrar el camino para el golpe decisivo, que liquide de una vez a un gobierno que considera agonizante. Tanto en uno como en otro lado, hay dudas.

Los organizadores del movimiento, cuya estructura y financiamiento –conviene reiterar– permanecen encubiertos por misterio, negociaron, en días previos, el apoyo y la participación de los principales dirigentes de partidos políticos que apoyan el golpe institucional a ser desfechado en el Congreso. Lo de ayer sería la coronación, vía apoyo popular, de la integración de esos movimientos con los partidos tradicionales para, juntos, derrumbar al gobierno.

Sin embargo, tanto el gobernador de Sao Paulo, Geraldo Alckmin, como el senador Aécio Neves, derrotado por Rousseff en 2014, dos de las estrellas golpistas, fueron sumariamente expulsados de la avenida Paulista por los manifestantes. Ha sido curioso observar cómo los dos llegaron, cercados por escoltas, luciendo sonrisas victoriosas mientras se preparaban para subir al palco y hablar a la multitud. Y cómo, a medida en que se encaminaban rumbo a su objetivo, esa misma multitud emitió crecientes gritos de: ¡fuera!, ¡oportunistas!, ¡ladrón!, hasta que un contundente ¡hijo de puta! les indicó que lo más prudente sería dar marcha atrás y volver a casa.

En todo caso, la oposición salió fortalecida para seguir con su intento de golpe institucional. Se espera que esta semana el Supremo Tribunal Federal, instancia máxima de la justicia en Brasil, determine cuál será el ritual para que se lleve adelante en el Congreso, el juicio para destituir a Dilma Rousseff. Si hasta hace dos o tres semanas ese movimiento había perdido fuerza, volvió a ganarla ayer.

Para Dilma la batalla será más difícil: sus aliados son cada vez menos confiables. No importa que no existan razones jurídicas para destituirla, al fin y al cabo se trata de un juicio esencialmente político. Está claro que, para el gobierno, los caminos se hacen cada vez más estrechos y difíciles. Lula da Silva está acosado por el complot mediático-policiaco-judicial. Existe la tenue posibilidad de que asuma algún ministerio clave, para funcionar como un superministro y tratar de levantar un gobierno que apenas logra mantenerse en pie. Rousseff sería transformada, en consecuencia, en una especie de jefa de Estado, dejando la jefatura del gobierno en manos de Lula. Un parlamentarismo insólito, digamos.

Pero no es cierto que Lula acepte esa tarea ardua. Además, tiene que cuidar su propia sobrevivencia política, amenazada por un juez de primera instancia que desconoce límites en su arbitraria labor de proyectarse a sí mismo como paladín de la virtud. No hay señal alguna de que instancias superiores de la justicia se dispongan a frenarle la mano abusadora.

Hay dudas sobre los pasos de la oposición para recuperar el poder que le fue negado por las urnas electorales. Lo que se observa claramente es que tratan de acelerar los términos de una alianza para el periodo post Dilma Rousseff. Ahora, inflamados por el impulso de las calles.

Para esta semana se esperan movilizaciones y manifestaciones en defensa del gobierno. Pero no hay indicios de que se logre reunir semejante multitud como la de este domingo.

 

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