Diciembre 13, 2024

El ético Chile republicano, ¿mito o verdad?

La célebre frase del escritor inglés Lord Acton, “El poder absoluto corrompe absolutamente”, no puede ser más adecuada: donde hay poder, siempre hay corrupción pues, en esencia, son términos gemelos. Cuando Emiliano Zapata y Pancho Villa conquistaron la Ciudad de México, Villa le ofreció a Zapata sentarse en la silla presidencial, pero el líder campesino se negó aduciendo que “en el trono se sienta un hombre bueno y sale un hombre malo y incluso, corrupto”.

 

 

El historiador Francisco Antonio Encina, según Gonzalo Vial, sostenía que las  acusaciones de corrupción en la república parlamentaria, (1891-1925), eran más chismes y malquerencias que verdades: el mito del Chile probó, durante el siglo XIX es una invención de los historiadores  conservadores que, en muchos casos, ha sido repetida por historiadores liberales e, incluso, por socialistas.

Al Encina le gusta pintar a ministro Diego Portales como un político probo y pobre, quien carecía del dinero necesario para abastecerse de cigarro, sin tener en cuenta que se había hecho millonario a costa del Estado mediante la empresa monopólica del estanco del tabaco –  con ese dinero había financiado la subversión de los primos Joaquín Prieto y Manuel Bulnes contra los pipiolos -.

El historiador Gabriel Salazar ha demostrado del carácter dictatorial de Portales, tarea que antes había comenzado  el notable liberal José Victorino Lastarria – a diferencia de Francisco Antonio Encina y Alberto Edwards, el líder de la república pelucona, lejos de ser un comerciante probo, inaugura la saga de la mezcla entre negocios y política, es decir, convertir al Estado en coto de caza personal –.

Es cierto que la corrupción política está relacionada con la riqueza que el Estado ha adquirido, el caso chileno, una vez conquistadas las provincias de Tarapacá y Antofagasta – Chile pasó de un país pobre y pequeño a uno inmenso, y poseedor del nitrato, que antes de la guerra perteneció a Bolivia y a Perú -.

El líder radical Enrique Mac Iver pronunció un discurso, en el Ateneo de Santiago, sobre la crisis moral de la república y empezaba reconociendo que “no somos felices, pues habíamos adquirido un caramelo envenenado, traído de los corruptos países del norte”; en el fondo, que había enriquecido a los plutócratas, pero había terminado por corromper las costumbres de este pueblo de vascos sobrios y ahorrativos.

El profesor Alejando Venegas, en sus cartas a Pedro Montt, sostiene la misma tesis del líder radical Mac Iver, pero esta vez critica ácidamente a la oligarquía y a los partidos políticos de la República Parlamentaria.

El Profesor Venegas fue el primero que planteó la tesis de que una conspiración del capital inglés, fundamentalmente, dirigida por el especulador John Thomas North, que sumado a la oligarquía del Congreso, se había erigido contra el Presidente José Manuel Balmaceda, quien defendía las riquezas del salitre y atacaba el enclave inglés, que terminaría por apropiarse de las provincias de Tarapacá y Antofagasta.

Las obras de los historiadores Hernán Ramírez Necochea y Julio César Jobet son muy conocidas, y sólo me limito a recordar que probaron, documentalmente, de que North tenía un fondo especial para corromper políticos, periodistas y  agentes de gobierno, y que sirvió para comprar a liberales, como Julio Zegers; radicales, los hermanos Mac Iver; conservadores, los Walker Martínez. El historiador inglés, Harold Blakemore, refuta la tesis de estos historiadores sosteniendo que el monopolio de North tenía la competencia de la Casa Gibbs, que había adquirido los servicios como abogado del liberal Eulogio Altamirano – así, el monopolio se había transformado en un duopolio, ambos ingleses -.

La república oligárquica, es decir, el presidencialismo degenerado que había surgido después de la guerra civil de 1891 radicalizó, al máximo, la relación entre política y negocios, hasta convertirlos en una verdadera amalgama. Según Alberto Edwards, el cargo de regidor costaba $500.000; el de diputado, $1.000.000; el de senador, $1.500.000. Para tener un cargo era necesario poseer una hacienda o, mejor aún, un banco.

En el período parlamentario, los congresistas no tenían ningún reparo en defender sus intereses desde los escaños de la Cámara o del Senado; la gran fuente de riqueza de los parlamentarios era, además de banquero, ser abogado de abogado de las oficinas salitreras o bien, haber obtenido gratuitamente  del fisco grandes extensiones de tierra en la Araucanía, la Patagonia o el extremo austral.

Cuenta el  historiador Gonzalo Vial que el Presidente Germán Riesco, ante la quiebra del banco que él mismo dirigía, le pidió a su sucesor, Pedro Montt que lo salvara por medio de  dineros fiscales. Afortunadamente, el Presidente no se prestó, en este caso, para este fraude.

El ministro del Interior de Montt, Rafael Sotomayor – responsable de la Matanza de Santa María de Iquique – se había convertido en el heredero del millonario minero Matías Granja, cuya empresa estaba a punto de caer en la bancarrota; este ministro, mostrando un gran cinismo, pidió un crédito al Banco de Chile abalado por el Estado para salvar la oficina minera de su amigo Granja.

Para la oligarquía parlamentaria, el cohecho no constituía delito alguno, pues era nada más que un correctivo frente al funesto sufragio universal, que hacía valer igual el voto del “roto” y el del “caballero” – nada mejor que dar a los pobres, al menos en el día de las elecciones, una empanada con vino tinto -. Manuel Rivas Vicuña, en su libro Historia política y parlamentaria, escribía que cuando se ponían de acuerdo los oligarcas y se hacían innecesarias las elecciones, los campesinos reclamaban porque nadie les “compraba” su conciencia, así fuera con un vaso de vino y una empanada. Manuel Rivas escribía, en 1938:

“El régimen electoral estaba completamente podrido. La elección no dependía de los electores, sino de la mayoría de las municipalidades que organizaban el poder electoral, la cuestión era obtener la mayoría en las juntas receptoras de sufragios y contar con una persona para cambiar el resultado de la elección si no le era favorable”.

Don Arturo Alessandri Palma, que en el año 1920 se había convertido en el tribuno de la plebe, también había  sido acusado de corrupto pues, según algunos de sus colegas en la Cámara, se había enriquecido  cuando era abogado de oficinas salitreras, incluso, decían que su casa, en la Alameda, había sido comprada con dinero mal habido. En algún momento, don Arturo le confesó al diputado conservador, Rafael Luis Gumucio Vergara, que había gente que lo acusaba de ladrón, y el diputado Gumucio le respondió que no se preocupara, pues a él todo el mundo le dice cojo – lo era de nacimiento -.

La corrupción había llegado a tal grado que a los amigos de Alessandri los llamaban “la execrable camarilla” – desgraciadamente, como casi siempre ocurre ante esa situación, llegan los cirujanos militares, con la preconcebida idea de sanear la república, terminan aplicando el “termocauterio por arriba y por abajo” (Carlos Ibáñez), o bien, pretender “extirpar el cáncer marxista”, (Gustavo Leigh). Nada peor para un país que una dictadura militar se instale en el poder, pues estos personajes saben muy bien de robar y asesinar mil veces mejor que cualquier oligarquía, por muy corrupta que sea. (Basta leer la historia universal para  ver lo que ocurre  cuando la fuerza se impone a la razón).

El escándalo del cohecho durante el período parlamentario había llegado a tal grado que el diplomático Marcial Martínez propuso, según Gonzalo Vial, que el Estado, con dineros del erario público, cohechara a los parlamentarios y, de esta manera, evitar el saqueo de ejércitos particulares y, por último, si esta estrategia no resultaba, el Estado cohechara directamente a los electores.

Como en la actualidad, los cargos de las reparticiones públicas se repartían entre los partidos: los radicales tenían el monopolio de los profesores fiscales; los liberales democráticos balmacedistas, los jueces; los conservadores, la jerarquía eclesiástica; los liberales, los altos puestos en la administración pública; incluso, los demócratas, que antes representaban a las clases populares, una vez que comenzaron a formar parte del gobierno, se transformaron en los ávidos buscadores de cargos fiscales – su jefe, Malaquías Concha, declaraba que era muy difícil dejar contentos a sus militantes -.

En el presidencialismo, de 1925 hasta 1938, se mantuvo el cohecho, y el pueblo soberano era permanentemente defraudado, y necesario impulsar una reforma tan revolucionaria para la época, la instauración de la cédula única para terminar, al  menos, con la desfachatez  con la cual la oligarquía compraba la conciencia de los electores. En la actualidad, el cohecho en más sutil e inteligente: se hace a punta de bonos, favores, acuerdos de reformas con los empresarios. En fin, los cargos tienen un valor en dinero, muy similar al que describía Alberto Edwards respecto a la República Parlamentaria.

En síntesis, la tesis de que la corrupción está íntimamente relacionada con el poder es un hecho comprobado a través de la historia. Si intentamos graduar la  corrupción – no en todos los casos y épocas es igual – no cabe duda de que se desarrolla con mayor facilidad y menor control en las épocas donde el predominio de las plutocracias es incontrarrestable. Así ha ocurrido en nuestra historia de 1891 a 1925, y desde la dictadura militar, instaurada en 1973, hasta nuestros días. En consecuencia, hay plutocracias y castas políticas alejadas de la sociedad civil, de seguro, hay mayor corrupción. Siempre es preciso tener presente aquella sentencia de Max Weber en el sentido de que el político “pacta con el Diablo”, pues tiene que entenderse con el poder que siempre es fuerza y coerción, sea legítima o ilegítima, en consecuencia, “no se dedique a la política si piensa que va encontrar la salvación en ella.

Rafael Luis Gumucio Rivas        

 

                    

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