Diciembre 6, 2024

Jaque al rey (o a la reina)

En Chile tenemos una monarquía electiva, por cual todos los poderes recaen en el presidente o presidenta de la república pues, en el fondo, el parlamento bicameral es insubstancial en nuestro esquema político. Si hubiésemos contado con un sistema parlamentario o semipresidencial, la crisis institucional actual tendría una salida lógica: bastaría con sacar al Primer Ministro y, a continuación, disolver el parlamento y convocar a nuevas elecciones.

 

 

En el presidencialismo latinoamericano, el presidente de la república y el parlamento emanan de la soberanía popular, en consecuencia, ningún poder puede disolver al otro, se colige, entonces, que al no existir ningún fusible – como el primer ministro – la tan repetida salida institucional que pregonan por doquier los integrantes del gobierno, no existe.

 

En el caso chileno tendríamos que considerar, además, que nos rige una Constitución pétrea e ilegítima en su origen y ejercicio – por mucho que lleve la firma del ex Presidente Ricardo Lagos y sus ministros – y que, a diferencia de la francesa, por ejemplo, la chilena no tiene ninguna salida para dar solución a la crisis institucional, como una llamada a la decisión soberana de los ciudadanos – plebiscitos y referendos, instituciones propias de la democracia moderna, incluidos en las Cartas Magnas de muchos países de América Latina y del resto del mundo -. Sin ir más lejos, la Constitución chilena de 1925 incluyó el plebiscito para resolver los conflictos de poder entre el Ejecutivo y el Parlamento. Sería muy oportuno recordar a los democratacristianos que se oponen a la Asamblea Constituyente, que su líder, Eduardo Frei Montalva propuso una serie de plebiscitos cuando contaba con una mayoría en una de las ramas de Congreso, que superaba ampliamente el arbitraje entre poderes del Estado.

 

La corrupción, por cierto, no es propia de un sistema político determinado, pues se da tanto en el parlamentarismo – véase España e Italia – como en el semipresidencialismo – por ejemplo, el caso de los boletas ideológicamente falsas de Nicolas Sarkozi, – como también en los regímenes presidencialistas latinoamericanos – es el caso de Brasil, Argentina y Chile en la actualidad -.

 

Que los parlamentos, en general, sufran el rechazo popular, es algo de común ocurrencia en casi todos los países del mundo. En el caso chileno, basta leer, así sea someramente la historia para constatar el número de veces en que el pueblo ha pedido “a cerrar, a cerrar, el Congreso nacional”, protesta cuyo antecedente más actual se remonta al “tanquetazo”, días antes del golpe militar de 1973.

Al parecer, aquellos ciudadanos que eran renuentes al llamado a un plebiscito para convocar a una Asamblea Constituyente, están convenciéndose que esta es, hoy por hoy, la única salida institucional a la grave crisis moral que nos afecta a todos y que amenaza a la muy débil democracia que tenemos – si es que la podemos denominar de esta manera -.

 

Es cierto que la plutocracia chilena en el poder es muy conservadora y, en consecuencia, va a costar mucho esfuerzo dialógico para hacerla comprender que la Asamblea Constituyente es consubstancial a la democracia moderna – desde la independencia estadounidense hasta nuestros días – y que el caso chileno, en pleno siglo XXI, es una anomalía histórica, es decir, es un país anormal.

 

Es lógico que en una monarquía presidencial electiva absoluta, sólo el rey o la reina sea el único personaje que tenga el poder suficiente para liderar la salida a una crisis. En nuestro caso actual, lo más grave es que la Presidenta Bachelet está inmovilizada a causa del drama ocasionado, especialmente, por la “frescura” de su hijo y nuera.

 

Antes de asomar ante la opinión pública los graves escándalos desde las privatizaciones de Pinochet, cientistas políticas, periodistas y opinólogos, podríamos haber creído, ingenuamente, que todo el poder político residía en el monarca de turno, pero cabría preguntarse si el mando hoy lo tiene el Ejecutivo o, verdaderamente, lo detentan los controladores del Grupo Penta, SQM, dirigido por Julio Ponce Lerou y sus recalcitrantes pinochetistas del directorio de las más grandes empresas en salares y depósitos no metálicas del mundo.

 

En 1910 el educador Alejandro Venegas, muchos años antes de que el historiador Hernán Ramírez Necochea escribiera su famosa obra Balmaceda y la contrarrevolución de 1891, sostuvo la tesis sobre la existencia del soborno a parlamentarios por parte del rey del “rey del salitre”, John Thomas North, y hoy, más de una siglo de estos acontecimientos que desangraron a Chile, nuevamente los dueños de las grandes empresas se han comprado el poder político a su antojo, convirtiendo la democracia electoral en una democracia bancaria, lo cual hace muy difícil que el poder político recupere la legitimidad moral, imprescindible para el funcionamiento cabal de una democracia que pueda tener el nombre de tal.

 

Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)

07/04/2015

 

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