Diciembre 10, 2024

Nuestros yihadines y los de ellos

CONSIDERAD ESTE PÁRRAFO como una forma de hacer algo en la cuestión de acabar asesinado en Estados Unidos. Mientras escribo esto, espero pacientemente el próximo cúmulo de desesperantes asesinatos en este país. Y tengo fe. Antes de que llegue al final, algún “lobo solitario” estadounidense, enfadado –o sencillamente mal de la cabeza– y muy bien armado, matará a alguien (o a varias personas) y también se suicidará (o suicidarán) en algún lugar. Podéis contar con eso. Será el último párrafo de esta nota. Pensad en esto como si fuera, de un modo algo macabro, un anhelo expresado mientras leéis esta nota sobre el caos armado en Estados Unidos.

 

 

Los funcionarios y políticos de la seguridad nacional han estado machacando con el mensaje de que la “mayor amenaza” para los estadounidenses es el brutal movimiento yihadista a miles de kilómetros de aquí; los vídeos y los mensajes en las redes sociales producidos por sus seguidores no hacen más que ahondar en cierta sensación de cercanía. Con eso en mente, echemos una mirada sobre unos pocos ejemplos de los peligros de una vida armada en este Estados Unidos nuestro, una rápida visión general de la inseguridad nacional en una nación armada hasta los dientes.

 

Estoy seguro de que no os sorprenderá enteraros de que en la primera mitad de 2015 ha habido una abundancia de incidentes que merecen nuestra atención. Está el caso de un asesino todavía sin detener del norte de Colorado que disparó contra gente que pasaba en su coche, contra ciclistas o contra quienes iban caminando tarde una noche. Está el caso de quien se sospecha podría ser el asesino serial que arrojó siete cuerpos en un bosquecillo detrás de un centro comercial en New Britain, Connecticut, y ahora podría estar en prisión por otros cargos no relacionados. También está el caso de James Holden, que está siendo juzgado por liquidar a 12 aficionados al cine y herir a otros 70 en un multicine de Aurora, Colorado. Está el caso del asesinato en febrero de siete personas en el pequeño pueblo de Tyrone, Missouri, realizado por Joseph Aldridge, un recluso armado, que más tarde se suicidó. Y no olvidéis aSudheer Khamitkar, que en abril disparó y mató a su mujer y sus dos jóvenes hijos antes de suicidarse en Tulsa, Oklahoma, ni de Christopher Carrillo, quien en mayo asesinó a cuatro miembros de su familia y luego se disparó a sí mismo en una vivienda de Tucson, Arizona. Y hay muchos más…

 

En una lista como esta tendría que haber un lugar especial para un fenómeno que, aunque ignorado durante mucho tiempo, ha empezado a reclamar atención en los últimos años: el hecho de que cada vez más estadounidenses “portan” [armas] en cada vez más lugares. Esto significa que cada vez hay más armas “sueltas” y disponibles por ahí. Me refiero a la confusión que puede crear un niño (tal vez habría que pensar en ellos como “cachorros de lobos solitarios” estadounidenses). Niños que disparan como el de dos años que a fines del año pasado mató a su madre en un Walmart de Idaho con el arma que ella llevaba en su bolso o el de tres años que en el pasado febrero encontró una pistola en un bolso en una habitación de un motel de Albuquerque, Nuevo México, e hirió a su padre y a su madre embarazada con un solo disparo. La lista para este año debería incluir el niño de dos años que en enero encontró el arma de su padre en la guantera del coche familiar y se mató con ella en Florida; o al de tres años que en abril cogió un arma que en un descuido había sido dejada a su alcance y mató con ella a un bebé de un año en una casa de Cleveland, Ohio; o al de dos años que en mayo encontró un revolver encima de un armario y se mató en Virginia; o el de cuatro años que más o menos en las mismas fechas cogió una escopeta cargada en un campo de tiro al blanco y mató a su tío de 22 años en Sioux Fallas, Dakota… La muerte a manos de niños se ha convertido en un tópico en estos tiempos saturados de armas que están dejando considerablemente atrás a los asesinatos terroristas en Estados Unidos.

 

Las grandes ligas de la violencia

 

Mientras estamos en esto (antes de que lleguemos a lo realmente grande), están aquellos que para mí son los suicidas estilo estadounidense. No están motivados por una ideología política o religiosa, como los suicidas con explosivos de Oriente Medio, sino que están en una misión en la que la propia muerte y la de otras personas es el fin planeado. Pensad en ellos como informales yihadines estadounidenses, sin contacto alguno con las redes sociales del Estado Islámico, que nunca han visto un vídeo de exaltación terrorista, pero aun así están irritados, a menudo muy trastornados, armados y encargados de una misión suicida en la patria estadounidense.

 

Estoy describiendo al tipo de asesinato –un notable lugar común– que, hasta donde yo sé, nadie se ha dedicado a hacer un registro ni a llevar la cuenta: hombres que matan a su pareja –novias o esposas– (y a veces a alguno que andaba por ahí) y después se quitan la vida. He aquí una lista hecha casi al azar de solo algunos casos informados por los medios con los que tropecé en lo que va de este año: en enero, en un lugar muy apropiadamente llamado Nutley**, New Jersey, un hombre de 38 años mato de un disparo a su antigua novia de 37 y después se suicidó; también en enero, en Lincoln, Nebraska, un hombre de 49 años le disparó a su novia de 44, llamó a la policía para informar del asesinato y después se mató; otra vez en enero, un hombre de 29 años mató de seis o siete tiros a su novia embarazada de 27 en un hotel para personas sin techo en la Times Square de la ciudad de Nueva York antes de quitarse la vida; en febrero, en Wading River, estado de New York, un hombre de 44 años mató a tiros a su novia de 43 y su hija de 17, después se suicidó; en marzo, en Chicago, un hombre de 23 años mató a tiros a su ex novia de 24 y se suicidó disparándose en la boca; en abril un hombre de 48 años de Fort Worth, Texas, que tenía un billete de LOTERÍA premiado con 500 dólares y se negaba a compartirlo con su novia de 46, discutió con ella y le disparó, luego volvió el arma contra sí mismo y llamó a la policía antes de morir; en abril, un hombre de 48 años en Cleveland, Ohio, le disparó mortalmente a su exnovia de 19, después hizo lo mismo en una casa vecina matando a su exesposa de 47 antes de suicidarse; también en abril, en Montgomery, Alabama, un hombre mató de un balazo a su novia e inmediatamente se quitó la vida; en el mismo mes, un médico de 35 años mató de un disparo a su novia de 39 en Fayetteville, North Carolina; otro médico de 32 años de New Jersey hizo lo mismo y se suicidó cuando la policía se acercó a él; en mayo, en San Diego, California, un hombre de 52 años les disparó a su novia de 29 y a la madre de ella, de 63, matando a ambas, luego se suicidó. Cuando empezaba junio, en Cleveland, un hombre de 30 años tiroteó y mató a su novia de 24, al abuelo de ella e hirió gravemente a la abuela de la novia; después se mató. Y así continúa; tened en cuenta que esta lista es una primera aproximación a este tipo de acciones, que parecen haberse convertido en un notable lugar común.

 

Pasemos a las cosas mayores. Hay un tipo de asesinato que ha estado presente en las noticias de los últimos tiempos: aquellos por disparos de policías. Las cifras tradicionalmente compiladas por el FBI en relación con ellos parecen haberse quedado cortas. Por ejemplo, el Washington Post empezó hace poco tiempo a llevar una base de datos de “todas las muertes por disparos de policías” en Estados Unidos en 2015 (no están incluidas las muertes por pistolas [eléctricas] Taser). Hasta ahora ha contado 385 muertes en los primeros cinco meses de 2015; aproximadamente una muerte por cada 13 –sin contar los suicidios– con empleo de arma de fuego en lo que va del año.

 

Más o menos la mitad de las víctimas, informa el WP, “eran blancas, pero la demografía muestra un sesgo importante: dos tercios de las víctimas desarmadas eran negros o hispanos. En total, cuando las cifras se ajustan con los datos de la población censada en los sitios donde han ocurrido los tiroteos, los negros asesinados superan en tres veces a los blancos o miembros de otras minorías”. Un estudio de The Guardian agrega este detalle: “Lo más probable es que por cada blanco desarmado muerto en un encuentro con la policía, sean dos los afroamericanos asesinados en las mismas circunstancias”.

 

Acordando con The Guardian, un informe reciente del Departamento de Justicia comprobó que en los últimos ocho años una media de 928 estadounidenses ha muerto cada año a manos de la policía (solo 383, según las cifras del FBI). En otras palabras, en ese lapso ha habido 7.427 homicidios policiales, el equivalente al doble de las víctimas del 11-S. En comparación con otros países desarrollados, estos guarismos producen pasmo. Por ejemplo, en marzo de 2015 hubo más tiroteos policiales con resultado de muerte en Estados Unidos (97) que en Australia entre 1992 y 2011 (94). Del mismo modo, ha habido casi tres veces más de tiroteos policiales mortales en California (72) que los que se producen cada año en Canadá (25).

 

Y cuando paramos mientes en los peligros relacionados con las armas en un país en el que se estima que hay entre 270 y 310 millones de armas de fuego, es decir, en promedio casi un arma por cada hombre, mujer y niño, vemos que todavía no hablamos de las ligas mayores de la muerte. Por ejemplo, fijaos en los suicidios con armas de fuego. En el último año del que tenemos registros –2013–, hubo 21.175 de estas muertes, y las cifras parecen estar creciendo. Las muertes por disparos en este país en ese año llegaron a 33.636 y también esta cifra parece estar aumentando.

 

Y solo por hacer una mención al pasar tal vez deberíamos hablar de otro tipo de arma (aunque en su uso falte la intencionalidad presente en las armas de fuego): los automóviles, los camiones y otros vehículos. Ciertamente, aunque no está presente la intencionalidad de matar, muchas de las víctimas del tránsito podrían equiparase con las de los asaltos a mano armada. En 2013 hubo 32.719 muertes de este tipo, una cifra que casi iguala a la de los muertos por arma de fuego en Estados Unidos.

 

En total, entonces, estamos hablando de unas 66.000 muertes relacionados con asaltos armados o con vehículos en cada año en este país.

 

Los peligros armados y un cheque en blanco

 

Dejemos a un lado ahora esta carnicería de cada año y ocupémonos de la “mayor amenaza” en este nuestro momento, o al menos eso es lo que los funcionarios de la seguridad nacional querrían que vosotros creyerais. Por supuesto, ya sabéis de qué se trata: el Estado Islámico, con su pericia en sofisticada propaganda, que –según los funcionarios deWashington–, corre en círculos alrededor de cualquier cosa que Estados Unidos y sus aliados consiguen montar en respuesta a sus acciones. A pesar de que el gasto en la seguridad nacional está cerca del billón (sí, habéis leído bien: un 1 seguido de 12 ceros…) de dólares por año y se han implementado la vigilancia y los sistemas de espionaje más elaborados, seguimos estando incomprensiblemente indefensos frente a sus artimañas. Utilizando las redes sociales, sus facilitadores amenazan con anular las distancias, atravesar océanos e irritar a unos jóvenes estadounidenses de fe musulmana, desubicados, marginados y a menudo bastante trastornados que –al menos de eso van las historias– preparan el trabajo de base para crear un caos sin precedentes en “la patria”.

 

Con ese espantoso panorama en mente, he aquí la realidad del terrorismo islámico en términos de muerte y destrucción en Estados Unidos en 2015: en mayo, evidentemente afectados por las redes sociales del EI, Elton Simpson y Nadir Soofi, dos jóvenes musulmanes estadounidenses que compartían habitación en Phoenix, Arizona, atacaron una exposición y concurso de dibujos animados dedicados al profeta Mahoma, que estaban organizados por el islamófobo Pam Geller en Garland, Texas. Armados con fusiles de asalto y protegidos con chalecos antibala se las arreglaron para herir en la cadera a un guardia de seguridad antes de que fuesen muertos por un policía de tránsito fuera de servicio que también era guardia de seguridad en la exposición.

 

Asimismo, ese mes se informó de que un musulmán negro de 26 años llamado Usaamah Rahim estaba involucrado en un plan inspirado por el EI en Boston, Massachusetts, para decapitar a Geller. Supuestamente, después abandonó ese plan y en lugar de eso pensó en decapitar a algunos policías. Cuando unos agentes de la policía de Boston y del FBI de paisano se acercaron a él para interrogarlo, Rahim extrajo un “puñal militar” –dijeron los agentes–, los amenazó y fue abatido a tiros (algunos aspectos de la declaración de los agentes fueron cuestionados). Y esto es todo, muchachos. En lo que va del año, la mayor amenaza en el planeta Tierra se las arregló para motivar a tres jóvenes marginados que consiguieron que les mataran. Cuando se trata de los peligros en la vida de los estadounidenses, es necesario situarlos en el contexto de decenas de miles de muertes por armas de fuego al año, incluso el de las muertes a manos de bebés.

 

A pesar de todo lo que se dice sobre posibles conspiraciones yihadistas, esta es la evidencia que tenemos de la amenaza representada por el Estado Islámico en la “patria” en este momento; en el marco de esta amenaza hay un enorme flujo de dinero y una vasta acción preventiva (con la exclusión de otro tanto). Se trata, se nos dice, de una “nueva amenaza”, completamente distinta a los peligros normales de nuestro mundo estadounidense. De hecho, esa violencia, con todo lo extraña que pueda ser, de ninguna manera debe ser vista como una anomalía. En realidad debería golpearnos como más de lo mismo, incluso si el nombre de sus perpetradores nos suena un poco diferente: hombres, casi siempre jóvenes, con acceso a las armas, en algunos casos mentalmente inestable y suficiente rencor y resolución para golpear. Estos jóvenes deberían recordarnos a aquellos hombres estadounidenses que con tanta regularidad matan a su novia y luego se quitan la vida o a los lobos solitarios asesinos múltiples de los últimos años.

 

Aun así, este peligro es esgrimido continuamente como el único digno de tenerle miedo y de gastar grandes sumas de dinero. Por supuesto, el terror yihadista es perfectamente real, sobre todo fue un horroroso problema para los estadounidenses que vivían en Siria, Irak o Libia. Sea cual sea la capacidad de los propagandistas del EI, se ha comprobado que la violencia islámica desde el 11-S es más peligrosa que los ataques de tiburones pero no más que cualquier otra cosa en Estados Unidos. Y, según Charles Kurzman y David Schanzer, cuando se hace una encuesta en las agencias encargadas de hacer cumplir la ley, también ellos ven que los peligros asociados con el terrorismo islámico son bastante modestos en este país, particularmente si se los compara con el clima creado por la derecha en este campo.

 

Lo importante es que continuamos estando protegidos por dos océanos y que, ciertamente, la patria de los yihadistas islámicos está muy lejos. Pero seamos honestos: la amenaza representada por el terrorismo islámico en nuestro país es un cheque en blanco para el estado de la seguridad nacional (de ahí todas esas conspiraciones que han sido instigadas, financiadas e incluso organizadas por informantes del FBI y después “desarticuladas” por el propio FBI). Es una de las principales formas que ese Estado-dentro-del-Estado se asegura apoyo y FINANCIACIÓN, se dota a sí mismo de privilegios especiales; entre otras cosas, no pasar jamás por un tribunal para responder por posibles actos criminales, que consolide sus procedimientos antidemocráticos y el manto de secretismo que les acompaña cada vez más profundamente en la vida de Estados Unidos.

 

En cuanto a los peligros reales relacionados con una sociedad armada en el mundo en que vivimos, a nadie parece importarle INVERTIR algún dinero para proteger de ellos a los ciudadanos; a pesar de las 66.000 muertes anuales, de alguna manera el mundo sigue girando y nunca se detendrá.

 

De paso, al lector se le ha ocurrido algo, ¿no es cierto? Yo le prometí un último párrafo: aquí va.

 

Por cierto, mientras escribía esta nota la muerte ha estado haciendo horas extras. Por ejemplo, un ataque “inspirado” por el EI en estados Unidos. Un hombre de 21 años se lanzó contra un agente del FBI que estaba registrando su casa en la isla de los estados, Nueva York, con “un gran cuchillo de cocina”. De él se dijo que formaría parte de otro de esos “planes” terroristas que, según parece, nunca llegan a concretarse. También hubo un asesinato múltiple: un racista blanco de 21 años entró en una histórica iglesia frecuentada por negros de Charleston, South Carolina, y abrió fuego en lo que, de haber sido musulmán, se habría llamado ataque terrorista, matando a nueve personas, entre ellos el pastor de la iglesia, que también era senador por el estado. Tal como informó Reuters, la masacre “recordó el ataque con bomba a una iglesia afroamericana en Birmingham, Alabama, en la que murieron cuatro niñas y galvanizó el movimiento por los derechos civiles en los sesenta”. También hubo otro nefasto tiroteo por parte de un niño de tres años; fue en Cincinnati, Ohio, donde el menor encontró una pistola en el bolso de su madre, se pegó un tiro en el pecho y murió. También hubo al menos otro tipo en una misión suicida: un hombre de Vermont, New England, que era perseguido por la policía después de haber matado a su exnovia se estrelló con un coche deportivo y se suicidó de un disparo.

 

Hubo varias muertes a manos de policías, entre ellos la de un hombre en libertad condicional en un alberque de South Lake Tahoe, California; la de un hombre de 28 años en una persecución a toda velocidad en una carretera de Stockton, California; la de un hombre de 28 años, desarmado pero de “comportamiento errático” en Des Moines, Iowa; la de un hombre que apuñaló a un policía que intentaba detenerlo en Brighton Beach, New York; y la de un hombre provisionalmente identificado como un africano en Louisville, Kentucky, acusado de amenazar violentamente a la policía con un asta de bandera (con las acostumbradas historias contradictorias de la policía y los testigos sobre lo que realmente sucedió).

 

Y en la gran variedad de la cabalgata de mortal violencia estadounidense, no debemos olvidarnos del sargento de policía –fuera de servicio en ese momento– de Neptune, New Jersey, que persiguió a su mujer con su coche, la alcanzó y le disparó hasta matarla delante de su hija de siete años antes de amenazar con suicidarse y de ser arrestado por sus compañeros; tampoco del guardia de seguridad de un centro comercial de Iowa City –que ese día había sido despedido de su trabajo–, fue a su casa, cogió un arma, regresó y mató a una empleada de 20 años del museo infantil a la había estado acosando. El hombre huyo, pero poco después fue detenido por la policía. Mientras tanto, un joven mentalmente trastornado que había tenido un cambio de palabras con la policía compró unos días después una furgoneta armada en eBay (ofrecida allí como un vehículo apto para “un apocalíptico asalto zombie”, con “portillas para disparar armas” y cristales a prueba de bala “por si alguien quisiera robársela”). Después preparó algunas bombas hechas con unos trozos de tubo de acero, se armó con un fusil de asalto y una escopeta, se dirigió al cuartel de la policía de Dallas, Texas, y lanzó un ataque a gran escala en el lugar. A pesar de que estrelló su furgoneta contra varios coches de la policía, milagrosamente, no acertó a matar a nadie; por fin fue muerto por un francotirador de la policía.

 

Por último, hubo algunos balazos cerca de mi casa: tres jóvenes en Brooklin, Nueva York, fueron tiroteados y heridos en una cancha de baloncesto (conocida por la muerte de un vecino de 13 años a manos de un policía en 1994) del complejo deportivo de un proyecto habitacional). Un conocido mío da clases en ese complejo. La persona que hizo los disparo todavía no ha sido detenida.

 

 

*Es cofundador de American Empire Project y autor tanto de The United States of Fear como de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Dirige TomDispatch.com, delNation Institute.

 

** En inglés, nut, significa –entre otras cosas– chiflado; pero, en plural –nuts– también significa cojones. (N. del T.)

 

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