Diciembre 8, 2024

Iglesia: el poder y la obsesión del pecado

La Iglesia Católica vive obsesionada por el pecado. Y con el pecado.

Si bien la Biblia (Juan El Evangelista) nos habla de que en el principio era el verbo y el verbo era con dios y el verbo era dios, la verdad es que, para la Iglesia, en el principio era el pecado, el pecado sentenció a Adán y a Eva a perder el paraíso y dios vino al mundo para limpiarnos de él. Del pecado original, porque después vinieron los pecados veniales y los pecados mortales, esos que, salvo confesión con sacerdote y su perdón, nos mandan de cabeza al infierno, por toda la eternidad.

 

 

Para la Iglesia, Jesucristo, con su vida y muerte, hace sólo dos mil años, entregó al ser humano la posibilidad de salvarse pero no aseguró la salvación. Por el contrario, los seres humanos, todos los seres humanos, nacen hoy en pecado y del pecado puede salvarse, sólo algo así como un séptimo de la humanidad, a través de las normas que establece la Iglesia Católica (Agustín de Hipona o San Agustín, el primer gran filósofo y teólogo del catolicismo, siglo IV).

Ninguna otra institución religiosa en el planeta sostiene tal teoría condenatoria de la especie.

Sin embargo, algo es algo. El 2005, recién hace diez años, los teólogos vaticanos del Papa Benedicto XVI, habrían establecido el fin del “limbo”, su cierre después de 16 siglos, y algunos de ellos habrían tomado la decisión de que los bebés no bautizados se irían directamente al “cielo”. Los bebés. Los no bebés no bautizados no sabemos dónde. No se salvarán, eso sí, los que se resistan a las enseñanzas de la Iglesia. Eso es seguro hoy: irán al infierno.

Los budistas e hindúes, con toda la brutalidad de algunas de sus creencias, no creen en el pecado al estilo católico ni tienen especiales castas de personas que los conecten con sus dioses. Los musulmanes, haciendo suyo el Génesis, el primer Libro de la Biblia, no creen en el pecado original que afectaría a la humanidad. Los judíos no creen en el pecado original. Los cristianos no católicos no consideran el sacramento de la confesión o penitencia ni el poder exclusivo de los sacerdotes para intermediar con dios y perdonar el pecado.

Para la Iglesia, Adán y Eva fueron víctimas de su pecado; los contemporáneos de Noé -asesinados por dios con el diluvio universal- murieron aplastados por el mar por sus pecados; Lot se salvó entre los suyos, habitantes de todas las edades de Sodoma y Gomorra, porque era el único que no pecaba; Cristo vino al mundo y murió aquí ¿para qué? para limpiarnos del pecado original. Después los pecados siguieron.

Para la Iglesia el ser humano, por el solo hecho de existir, tiene una naturaleza pecaminosa, heredada del pecado original de Adán. El pecado, para ella, es una permanente rebelión contra dios.

La Iglesia enseña que la vida es una etapa (para entrar en la eternidad) en la que irremediablemente caeremos una y otra vez heridos por el pecado, que está en todas partes, a cualquier hora, en cualquier momento, incluso acechando en los instantes más puros y “sagrados”. El demonio empujó varias veces al mismo Cristo al pecado. En el desierto, en la cima del monte, en la cúpula del templo…

Los más obsesionados con el pecado son los personeros del culto, los que no sólo pecan, se comunican intensamente con pecadores día y noche, cuando estos son pequeños, cuando son jóvenes, cuando maduran, cuando envejecen, cuando están por morir, cuando mueren, porque ellos, los sacerdotes, además escuchan el pecado de los demás, lo discuten, lo profundizan, le ven detalles morbosos, y lo perdonan. Viven en medio de las fecas humanas y las escarban Son los únicos que pueden perdonar los más oscuros delitos religiosos y comunes. Y retenerlos, no comunicarlos, porque los pecados son secretos de confesión.

Es tanta la obsesión por el pecado, que los sacerdotes, aunque tratan de espantar a los demonios, conviven con ellos, personifican combates con Lucifer y caen en los pecados. Muchos de ellos son, incluso, poseídos por el demonio. Algunos de ellos tienen facultad de derrotar al demonio encarnado, pero el demonio saldrá de ese cuerpo poseído y se hundirá en el de otro pecador. Los silicios duelen, y la voluntad al servicio del dolor lastima, pero el pecado vuelve con el silicio o sin él. El Papa Paulo VI usaba silicio, como antes Pío V y otros “Sumos Pontífices”. Muchas otras santas y santos también.

El hecho de que, entre nosotros hoy, los sacerdotes no estén obligados a “parar la olla”, preocuparse de su vivienda, de su cuenta corriente si la tuvieran, de sus ahorros y de sus deudas, del servicio social, de la atención a su salud, de su jubilación, del cuidado en su vejez, de sus mujeres e hijos y demás parientes, de la posibilidad de pérdida de su trabajo, de su perfección profesional y, en la cotidianeidad de la vida, del trabajo en la sociedad en la medida en que la sociedad lo demanda, la vida de ellos, a diferencia de la de los demás humanos, está casi por entero dedicada al tema vital y eternamente decisivo del pecado. No tienen en mente otra cuestión importante. Viven para eso.

El siglo XX y el inicio del XXI han sido, para la Iglesia, los siglos preferentes del pecado. El demonio se ha hecho dueño de los conventos y las parroquias, y de sus entornos. Y los pecados se han concentrado en el de la fornicación. El faltar a la pureza y la castidad por el maldito sexo.

En el siglo XX y en el XXI los sacerdotes han cometido, más que nunca, pecados “de pensamiento, palabra y obra” contra el sexto mandamiento. Tal vez por el agotamiento, entre ellos, del heroísmo; la ausencia de la aventura y de la guerra religiosa católicas. Tal vez por el fin de las ideologías políticas ateas que dejó a los sacerdotes occidentales sin la presión de la lucha ideológica. Tal vez por la comodidad de la vida moderna, huérfana de heladas matutinas y abundante en la mesa bien servida de las parroquias y los conventos, que posibilita, más que antes incluso, la presencia del demonio.

La molicie, la lujuria y la gula se han hecho más fáciles. El pecado carnal, más cercano, con la presencia de los niños en las escuelas, las niñas en las parroquias, más enfermos en los hospitales y niños en las casas de acogida, el cine pornográfico, la tv. que enseña directamente el pecado del sexo, la publicidad de “la carne”.

Y no es solo la fornicación lisa y llana. Es la fornicación con personas del mismo sexo, o con niños y niñas del mismo o del otro sexo. Es el abuso.

La particular fornicación de los últimos siglos ha reemplazado, de alguna manera, a la de los siglos de la Edad Media, en que los cementerios de los conventos de monjas estaban repletos de fetos y recién nacidos y en que los Papas solían tener cortesanas a su alcance. Son distintas las condiciones en que viven hoy los curas.

El pecado más condenado por Cristo, el que afecta a “sus pequeños”, campea hoy en EEUU, en Inglaterra, en Irlanda, en Holanda, en Alemania, en África, en América Latina, en Chile, en El Vaticano, en donde sea que la Iglesia es poderosa.

El Santo Padre Juan Pablo II ha sido acusado de, al menos, proteger pederastas. Obispos y nuncios han sido acusados de abusar y fornicar con niños. El Papa Benedicto ha condenado, de palabra, esos excesos. El Papa Francisco dice que los está combatiendo.

La Iglesia está demandada por fieles, allá y acá, ante los tribunales. El pecado, además, sale caro. Mucho más que arrendar prostitutas o prostitutos imberbes, como antes en las noches en el centro de las ciudades o en los márgenes (ya en el siglo IV el Papa Pío V hizo expulsar de Roma a todas las prostitutas). Esas y esos no reclamaban. Ahora hay víctimas y hay juicios.

Por eso la Iglesia chilena, avergonzándose y avergonzando a todo Chile, que la tiene en su seno y que se ha atado además las manos para no reprimir legalmente el pecado transformado en delito común, ha sacado recién, públicamente, una especie de decálogo, no de los mandamientos de dios, sino de los mandatos públicos que los curas pecadores y sus feligreses han de cumplir para frenar la presencia del demonio.

No sé bien lo que dice ese mandamiento vergonzoso, pero no importa el dantesco detalle.

Se puede decir que la Iglesia chilena actual se ha declarado, implícitamente así, una organización para delinquir (tan llena de pecado y de delitos está) y ha normado su interior para aparentar un combate frontal contra los delincuentes. Hay que recordar que Naciones Unidas acusó a la Iglesia de encubrir, no combatir y menos sancionar sus pecados sociales contra la niñez. Esa acusación no ha sido hecha contra otra organización transnacional.

Pero el abuso sexual en la Iglesia seguirá irremediablemente en tanto un grupo de hombres se declare superior a los demás por su poder de intermediar entre los pobres humanos y nada menos que dios, y en tanto sea reconocido entre cientos de miles, varios millones, por tener poderes sobrenaturales (en sociedades modernas) que, por ejemplo, transforman el vino en la sangre del hombre-dios y el pan, en su cuerpo, nada menos. Y tan superior y poderoso que, como institución, acumula un poder terrenal que ninguna otra organización religiosa le discute, tiene un Estado propio en el centro-sur de Europa, como ninguna otra, y relaciones diplomáticas con la mayoría de los estados del planeta. Y la capacidad de vivir permanentemente en el pecado y perdonarlos o, sencillamente, de enviar a cualquiera a los quintos infiernos, echados, según Dante, en la arena ardiente.

El poder de la Iglesia era aún mayor en siglos pasados, cuando ella ordenaba la guerra y la paz, establecía una tiranía brutal sobre los suyos y los otros, maltrataba y mataba a “los herejes”, quemaba en la hoguera a “las brujas” (como Juana de Arco, asesinada en el siglo V y santificada en el siglo XX), poseía estados poderosos y monopolizaba la riqueza y la cultura.

Pero aún ostenta, entre sus feligreses, un poder absoluto.

Cuando uno es tan superior al otro puede hacer con el otro lo que se le venga en ganas, y pagar sólo con la confesión, que está a la mano, para irremediablemente volver a pecar. El ser humano puede llegar a extremos inimaginables.

Pobres hombres los que, hoy día, entregan a otros ese poder. Y más pobres aún los que entregan sus hijos, pequeños y desarmados, en manos de ese poder.

Esta crítica esencial a la Iglesia Católica –la iglesia creada en Judea, Asia Occidental y Grecia, Egipto y el norte de África, y desarrollada en el centro de Italia (siglo IV), en las Cruzadas (siglos XI al XIII), en Trento, Italia del norte (siglo XVI) y en América ya a contar de Colón, no pretende borrar, ni mucho menos, el aporte que sacerdotes católicos excepcionales han hecho en la defensa de seres humanos aplastados por sistemas explotadores y dictaduras. Por el contrario. Nuestra específica humanidad reconocerá por siempre, en el caso chileno, a sacerdotes como Camilo Henríquez, Silva Henríquez y Alfonso Baeza y a las empresas que ellos fundaron y llevaron adelante.

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