El enriquecimiento ilícito, la codicia y la soberbia desde siempre han caracterizado a los poderosos empresarios y multimillonarios de Chile. Las excepciones a la regla son demasiado fortuitas y no logran desmentir esta patética realidad. Las grandes organizaciones patronales no son más que meros cenáculos para el conciliábulo de los delincuentes de cuello y corbata, como el país bien los identifica. Entidades donde se concertan para su defensa corporativa, para apoyarse en su común voluntad de burlar las disposiciones tributarias; para escatimarle a los trabajadores el salario justo y sus derechos sindicales; sobornar a los políticos y jueces de turno, cuanto perpetuar ese rimbombante “estado de derecho” que, al menos en Chile, no es más que la Constitución y las leyes que les dictó la Dictadura para garantizarles sus insultantes privilegios.
Bajo pretensiones como la de ser los “agentes de la producción y el desarrollo”, los creadores de la riqueza nacional, los generadores del trabajo, estas asociaciones se constituyen en el principal grupo fáctico del país y son los que determinan lo que hace en la política y los que digitan las resoluciones de muchos jueces y tribunales. Por extensión, el Tribunal Constitucional y otras instancias como ese supuesto velador de la Libre Competencia son sus brazos judiciales superiores cuando surge una denuncia justa o un magistrado digno osa inculparlos y sancionarlos. Afectarlos en su absoluta impunidad.
Todo lo acontecido bajo el alero del Consorcio Penta o Soquimich en realidad era plenamente previsible y reconocido por muchos. Tal como hace algunos años todos pudimos presenciar la compraventa millonaria de universidades mediante procedimientos que violaban flagrantemente la Ley. Al igual como en el pasado, los mismos sujetos “se hicieron” a precio vil de las empresas del estado y se apoderaron de los fondos de las pensiones, incrementando su peculio personal, además, con nuestras cotizaciones de salud. Solo la impudicia política y el libertinaje de que han gozado estos grandes operadores empresariales explican la pavorosa concentración de la riqueza y de los mercados. Comprometiendo, incluso, a nuestras fuentes de agua, reservas mineras estratégicas y hasta las farmacias y productores de alimentos. Es Chile entero el que está privatizado en sus yacimientos, manantiales, bosques y lo que queda de nuestros recursos. De la misma forma en que hoy La Moneda y el Parlamentos le están cautivos a los poderosos.
Debemos decirlo con franqueza: el pecado original es sin duda de Pinochet y su legado institucional. Sin embargo, después de 25 años de posdictadura, tal responsabilidad ha sido por completo suplantada por sus herederos en el Poder Ejecutivo y por quienes vinieron a calentar asiento indefinido en el Congreso Nacional. A causa de los partidos políticos que abandonaron en corto tiempo su vocación socialista, evangélica, popular y humanista para convertirse en maquinarias electorales, en referentes completamente desideologizados, en las verdaderas guaridas de quienes ya no tienen otra ambición que aspirar con cada elección a la repartija de prebendas fiscales administrada desde las cúpulas. Siempre desde la penumbra de sus voraces apetitos y arrodillados, como se los ve, ante el poder real de los dueños de Chile y de los pocos y poderosos medios de comunicación que éstos subvencionan en el propósito también de corromper la conciencia social, sembrar la apatía popular y aplastar cualquier forma de disidencia con el orden construido.
Qué repugnante resulta observar en los progresistas o revolucionarios de ayer sentados en los directorios de los bancos, retratados en las páginas sociales de los diarios y limosneando lisonjas y algunos denarios un poder empresarial que, para colmo, ni siquiera se mete la mano a su bolsillo para financiarles campañas electorales y garantizarse leyes, optando por robarle al propio Fisco lo que le reparten a sus sojuzgados parlamentarios, ministros, alcaldes y otros “representantes del pueblo”.
Una conciencia social que demora en despertar pero que ya da sus primeros frutos en la indignación, en el deseo y el voceo callejero para se salten de sus cargos los cómplices de la política. Para que el país pueda avanzar en la recuperación de lo que se le ha expoliado. Ojalá en un radical como auténtico proceso de cambios que es lo que debiera derivarse de un tiempo tan prolongado de abusos y frustraciones. Para derribar un sistema que, como sabemos, fue fundado con el bombardeo criminal de nuestro Palacio Presidencial y en la sangre derramada por miles de chilenos. Para luego ser consolidado y hasta sacralizado por el dinero sucio y el cohecho ejercido por sus sostenedores. Para los que efectivamente ganaron la guerra después de que el Dictador dejara La Moneda por sus propios pasos, se convirtiera en colega de los nuevos legisladores y fuera salvado por los gobiernos de la Concertación de un juicio universal que prometía ser ejemplar.
Los escándalos sucedidos deben alertar al país de un nuevo conciliábulo cupular entre la clase y la casta política que ya orienta sus pasos a esta posibilidad bajo la impostura de sus principales actores. De quienes en medio del caos y la desconfianza se atreven a proclamar que aquí no hay chilenos “de primera o segunda clase”. Y que las “rectificaciones” es posible lograrlas desde el orden institucional vigente.