Me cuento entre los que siempre repudié la iniciativa del voto voluntario. Pienso que es un deber cívico mínimo concurrir a sufragar y definir el destino político del país. Por supuesto que la abstención y el voto nulo se hacen plenamente legítimos cuando la Ley Electoral burla la soberanía popular y la justa representación en las instituciones del país. Quienes patrocinaron la voluntariedad del sufragio jamás pensaron que la abstención pudiera alcanzar hasta un 58 por ciento entre los ciudadanos inscritos en los registros electorales, tal como ocurrió en los últimos comicios presidenciales y parlamentarios que, dicho sea de paso, fueron los más millonarios de nuestra historia en materia de propaganda electoral. Estos resultados lo que de verdad indicaron fue la pobre representatividad de quienes nos gobiernan y , peor aún, de quienes llegaron o permanecieron en el Parlamento.
En estos últimos meses, para colmo, está quedando en evidencia que muchos candidatos le deben su triunfo a los enormes recursos que utilizaron en promoverse y dejar prácticamente inadvertida la postulación de los que tuvieron una reducida caja electoral. Dineros, como se sabe, mal habidos y que burlaron los límites dispuestos por el Servicio Electoral.
Son tan severos los escándalos de la colusión de la política y los negocios, como la comprobación de parlamentarios y funcionarios de gobierno sobornados por las grandes empresas, que ahora algunos dirigentes buscan reponer el voto obligatorio antes de que el desencanto ciudadano le propine al sistema institucional una abstención todavía más contundente que la última. Curioso resulta observar que entre los más entusiastas promotores del voto voluntario haya quienes hoy promueven legislar rápidamente para volver atrás y obligarnos a sufragar en los próximos comicios municipales. En la desacreditación actual de la política, es muy posible que las cúpulas del oficialismo y la oposición concuerden en tal reposición, toda vez que los delitos cometidos son transversales y alcanzan, incluso, a algunos referentes y dirigentes extraparlamentarios. Transgresiones que son más graves, todavía, cuando en la recaudación electoral se tuvo la impudicia de recibir aportes de empresas que fueron privatizadas por la Dictadura y en manos de los más repugnantes colaboradores y cómplices de Pinochet. O cuando, luego de elegidos, diputados y senadores han seguido recibiendo tales aportes empresariales y, con ello, servir descaradamente desde sus cargos a los intereses de sus donantes.
Se quiere, por supuesto, evitar que el descontento y la protesta se encaucen por fuera del orden institucional prolongado por la Posdictadura, cuyos principales actores siguen renuentes a consultar al pueblo y convocar a una Asamblea Constituyente para encarar la grave crisis de credibilidad en todo el sistema que nos rige por la Carta Fundamental de 1980 todavía vigente. Se busca que el malestar de los profesores, s sindicatos, de los pensionados, s estudiantes y de tantos millones de chilenos indignados vuelva otra vez a ilusionarse o caer seducido por las promesas electorales, el populismo y el cohecho. Tanto como por el clientelismo, la repartición cuoteada de los cargos fiscales y tantos otros vicios adoptados por todo el espectro político de quienes siguen aferrados al poder gracias a la impunidad y con la complacencia de la clase patronal, sus medios de comunicación, como la cooptación, incluso, de sectores de izquierda que han renunciado a la “calle” para obtener granjerías en la administración pública, embajadas y otras dádivas.
Con la reposición del voto obligatorio, se persigue también que la abstención electoral no vaya a dejar al descubierto los onerosos recursos que la clase política obtiene del erario público para financiar sus campañas electorales o, como ahora se proponen, sus propios partidos políticos. Un intento, éste, próximo a convertirse en Ley, antes de que el país conozca fehacientemente cuántos militantes permanecen en tales colectividades y siguen dispuestos a reinscribirse en sus registros. En efecto, si la contribución fiscal va a estar supeditada a cuántos sufragios recibe tal o cual candidato o partido, no hay duda que las cifras podrían menguar gravemente las arcas de la política. Especialmente, después de las corrupciones que investiga la Justicia y que llevará a los empresarios a suprimir o restringir su costumbre de sobornar y digitar a la política.
Por lo mismo es que se considerara tan bochornoso que siete diputados de la Nueva Mayoría propusieran la semana pasada mantener el aporte de las empresas a la política, intento que fue felizmente desbaratado desde el propio Ejecutivo en su oferta de que será el Estado el que se haga cargo de la mantención de los desacreditados partidos. Todo un incidente que avala la idea de que no quede en manos del actual parlamento posibilidad alguna de definir un nuevo orden institucional o, incluso, la propia agenda de probidad tan ampliamente demandada.
De la misma forma de lo absurdo que resultaría que los malhechores de cuello y corbata, los narcotraficantes y otros se hicieran cargo de legislar en contra de la creciente delincuencia, tampoco aparece sensato que tantos legisladores corruptos y hasta encauzados por los Tribunales puedan definir nuestro futuro institucional. Equivaldría, sin duda, a amarrar a los perros furiosos con tiras de longanizas.
Sería muy cándido creerle a los mismos que decretaron el voto voluntario que ahora sinceramente quieran desamarrar lo que le impusieron al país, por cierto que sin consulta alguna a los ciudadanos y mediante el amplio y transversal acuerdo del duopolio político, salvo contadas y dignas excepciones. En este sentido, preferiríamos que los derechos del pueblo no fueran resueltos en el conciliábulo cupular, sino por un mecanismo de debate y consulta pública. Sobre todo cuando la que puede presentarse como una loable iniciativa tiene explicación en la codicia política, más que en la convicción democrática.
Así como en el pasado el voto voluntario buscaba inhibir la participación popular, ahora el sufragio obligatorio se propone dos nuevas trampas: impedir que la abstención se haga masiva y termine por arrojar del poder político a los inescrupulosos. Cuanto asegurar el más amplio flujo de recursos fiscales a sus organizaciones. Cuando hay tantas urgencias sociales desestimadas por los profesionales de la política y los presupuestos ¿de la nación?