Si la queja política y mediática respecto de la idoneidad del profesorado se interesara en el accionar propio de otras profesiones, el resultado –lo aseguro- sería peor. O nos evalúan a todos, o a nadie.
SI usted está leyendo estas líneas significa que sabe leer, y ello se lo debe a un profesor. La aritmética, las primeras letras, las páginas esenciales de la Historia y de las ciencias naturales, la primera literatura y el buen uso del lenguaje… todo ello le fue entregado por una docente, o por un maestro.
Durante décadas, Chile creció guiado por las manos de profesores que entregaron a muchas generaciones el saber necesario para seguir avanzando en las ciencias, en las artes y en las tecnologías. En aquellos años los gobiernos de nuestro país se esforzaban por derramar educación en las antiguas provincias a través de escuelas públicas donde ejercían profesionales de la pedagogía, esforzados, rigurosos, sapientes.
“Gobernar es educar”, dijo un presidente de la república apellidado Aguirre Cerda. Y la construcción de escuelas se expandió a lo largo y ancho de nuestra patria, convirtiendo a Chile en un ejemplo educacional latinoamericano… en una perla a imitar.
Sin embargo, en los últimos años la mano dura del ejecutivo, de los bloques del duopolio, y también la perteneciente a la prensa ‘oficial’, se ha cargado con fuerza sobre los docentes, a quienes el Estado y la sociedad les endilgan un cúmulo de acciones que definitivamente no corresponden ser realizadas por ellos, pues le quitan al profesorado preciosas horas que este debe dedicar a la actividad única que, por excelencia, corresponde a los profesionales de la educación, cual es la enseñanza de materias, de programas de estudio, de contenidos y de información académica… y por ningún motivo hacerles responsables –dentro de la sala de clases y del establecimiento educacional- de labores y acciones que pertenecen a otras profesiones, a otras técnicas, como son las cuestiones psicológicas, sociológicas, morales, médicas, etc., pues para realizar tales actividades existen psicólogos, sociólogos, curas, pastores y médicos que se han preparado para esos efectos.
Por tanto, exigir a los docentes asumir tareas y responsabilidades que están fuera de su campo profesional, significa –en estricto rigor- que quien da esa instrucción (en este caso, quien administra el Estado Docente) es un ignorante con mayúscula…o un politicastro obedeciendo instrucciones de capitalistas interesados en agenciarse esa área del quehacer nacional para convertirla en un boliche económicamente fructífero.
En el supuesto evento de que el lector desconozca la situación de amarga crítica a la calidad de la docencia en Chile, resulta oportuno avisar que si la queja política y mediática respecto de la idoneidad del profesorado se interesara en el accionar propio de otras profesiones, el resultado –lo aseguro- sería peor. Esa investigación se toparía cara a cara con ingenieros cuyos puentes colapsan a la primera inundación, con médicos que pierden bebé y madre en los partos…con arquitectos que construyen edificios que se derrumban con un sismo de mediana intensidad…con economistas que fracasan ante la primera crisis…y así ocurriría con todas las profesiones.
Veamos cuán cierto (o cuán falso) es lo que se afirma en este último aserto.
El nuestro es un país proclive a experimentar fuertes ramalazos propinados por la madre natura. Deberíamos, por tanto, usar la extensa experiencia obtenida a lo largo de siglos en esos avatares a objeto de prever desaguisados mayores. No obstante, basta que sobre ciertas zonas de la nación se deje caer un aguacero significativo para que algunos puentes y carreteras queden inutilizables en el más breve plazo. Entonces, la autoridad del momento ordena cerrar tales o cuales vías al paso de vehículos, y utilizar –por ejemplo en la zona norte de nuestro territorio- los históricos y viejos puentes construidos a base de piedras por el imperio inca, los cuales resisten desde hace 500 o más años los embates de la Pachamama sin inmutarse. ¡Vergüenza para nuestros ingenieros que ostentan, soberbios, maestrías y doctorados!
Capítulo aparte merecen economistas e ingenieros comerciales, pues la Economía –como profesión universitaria, y en cuanto actividad amparada por la política contingente- es una ciencia social. No es una ciencia exacta; sobre ella se puede opinar libremente con ideas subjetivas, aunque de preferencia es sano y recomendable hacerlo con buena información mediante. Las matemáticas, en cambio, son exactas, por lo cual tener opiniones discrepantes al respecto resulta, a lo menos, discutible, y en honor a la verdad, Economía y economistas aplican números y porcentajes a una ciencia social que, a fin de cuentas, tiene tanto de exactitud como el pronóstico de una relación sentimental de adolescentes.
¿Cuántos pueblos y naciones han desfallecido pobres merced a acciones y predicciones de esa ciencia llamada Economía, cuya eficacia queda retratada fidedignamente en las siguientes opiniones?
“Tanto depende la Economía de los economistas, como el clima de los meteorólogos” (anónimo). “La Economía mundial es la más eficiente expresión del crimen organizado” (Eduardo Galeano).
¿Y qué podemos decir de otros profesionales de “alto nivel”, como los médicos? Tal vez el relato de un hecho de la vida real sirva mejor que cien explicaciones.
Durante una impostergable visita al Hospital Regional de Rancagua, asistiendo a un control médico, sentado junto a unas cuarenta personas en la sección de traumatología, hube de esperar más de cuatro horas para ser atendido. Lo mismo ocurrió con el resto de los enfersmos, muchos de ellos pertenecientes a la tercera edad. Mientras tanto, algunos médicos deambulaban por los pasillos sin prestar mayor interés hacia quienes no sólo eran sus pacientes sino, además, proveedores. Con evidente desinterés en las urgentes necesidades de esos seres humanos que les miraban con cándida esperanza, los doctores ingresaban a sus respetivos boxes de cuando en cuando, para nuevamente salir a dar un largo rodeo social por el lugar.
Respecto de cobros abusivos, diagnósticos errados, intervenciones quirúrgicas fallidas (otras innecesarias, con exclusivo objetivo comercial), asociación ilícita con laboratorios, etc., etc., también sería posible inundar los tribunales con demandas justificadas… y en cuanto a muchos médicos extranjeros trabajando en el sistema público, la historia es aún peor.
Continuando con el tema, de los abogados podríamos llenar páginas completas, pues bien sabemos que entre ellos, en la administración pública (incluyendo a muchos municipios), hay una extensa patota de “tinterillos” ganando fácil y buen dinero mensualmente, pero que, en justo rigor, sirven para maldita la cosa pues flotan en un cargo como nubes sobre el valle. Burócratas, mentirosos, aprovechadores, ineficaces e ineficientes…pero, ahí están. Pegados a un escritorio como lapa a la roca. Y para colmo de males, algunos ingresan al mundillo político y se convierten en parlamentarios. Que Dios nos pille confesados.
Sin embargo, la cuestión es darle duro a los profesores; total, los docentes carecen de poder económico y/o legal para imponer su verdad. A las pandillas políticas les resulta fácil convencer a la gente con una mentira reiterada, culpando a los educadores de la mala calidad de la educación pública, escondiendo un asunto que a todas luces desmiente sus dichos.
En muchas comunas, los colegios particulares (alabados por la prensa y los políticos) seleccionan severamente a los alumnos que desean ingresar, lo que les asegura un alto rendimiento como promedio, cuestión esta última que en gran medida resulta ser producto del accionar de buenos profesores. Pero… esos colegios particulares también tienen en sus planteles a docentes que trabajaron o trabajan en escuelas y liceos municipalizados. ¿Entonces, cómo explicar lo inexplicable?
El problema pareciera no estar siempre radicado en el maestro, sino principalmente en el Estado Docente (MINEDUC y gobiernos), que no logra equipar de manera adecuada a centenares de establecimientos fiscales a lo largo del país con buenas y dignas salas de clases, gimnasio, tecnología computacional de punta, biblioteca con textos acorde a los programas, patios amplios, y cursos con un número de estudiantes igual o inferior a 20, y no con salas atestadas de jóvenes, superando los 45 alumnos, como sucede en todos los establecimientos municipalizados que se ocupan de la educación básica.
Es bastante el paño a cortar en estos temas, sin embargo sólo a los profesores se les carga la mata, y aunque la evaluación a los docentes es cuestión necesaria que satisface al país, queda danzando en el aire la pregunta del por qué únicamente a ellos se les exige ponerse a prueba cada dos años, y no sucede los mismo con el resto de profesionales y técnicos que habitan en la administración pública.
A esos profesionales, ¿quién los fiscaliza? Más importante aún, ¿quién evalúa sus desempeños? ¿Por qué para ellos no existe un ‘portafolios’ ni evaluadores pares qué midan y registren cómo hacen la pega, cuáles son sus reales conocimientos pertinentes a su profesión, cuales son los resultados concretos de sus trabajos y cómo atienden al público? ¿Por qué no se consulta la opinión de los usuarios respecto del accionar de esos profesionales, tal cual se hace con los alumnos en relación a sus profesores? ¿Por qué todo lo dicho aquí no ocurre? Lo justo es la tabla rasa. O nos evaluamos todos, o no se evalúa nadie.