Pedirle al corrupto que deje de serlo –sin ofrecerle nada a cambio (¡qué paradoja!)–, o que renuncie a los privilegios mal habidos, es igual de ingenuo e irrisorio que pedirle al perro que deje de ladrarle al cartero, sin que medie su respectiva recompensa. A ambos los mueven impulsos (instintos) incontrolables, espontáneos. Uno, a partir de su esquizoide avaricia del “tómalo todo”; el otro, enceguecido por la rabia, cabalgan sobre la misma convicción: el mundo me pertenece. El corrupto actúa desde su trastocada escala valórica, donde, por ejemplo, una pregunta periodística, es un ataque artero; una investigación institucional, es una persecución personal; un acto delictivo, es una equivocación involuntaria. Por su parte, el perro –independiente de su raza y condición socioeconómica– ladra porque es un estúpido arrogante e inconsciente.
El corrupto se ve a sí mismo como un ser honesto, preclaro, inmaculado, que no comete ilícitos; lo mismo el perro, quien se siente el guardián del hogar. El corrupto no delinque, comete errores. El perro no molesta, vela el sueño de su amo. Si nadie descubre sus chanchullos, el corrupto puedo seguir haciéndolos. Si el perro no muerde al cabro chico hinchapelotas de la casa, puede seguir viviendo tranquilo. “Nada ni nadie podrá impedírmelo”, es la antífona a coro de este par.
Desde el delirio del corrupto, su actuar nunca es concebido como acción delictiva. Sin embargo, al verse sorprendido, su explicación siempre es la misma: puede haber un error involuntario, un descuido torpe, una desprolijidad inexcusable, una falta nimia, una equivocación infantil, pero, ¡por favor!, jamás un delito. El perro le ladra al cartero desde su clasismo canino territorial. “Cachupín” percibe como amenaza real al hombre de la bicicleta, pero su rabia está exenta de toda maldad. ¿En qué se asemejan la corrupción política y el ladrido perruno? Ambos tienen la virtud de meter bulla y de causar escándalo, pero sin mayores consecuencias negativas para ellos. Sólo regaños.
¿Qué se puede hacer para erradicar la corrupción política (y la bulla perruna)?, ¿cuál sería la respuesta proporcional del desencanto ciudadano frente a la irrupción incontrarrestable del dinero en la política, sino la reivindicación popular mediante una revolución?, ¿acaso en Chile ya no hubo una en el pasado seguida por una sangrienta dictadura, como para no haber aprendido la lección?, ¿dónde está el límite de la paciencia de gobernados alienados y el abuso de gobernadores corruptos?, ¿dónde está la frontera de la amnesia y la memoria colectivas?, ¿por qué empujar el país al despeñadero?, ¿alguien asumirá mañana la responsabilidad de un nuevo quiebre democrático, producto de la tensión extrema?
A la luz de los hechos –donde un senador interpreta en cámara un evidente delito financiero como un “mecanismo irregular” de aporte a su campaña electoral– es bien poco y nada lo que se puede hacer contra un sistema de financiación enquistado en la política, sin que se vislumbre otro camino menos turbio. Nada se puede hacer contra la actual corrupción, toda vez que hoy ella cuenta con credenciales de decencia y aceptación transversal, excepto seguir aceptándola con su hedor, tal como se viene haciendo desde hace 25 años, cuando se optó por esta democracia raquítica e imperfecta, maloliente, que acabó prostituyéndose frente a los directorios empresariales; al cabo, una democracia de estándares precarios. Vulnerable.
Por desgracia, no queda más que legalizar la corrupción –si es que en la práctica ya no se ha hecho–; asumir de una vez por todas que ella es inherente al ejercicio público, y que nada se puede hacer para cambiar las cosas, porque la democracia sucumbió al poder económico. No resta sino permitirle a la corrupción chilena que siga dotada de esa institucionalidad acartonada y purista, que tanta satisfacción le provoca a unos pocos, y tanta desilusión y desgano a la mayoría; que siga ataviada de esa formalidad cursi y desvergonzada, e inútil; no queda más que maquillarla con la pompa ceremonial de la democracia violada, y llevarla de las escalinatas del Congreso a las de la Catedral, de La Moneda a la Parada Militar; vestir a los corruptos de smoking y sentarlos a todos juntos en la mesa del poder, como grandes señores de la moralidad, para que sientan que lo consiguieron por sus méritos, sin la ayuda de financistas invisibles ni mecenas encubiertos, y luego, encomendarles a estos tarados grandes tareas legislativas que despejen su camino, y les permitan avanzar sin tropiezos hacia la riqueza y el desenfreno, como patricios, hasta que el país arda en las llamas de una revolución que se deja sentir como remedio; llamarlos, aunque resulte vomitivo, “honorables”, aunque sean deshonestos y despreciables; pagarles buenos sueldos… no, mejor, otorgarles dietas generosas con cargo al Fisco, viáticos gordos, pasajes aéreos para que recorran el mundo entero, financiarles asesores que lean y escriban por ellos, secretarios, oficinas dentro y fuera del Congreso, cambiarles el auto cada año, permitirles que falten a la pega cuando se les antoje, permitirles que tengan domicilios en cada región y cada pueblo para hacer inacabable su representatividad electoral; no investigarlos como se hace con la aloe vera (a la que mientras más se investiga, más propiedades se le encuentran); venerar su santidad y su mesianismo, y sobre todo, creerles a pie juntillas cada una de sus sabias palabras, jamás desconfiar de ellos; sacralizarlos como a tantos otros corruptos que ya se robaron otros erarios en Argentina, Venezuela, Ecuador, Colombia, Brasil, Turquía, China, o sea, en todo el mundo, y en todas las épocas.
Después que el senador Iván Moreira empleara en cámara, frente a todo el país expectante, el eufemismo de “mecanismo irregular” para referirse al procedimiento utilizado por él para conseguir recursos para su campaña por parte de Penta, y de que se hiciera público un correo electrónico entre el presidente de la UDI, el diputado Ernesto Silva, y uno de los dueños del mismo banco de inversiones, respecto a la tramitación de una ley relativa a las isapres, y de que la senadora Ena von Baer continúe sosteniendo, sin arrugarse, que no recibió platas de la misma empresa para su elección, cabe preguntarse si acaso los ciudadanos no merecen un poco de respeto, o al menos, que se les deje de tratar como discapacitados mentales. Porque si esa es la creencia de los políticos, es mejor refundarlo todo. Con el evidente afán de distribuir la desvergüenza entre todas las tiendas políticas, hace unos días el economista Hernan Büchi se preguntó qué sucedería si se conocieran los emails de todos los parlamentarios. La respuesta es obvia. Que alguien apague la luz y cierre la puerta. Mejor.
Por todo lo anterior, solo corresponde que los involucrados utilicen la escuálida reserva moral que alguna vez enarbolaron para convencer a sus electores de su calidad humana, y renuncien a los cargos conseguidos con malas artes. Váyanse todos, dejen el espacio libre a personas honestas y trabajadoras que lo harán mejor que ustedes. Renuncien. Ándate Iván Moreira (inescrupuloso), Ernesto Silva (cínico), Ena von Baer (mentirosa), Girardi, Andrade, Kast, De Mussy; desaparezcan con su indecencia, no sigan defraudando la fe pública; ustedes no merecen el respeto ciudadano. Mientras lo piensan, lo más recomendable para tratar de entender el ladrido de los perros, es admirar la sabiduría de Walt Whitman, quien, con toda razón, anhelaba vivir con los animales…
Creo que podría retornar y vivir con los animales, son tan plácidos y autónomos.
Me detengo y los observo largamente.
Ellos no se impacientan ni se lamentan de su situación;
No lloran por sus pecados en la oscuridad del cuarto.
No me fastidian con discusiones sobre sus deberes hacia Dios.
Ninguno está descontento, ninguno padece la manía de poseer objetos.
Ninguno se arrodilla ante otro ni ante los antepasados que vivieron hace milenios.
Ninguno es respetable o desdichado en toda la faz de la Tierra.