Diciembre 3, 2024

Tras la puerta del cónclave

Pocos días antes de las elecciones presidenciales de 2013, la encuesta Biobarómetro consultó sobre la confianza en las promesas programáticas de los candidatos. En esa fecha el 58,4% pensaba que Bachelet incumpliría sus promesas y sólo el 31,6% mostró confianza en sus ofrecimientos. Especificando, el 55,8% era escéptico respecto a que mejorarían los niveles en la salud pública. El 64% consideraba que no se solucionarían las demandas de los estudiantes. El 73% no creía que resolvería los problemas de seguridad ciudadana. El 69,5% descreía que se despenalizara el aborto.

 

 

 

El 63% estimaba que no se despenalizaría el consumo de marihuana. Y el 74% no confiaba en que se convocaría a una Asamblea Constituyente. Ese era el escenario antes de las elecciones. Y eso explica la amplísima mayoría abstencionista, que en segunda vuelta llegó al 58,21% de los electores.

 

Si el escepticismo y la desconfianza era el rasgo más determinante del periodo, es injustificable que el gobierno se haya empeñado, una y otra vez, en agravar ese cuadro de incredulidad convirtiendo el asunto crucial del cumplimiento programático en algo incierto, controvertido, y constantemente puesto en duda por los propios ministros, parlamentarios y dirigentes políticos de la Nueva Mayoría. Lejos de ser algo evidente, indiscutible, e incontestable, el programa de Michelle Bachelet se ha convertido en un campo de constantes titubeos y vacilaciones que no se terminan de aclarar.

La realización del cónclave el 3 de agosto, lejos de despejar las dudas pareció agravarlas. Sin anuncios concretos en las materias claves en la agenda legislativa, la cita mantuvo la ambigüedad estructural que ha caracterizado la actual gestión presidencial. Más aún, se dejó entrever que La Moneda está dispuesta a moderar aún más las reformas que movilizan al empresariado: la tributaria y laboral. En relación a la educación superior se incorporó el financiamiento “condicionado” a las universidades privadas, pero sin aclarar si eso irá en detrimento del financiamiento a las universidades públicas. Y respecto a la promesa estrella de la campaña presidencial, enfocada en una nueva Constitución, lo único claro es que se ha vuelto a postergar el anuncio del procedimiento y la agenda de cambios. Si en mayo la presidenta afirmó que en septiembre se iniciaría un “proceso constituyente”, ahora se aclara que en esa fecha sólo comenzaría un “proceso inicial de educación cívica, que enseñe a la ciudadanía qué es la Constitución”, para recién, meses después, comenzar un ciclo de “diálogos” sobre esta materia. Se deduce que el gobierno terminará su periodo “conversando” sobre la Constitución y evadiendo sistemáticamente un proyecto efectivo.

 

LA TRASTIENDA DEL CONCLAVE

El cónclave de El Llano, en la comuna de San Miguel, realizado a puerta cerrada, no reveló oficialmente mayores informaciones sobre este confuso panorama. Pero la naturaleza humana suele mostrar, sin querer, lo que la razón política se obstina en ocultar. En sus primeros comentarios luego del evento, Guillermo Teillier, presidente del Partido Comunista, tuvo un breve lapsusal afirmar que el programa se había reafirmado y se cumpliría “a pesar de las diferencias”, para inmediatamente corregirse y decir “a pesar de las dificultades de carácter político y de carácter económico”. El desliz freudiano de Teillier revela de forma innegable la trama de fondo, que explica la verdadera naturaleza del problema que afecta a la Nueva Mayoría, que es de naturaleza política y no tecno-económica.

Desde que asumió el nuevo gabinete encabezado por Jorge Burgos, se ha esgrimido que el cambio en las prioridades programáticas se explica por dificultades económicas ligadas a la desaceleración del ciclo, la disminución de las inversiones y un error en las previsiones de recaudación de la reforma tributaria.

Pero en el discurso gubernamental ha faltado una referencia explícita a las causas externas de la actual desaceleración del ciclo económico: en general, la disminución del crecimiento de China y en particular, el reciente estallido de una enorme burbuja especulativa en la Bolsa de Valores de Shanghai. Y se ha ocultado que muchas de las reformas que se trata de postergar, o derechamente incumplir, no tienen relación alguna con este aspecto. Por ejemplo, los cambios en materia constitucional, los problemas en la tramitación de la despenalización del aborto terapéutico, y en general todas las reformas políticas y de ampliación de derechos civiles. Lo que se ha tratado de instalar desde el gabinete es un falso dilema: o crecimiento económico o cumplimiento programático. Y de paso opacar la existencia de diferencias políticas fundamentales, que impiden cortar los nudos gordianos del programa.

Esos diferendos políticos son expresión tangible de las enormes disparidades en las posiciones que expresa la ciudadanía respecto a las que defiende la elite, tal como lo graficó cuantitativamente el último informe del PNUD(1). Mientras más del 75% de la población pide “cambios profundos y rápidos” en ámbitos como salud, educación, previsión y en materia constitucional, solo 20% de las elites piensa igual. Además un 47% de la gente piensa que es necesario que las cosas cambien, no sólo rápidamente, sino además radicalmente. En la misma línea, el 80% considera que el Estado debe asumir la provisión de bienes públicos en salud, pensiones y educación, lo que sólo es respaldado por un poco más del 20% de la elite. Esta diferencia sociológica tiene una traducción política directa que le estalla en la cara a Michelle Bachelet cada vez que debe tomar una determinación.

Hasta inicios de los años 2000, las diferencias entre la opinión ciudadana y la posición de las elites se hubiera resuelto sin dilaciones por medio de una nueva agenda procrecimiento con los empresarios o con pactos con la derecha, tal como se estiló en los años de la Concertación. Como muestra el mismo PNUD, en ese tiempo la ciudadanía admitía gradualidades y tendía a condescender con los gobiernos concertacionistas, producto de los miedos históricos inoculados por la figura de Pinochet, omnipresente hasta diciembre de 2006. Desde el momento de su muerte las cifras de inconformidad y la pulsión por cambios efectivos y profundos se han incrementado de forma exponencial. De allí que hoy la Nueva Mayoría encalle en una roca que no le deja resolver sus dilemas: acostumbrada a abandonar su programa electoral una y otra vez, tiende a repetir su conducta. Pero las cifras le indican que la ciudadanía le cobrará muy cara su falta de lealtad ante sus compromisos.

Este problema lleva a una situación de indefinición calculada, en la que se extreman las técnicas de disimulo y encubrimiento político. La constante postergación del cambio de la Constitución revela esta situación. Pateado de evento en evento, La Moneda no puede cerrar de modo total la puerta a la demanda social por la Asamblea Constituyente, y evidencia su incapacidad para resolver esa demanda bajo la lógica de los acuerdos parlamentarios tal como lo hizo Ricardo Lagos con las reformas constitucionales de 2005. La postergación ad calendas graecases una forma de fuga hacia adelante, que evade esta situación, sin hacerse cargo del problema de fondo.

 

UNA RENUNCIA

IRRESPONSABLE

Esto explica la incredulidad que marcó el inicio del gobierno, y que se ha incrementado de forma geométrica, llegando a su punto culminante luego de la reestructuración del equipo político, en mayo pasado. Desde esa fecha se han sucedido, una y otra vez, las explicaciones a la “priorización programática”, mientras las cifras de popularidad han llegado a su punto más bajo. Una coincidencia previsible. La consigna “realismo sin renuncia” que La Moneda ha lanzado para explicar este giro, no ha calado, ya que la ciudadanía lee esa frase en sentido inverso: renuncia sin responsabilidad. Se abandonan las promesas y no se responde por ellas.

Diversos estudios, como Manifesto Project, Eurobarómetro, Latinobarómetro, y las encuestas norteamericanas de CBS/New York Times, ubican el incumplimiento de los programas gubernamentales como el principal factor de descrédito de los sistemas democráticos. En nuestro país este factor adquiere enorme relevancia si se recuerda que en 2003 todavía un 57,4% de los chilenos aceptaba que “no le importaría que un gobierno no democrático llegase al poder, si pudiera resolver los problemas”(2). Frente a la intuición popular de que “todos los políticos son iguales” se necesitaría una respuesta que salga al paso a todo intento de banalizar la seriedad de las obligaciones programáticas, entendidas como un contrato implícito entre el elector y el elegido, respecto a un mandato programático que debe ser escrupulosamente cumplido. El mandato legal, lo que la ley permite hacer a un gobernante en un lapso determinado, está constreñido por un mandato político que legitima o deslegitima su acción. Y ese mandato reside en el programa al que se comprometió.

Un representante político, al llegar a su cargo, puede encontrar dificultades insospechadas y eventualidades imposibles de prever que le hagan imposible cumplir a cabalidad sus promesas. Sin embargo, esta situación debería asumirse con el máximo nivel de transparencia, obligando a un proceso argumentativo que con rigurosidad taxativa conduzca a una renegociación del contrato de cara a los electores. En este caso el gobierno debería generar un plan de cumplimiento programático basado en indicadores objetivos que sean de amplia y directa comprensión por parte de la opinión pública. Ese sería un verdadero realismo sin renuncia.

 

¿HACIA UN POLO

CONSTITUYENTE?

Tal como se aprecia, la Nueva Mayoría no podrá superar las diferencias que son intrínsecas a su configuración política. Los sectores de Izquierda que habitan en ella, marginados del comité político del gabinete, no poseen la fuerza para instalar la agenda de cambios, y es previsible que solamente podrían contener, con grandes dificultades, una deriva abiertamente derechizante de Jorge Burgos. Poseen un poder de veto, muy limitado, pero carecen de fuerza para condicionar el curso del gobierno. Desde esa orilla se da por cerrado el actual gobierno, y se apuesta a que las decisiones que se tomen sean lo menos malas posibles, esperando contener los daños mediante políticas efectistas de corto plazo.

De esa manera todas las miradas se vuelcan con ansiedad a diciembre de 2017, a las primeras elecciones presidenciales y parlamentarias sin binominal. Se puede intuir que la Nueva Mayoría se verá tensionada, tanto por las diferencias vividas en estos cuatro años, como también por las posibilidades de reconfigurar las coaliciones políticas que abrirá el nuevo sistema electoral. ¿Será posible, que en ese contexto, sectores de Izquierda que han participado en la Nueva Mayoría, así como sectores que no lo han hecho, puedan converger en torno a un programa verdaderamente asimilado y responsablemente asumido, que no ofrezca las resistencias internas que se han vivido en estos años?

Ese espacio político pareciera estarse conformando de modo germinal, pero requiere dar mayores pasos que permitan la confluencia final. El punto central no puede ser la lucha de egos y de personalidades. Debe ser un pacto programático centrado en capitalizar la discusión constitucional que se generará en este periodo, para hacer de la Asamblea Constituyente el objetivo prioritario e esencial del nuevo periodo. Llegó la hora de poner en forma un Polo Constituyente, que se aboque, sin prisa pero sin pausa, a esta tarea histórica.

 

ALVARO RAMIS

                

 

Publicado en “Punto Final”, edición Nº 834, 7 de agosto, 2015

 

 

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