Diciembre 26, 2024

Parece que nos equivocamos

No me he equivocado en que los más pobres y los más débiles tienen derecho a cambiar su vida. En que los que lo tienen todo no lo han logrado solo con el esfuerzo de su trabajo. Tampoco al jurar que persistiré hasta el fin de mis días en hacer algo, aunque sea poco, por lograr una sociedad más justa y humana. Es decir, cuando me di cuenta que algo andaba mal en el mundo, algo andaba realmente mal y no me equivoqué cuando decidí que había que tratar de cambiarlo. Pero en todo el resto me equivoqué.

 

 

Lo hice cuando en los años 60 discutí interminablemente si la nueva sociedad se conseguiría con el asalto al poder que harían las masas insurrectas, a la manera de la Kolontai en el Palacio de Invierno, o a través de una guerra popular y prolongada al estilo de Marulanda en Colombia. Buscaba la alternativa más ortodoxa y apegada a los principios, sin dar ni siquiera una mirada a las dificultades de cualquiera de las dos alternativas, independientemente de si las apoyaba Lenin, Mao o Ho Chi Minh. Todo parecía lógico y mágico, porque teníamos la razón, representábamos a la vanguardia preclara y la clase obrera no tenía nada que perder, solo sus cadenas. Cualquier idea en torno a que las condiciones de vida de los más pobres podían ir mejorando poco a poco era reformista, revisionista y por tanto traidora.

 

Cincuenta años después hemos comprobado con dolor y muchas muertes, que no existen las vanguardias preclaras y que la lectura de manuales o textos teóricos no nos hace poseedores de la verdad absoluta. Más aún que las minorías que se arrogan la verdad o que se adueñan de los triunfos revolucionarios, luego se enquistan en el poder, se apropian de lo que no les pertenece y reproducen los mismos vicios contra los que previamente habían luchado. Hemos entendido con sangre, que la violencia, esa que era la maravillosa partera de la vieja sociedad que llevaba en sus entrañas otra nueva, se lleva adelante con armas de fierro y que los que las poseen, inevitablemente las usan, o amenazan con usarlas, contra todos los que se les rebelan.

 

Nos hemos dado cuenta que esa democracia burguesa que tanto despreciamos y que aún rechazamos por ser abominable, es mejor que la dictadura más blanda, incluso que la dictadura del proletariado que iba a ser transitoria para dar paso a nuestra sociedad ideal, libre y sin clases, donde desaparecería la explotación del hombre por el hombre. Para nosotros era menos dictadura al ser de la mayoría sobre la minoría. Minoría solo formada por los grandes propietarios. En nuestra inocencia no pensábamos que a los dictadores no les gusta ser transitorios, aunque sean proletarios y que la aceptación de una nueva sociedad, al igual que la toma del poder, no es un momento, sino un proceso lento, donde la búsqueda de consensos, de ensayos y errores y de acuerdos es fundamental. Y eso lo hemos comprobado con inmenso dolor.

 

Nos equivocamos al pensar que la transformación más profunda de la historia estaría llena de momentos y que la estatización de los medios de producción traería como consecuencia todos los cambios que necesitábamos. Nunca pensamos en profundidad, ni en Chile, ni en el mundo, que la estatización no restituye los derechos de las etnias, no otorga la igualdad a la mujer, no lleva consigo el respeto al medio ambiente, a la diversidad sexual. Esta última probablemente era un vicio pequeño burgués. Con todo eso en mente pensábamos que el Presidente Allende tenía que avanzar más y más rápido. Solo unas pocas armas y la fuerza de nuestras convicciones eran suficientes para derrotar a las Fuerzas Armadas, a los grupos económicos, al capitalismo salvaje acechante desde los países hegemónicos para superar los avances que venían logrando en el planeta las fuerzas del cambio y de los asalariados organizados. El único obstáculo para la victoria final era el reformismo de nuestros compañeros y de los más cercanos al Presidente. La pureza teórica garantizaba la victoria total.

 

Recordando esos años, a los compañeros muertos, viendo a muchos decepcionados o quebrados, en Chile, Cuba, Nicaragua, en los ex países socialistas, no me cabe duda que estuvimos muy equivocados, pero elaboramos los mejores diagnósticos. Estos son mucho mejores en el siglo XXI, más amplios, informados y flexibles y también nos permiten concluir que, ahora más que nunca, debemos cambiar esta sociedad definitivamente cruel y salvaje. Pero ello continúa siendo difícil, quizás mucho más. Un asalto al poder mediante la violencia es inconcebible. Ya nadie cree en las vanguardias y, nuestra fuerza motriz, la clase obrera, está desapareciendo sistemáticamente por el avance tecnológico.

 

Por otra parte, los amantes del capital, los que poseen fortunas personales mayores a los ingresos totales de un solo país, los de los records de FORBES, han logrado construir un sistema tan globalizado, totalizador y rígido, que un asalto al poder no les haría ni cosquillas. Eso lo vemos crudamente en la práctica efectiva de los gobiernos que están pregonando construir el socialismo.

 

Pero, vivir recientemente en Nicaragua, me ha enseñado mucho y me ha mostrado un camino posible. No un camino para hacer una revolución, ni para crear de un día para otro una sociedad donde no haya esclavos ni hambrientos. Menos para construir un paraíso para toda la humanidad. Pero, un camino para ir mejorando poco a poco la vida de los más pobres. Un camino que vaya creando desde sus bases una “economía social y solidaria”, donde el primer elemento requerido para su construcción, es la organización popular. La experiencia de los diez años de revolución sandinista, no ocurrieron en vano y la organización allí lograda se multiplicó y autonomizó políticamente después de la derrota del sandinismo. El fin de la guerra y el cambio a la nueva situación de menor protección desde el estado dio nuevos bríos a diversos sectores para luchar contra la exclusión que trataban de imponer los gobiernos liberales. La organización fue múltiple en variedad y cantidad. Apoyados económicamente por ONGs internacionales aparecieron movimientos que luchaban por la tierra, de indígenas, mujeres, desmovilizados de la guerra. Movimientos por la protección del medio ambiente, por los derechos de las trabajadoras sexuales, contra la violencia de que es víctima la mujer, por la igualdad, la no discriminación, la soberanía alimentaria. Dentro de todos ellos se ha destacado el movimiento cooperativo que ha aparecido en todos los sectores de la economía y en todas las localidades del país. Se podría concluir que el regreso del sandinismo al poder en 2007 fue obra de todos los organizados que luchaban por diferentes derechos y se coordinaban para desafiar el sistema.

 

Desde 2007, con un Frente Sandinista que se define como Cristiano, Socialista y Solidario y un Gobierno de Reconciliación Nacional, los nuevos gobernantes dialogan con los que lo llevaron a la guerra, flexibilizan sus definiciones y tratan de construir algo nuevo desde los consensos nacionales. Sin embargo, nada de eso tendría un valor permanente, si no hubiese organización popular. Una organización de movimientos que se desarrollen, coordinen entre sí y que poco a poco vayan obteniendo reivindicaciones parciales y avanzando hacia una nueva sociedad.

 

¿Por qué en Chile, en vez de solo concentrarnos en las elecciones cada cuatro años, no pugnamos por desarrollar y potenciar más nuestras organizaciones de base? ¿Por qué no nos acercamos más entre regiones, saliendo del centralismo enfermizo? ¿Por qué no unimos las organizaciones existentes en coordinaciones nacionales?

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