Ningún proceso constituyente puede hacer pie en la misma casta que ha traído las cosas hasta aquí. Un verdadero proceso que intente cambiar algo debería partir por sacar a esa elite que ahora intenta salir de su callejón mediante algún arreglín cupular.
El anuncio presidencial de iniciar un proceso constituyente a partir del mes de Chile es una manera no tan elegante de ganar tiempo.
Las propuestas que recogió la presidenta del Comité Asesor Contra la Corrupción, el Tráfico de Influencias y los Conflictos de Interés no tiene otro norte que detener el rumbo incierto al que lleva la ola de corrupción que ha sido develada en el último tiempo, pero que ha operado de manera sistemática desde siempre.
Hace crisis un modo de entender la política como un medio de ascenso social y económico de la nueva oligarquía para la cual no resulta un agravio la existencia de fortunas que se hicieron a partir de la dictadura y una extendida pobreza.
En todo su reinado la Concertación no tuvo mayor interés en cambios radicales. El intento de Ricardo Lagos del año 2005, momento en que firmó la constitución “que ya no dividiría a los chilenos”, otro de sus sonados fracasos, fue un malabar que aparentó un cambio que no tuvo ninguna o muy escasa repercusión.
Poco se dice, salvo los reclamantes de siempre a los que nadie parece escuchar, que en el fondo, el sistema que define la actual constitución ha hecho pebre la vida de millones, para el efecto morboso de hacer un par de decenas de multimillonarios de gama mundial.
Y para ese efecto aquellos sectores que alguna vez declararon su amor por la causa del pueblo, decidieran recoger cañuela y buscar aleros más confortables y menos vapuleados. Y en un abrir y cerrar de ojos, le encontraron cierta razón al mercado en un momento en que el mundo abjuraba del comunismo y en donde los experimentos socialistas medio vivían al tres y al cuatro.
Así se llegó entonces a lo que hoy conocemos como el más exitoso capitalismo en el más desigual de todos los países.
Esa tensión, agudizada por sectores sociales que exigen ciertas reivindicaciones tuvo la virtud de modificar la agenda imparable de los gobiernos que debieron hacer caso a lo que se expresaba en las calles por años: un pulso popular que ya sobrepasaba lo controlable.
En ese contexto, y casi por el concurso de la serendipia, revienta el saco de la codicia. Y la avalancha de acusaciones de sinvergüenzuras, ilegales y de las otras, deja en claro que el esqueleto en el que se sustenta el entramado jurídico de todo lo que hay fue financiado por las grandes fortunas, sobre la base de comprar o arrendar a prácticamente todo el espectro político.
No es una especulación irresponsable afirmar que las leyes a las que se opusieron solo sus víctimas: pobladores, trabajadores, pescadores, estudiantes, fueron compradas para beneficio de los ya poderosos millonarios.
Se descubrió, en suma, que el sistema político ha estado en manos de quienes pudieran pagar sus servicios, y esos traspasos se hicieron mediante el expediente de robar al Estado mediante una aplicada esgrima de chamullos.
País de paradojas, cataclismos y rarezas, las propuestas presidenciales que dicen buscar arreglo al desaguisado deja en manos de la misma cleptocracia que nos trajo hasta aquí, la labor de cambiar las cosas.
De paso, se intenta una joya de las paradojas: que los partidos políticos, esas maquinarias de pungas, verdaderas mafias de poder y del arreglín, las instituciones más desprestigiadas de cuantas hay, sean ahora financiadas por sus víctimas.
En palabra simples: el Estado les dará lo suficiente para que no roben. Por un mínimo sentido de lo justo, ese mismo subsidio debería darse a todos los ladrones del país. Se ampliaría la democracia y de paso, bajaría la tasa de la delincuencia.