La periodista Olga Dragnic murió de cáncer, en el mismo apartamento de Las Palmas que compartió con su compañero y colega, Federico Álvarez. Se completa asi el fin de una época marcada por este matrimonio clave del periodismo venezolano del siglo XX: generaciones de egresados de la Universidad Central de Venezuela aprendimos de y con ellos una conjunción imborrable de técnica, rigor y ética.
Imposible pasar este momento sin rememorar el día que la conocí: Escuela de Periodismo, siete de la mañana, primera clase de Periodismo Informativo II. Una mujer blanquísima, flaca y fumadora, de párpados caidos, brazos largos y manos grandes, que empezaba su clase advirtiendo lo que no había que hacer. Y lo primero que no había que hacer era recurrir a los lugares comunes.
Lo fácil es difícil. A los pocos días, los resultados del primer trabajo: todos raspados, creo, menos Martha Kornblith, que era poeta, y melancólica, y era incapaz de escribir lugares comunes.
Y asi pasaron los semestres, y ella exigente, implacable, y siempre disponible. Y nosotros entendiendo de a poco el oficio, que es por naturaleza el oficio humilde, y casi siempre mal pagado, de saber escuchar, observar e interpretar. Que los datos, nombres y fechas no son azares. Que quien se digne leernos, merece ese mínimo respeto. Que una historia debe ser honesta desde la primera mirada.
Luego, con Federico, en Periodismo Interpretativo aprenderíamos que los hechos son parte de procesos históricos, que sin contexto no hay historia posible, que para un periodista hablar por hablar -o escribir para llenar páginas, que es lo mismo- es de vagabundos innobles. Que si bien el llamado periodismo objetivo que nos impone la prensa comercial no existe, tampoco es coartada para marramucias.
En ese periodismo del duo comunista Dragnic-Álvarez habia amplio espacio para abrazar las mejores causas, como jugársela por el pueblo, por ejemplo, pero -eso sí- con “mucho fundamento”. Con ellos se aprendía lo mismo para hacer periodismo revolucionario que neoliberal. Eso lo resuelve cada uno con su pensamiento. Lo que no se aprendía, era a acomodar la realidad.
Rigor, le llaman. Porque al final final, la verdad es siempre revolucionaria ¿O no?
Dudo por tanto, que no sientan un bilioso reflujo de pena y culpa los ex pupilos de Olga y Federico que hayan abandonado el rigor, en función de lo que perciben como su tarea urgente en este período. Sea para defender el proceso bolivariano, que para destruirlo. Porque lo aprendido no se desaprende, pero sí se puede traicionar.
Incómoda fue Olga, sin duda, porque al mismo tiempo que nunca se equivocó de trinchera -siempre al lado del chavismo- tampoco desaprendió sus propias enseñanzas y experiencia profesional. Y raspaba. Tal y como hacía en las aulas de la vieja Escuela, rodeada de jardines, desde donde observaba -y participaba en- la agitada historia venezolana. Hasta esta madrugada de su muerte, un sólido 08 se llevaba en el bulto lo mismo un perezoso revolucionario que uno golpista, sin contemplaciones.
Dragnic llegó a Venezuela por amor, desde Chile. Y a Chile llegó adolescente, por necesidad, con su familia, desde Yugoslavia. Un levísimo acento delataba su lengua natal. Entró a estudiar Periodismo en la Universidad de Chile sabiendo muy poco castellano, y en esa escuela -en su primera generación- conoció a Federico Álvarez, un joven comunista exiliado de la dictadura de Pérez Jiménez. Una pareja tan dispareja como estable.
Federico Álvarez le ofreció a la joven enamorada un estupendo destino: Caracas, convulsionada en los 60 por los alzamientos y la represión adeca; y una emocionante vida de acción: pronto sería él un preso de la democracia puntofijista, y ella sola sosteniendo el barco con su pequeño hijo Max.
No venía desarmada para tales desafíos, la joven Dragnic. Su madre había sido parte del ejército partisano de Tito y conservó hasta su muerte no sólo la bandera yugoslava con la estrella roja, bordada a mano en la clandestinidad, sino tambien su pasaporte yugoslavo. Fue posiblemente la única persona en el mundo a quien un exasperado cónsul croata prefirió renovar el pasaporte de un país inexistente, que seguir escuchando la perorata de la anciana revolucionaria de voz atronadora.
Murió pues, Olguita, profe, fumadora, con sus brazos flacos, sus párpados caidos y sus manos eslavas, en el viejo apartamento siempre igualito a como cuando estaba Federico. Murió, y yo tan lejos, carajo.