Diciembre 1, 2024

Su lección está viva: Miguel Enríquez enfrentado a la muerte

Ese sábado 5 de octubre de 1974 en la casa N° 725 de calle Santa Fe, permanece. A pesar de la nieve que cubre la memoria, ese recuerdo inamovible me obliga a dar testimonio. Ni “declaración verbal” ante la justicia, ni relato literario como en Un día de octubre en Santiago, que refleja con exactitud lo que a fines de los 70 sentía y conocía. ¿Testigo falible? Asumo el riesgo.

Durante el gobierno de Salvador Allende para el pueblo se abría un horizonte de sentido, es decir una promesa de vida aún no alcanzada, pero imaginada, deseada. Una sociedad entera en estado de enamoramiento. Los obstáculos eran duros, pero nos fortalecían.

 

Frente al golpe de Estado, el MIR toma la decisión de permanecer en Chile. No éramos héroes, solo militantes movidos por la convicción de que valía la pena luchar para hacer la revolución. Frente al golpe de Estado, nuestra decisión de organizar la resistencia a la dictadura implicaba la defensa de los derechos conquistados, la educación y la salud pública, los derechos sindicales, el derecho a la vivienda, la dignidad, la democracia participativa. Era nuestra responsabilidad librar la batalla; resistir siempre ha sido resistir a lo irresistible. El precio a pagar fue alto, pero aun en ese contexto de represión, lo que vivimos era la vida simplemente.

 

La dictadura y su aparato represivo, la Dina, operativa desde noviembre del 73, definen su prioridad: aniquilar al MIR. No éramos un aparato militar compartimentado sino una organización política. Los miristas vivían en su gran mayoría al ritmo de las tareas políticas del movimiento social. “Crear, crear poder popular” en todos los frentes. La cacería tuvo objetivos visibles.

 

La máquina de matar funciona a full. El 21 de septiembre de 1974 se focaliza en una de las redes clandestinas directamente vinculada a Miguel.

 

Lumi Videla, asesinada; Sergio Pérez, María Cristina Pacheco, desaparecidos; Rosalía Martínez, Julio Laks, sobrevivientes. La máquina enloquecida, tortura sin descanso. Los prisioneros torturados en la casa de José Domingo Cañas, cárcel clandestina de la Dina, sueltan detalles en apariencia poco decisivos, insignificantes. La Agrupación Caupolicán, dirigida por el capitán Miguel Krassnoff, bajo la autoridad del coronel Pedro Espinoza y de Manuel Contreras, realiza un trabajo de inteligencia y define un perímetro geográfico donde podía estar nuestro refugio. Se inicia una labor de rastreo: “peinar” la zona. Los agentes de la Dina siguen la pista de un auto, una Renoleta roja, de una mujer embarazada y de dos niñas gemelas.

 

La amenaza se acerca. Lo sabíamos.

 

Miguel se encuentra al frente de las tareas de organización que la resistencia requiere. En primera línea. Indispensable en un comienzo, arriesgado pero sin alternativa, acorde con su deseo de proteger la vida de los otros compañeros en las dos últimas semanas de su vida.

 

En diciembre de 1973, luego de la caída de Bautista van Schouwen, nos instalamos en esa casa de fachada azul cielo de la comuna de San Miguel. Una amiga que partía exiliada a Inglaterra la compró con dinero del MIR. Se estableció un contrato de arriendo. La “leyenda” que montamos para la propietaria y los vecinos era simple. Obligado a instalarse en Santiago por un tiempo para seguir un tratamiento médico -una enfermedad a los riñones- junto a su esposa y sus hijas, compartiríamos la casa con una pareja de familiares que nos apoyarían. Gente de clase media, en labores comerciales pero sin trabajo estable dadas las circunstancias. Pero con recursos, puesto que disponíamos de dos autos. Una Renoleta roja que yo manejaba, un Fiat 125 que Humberto Sotomayor utilizaba. Ambos, en las raras ocasiones en que Miguel debía salir por “razones médicas”, lo conducíamos. Miguel tenía el cabello levemente ondulado, su frente despejada, la piel afeitada y anteojos. Usaba camisas bien planchadas, corbata y pantalones oscuros.

 

El muro frontal de la casa tenía tres entradas. La puerta, una reja lateral de un garaje que cubrimos con una lámina de metal, y una reja estrecha colindante con la casa de nuestra vecina, Anita Mirlo. En su primera visita de cortesía, Anita me cuenta que es actriz, que vive sola con su hijo pues su marido, el periodista Rolando Carrasco, comunista, se encuentra preso en Chacabuco. Cesante ella, cesante nuestro vecino del otro lado, nos ingeniamos para darles pequeños trabajos: para Anita, buena costurera, diseñar vestidos para las niñas de 5 años, Camila y Javiera.

 

Para los vecinos, la vida de esta familia es normal. Cierto, dos parejas, dos niñas y desde marzo de 1974 un perro, no es habitual. Pero el traslado urgente a Santiago y la enfermedad del caballero, hacen coherentes las particularidades. Las niñas son alegres, el perro crece, el enfermo reposa y trabaja en casa. Los familiares lo apoyan. Entran y salen, se abastecen en el almacén de la esquina, la señora Ximena, mi nombre clandestino, visita a la vecina del frente, Gladys; conversa con unos y otros en la vereda, siempre impecable. Las ventanas tienen cortinas de lona blanca, los pocos muebles son coloridos, un estante de libros y un gran escritorio. Desde la puerta puede también percibirse los tres cuartos alineados y al fondo un patio de baldosas negras y un parrón incipiente.

 

Al interior de la casa, vibra el trabajo político. Es una colmena. Miguel escribe, estudia y devora todo lo que se encuentra a su alcance. Trotsky, Rosa Luxemburgo, Lenin camuflados bajo tapas anodinas, Víctor Serge, Víctor Hugo, García Márquez, Cortázar, William Reich y los estudios de neurología, la Enciclopedia Británica y etc… Nutre su pensamiento político con la historia, la ciencia y la poesía, como es su costumbre. Yo transcribo a maquina sus textos. Marilú García los fotografía en el taller instalado al fondo del patio. Humberto Sotomayor, su esposo, asume la mayoría de las tareas. Miguel cocina, le cuenta cuentos a las niñas y los domingos ven algunas series de televisión infantil. Risas y juegos. Una vida cotidiana normal. En nuestro dormitorio dos bolsos rojos, de ski, con unos fusiles AK esperando ser distribuidos. Miguel tiene el suyo, con un cargador especial de 40 tiros. Ningún fetichismo por las armas. Yo salía desarmada, pero con una cápsula de cianuro en el bolsillo. Luego supimos que esas cápsulas no estaban activas. Miguel y Humberto andaban armados. Más allá de todas las tensiones, durante meses, vivimos días y noches tranquilos. La clandestinidad fue para mí vigor y color.

 

Las medidas de seguridad se respetaron en las pocas salidas de Miguel. Y en las dos visitas de compañeros de la dirección que se realizaron cuando ya estábamos preparando el repliegue.

 

En el repliegue estratégico, la dirección había tomado la decisión de “congelar” a Miguel. Sacarlo de la primera línea, construir un lugar inaccesible, montar una leyenda que le permitiera salir y entrar clandestino del país.

 

Luego de visitar varias propiedades, me decidí por una parcela. Estaba en los límites de La Florida, eran dos pequeñas casitas y un vasto jardín protegido por un muro de adobe. Miguel la visitó, fue nuestra única salida juntos. Encontramos el “palo blanco” para comprarla y Rosa, mi compañera fiel desde el nacimiento de Camila, estuvo de acuerdo en vivir con nosotros. El contacto directo con el partido sería muy espaciado y sometido a rigurosos chequeos y contrachequeos. “La Parcela” era el lugar para comenzar otra vida.

 

Debíamos separarnos de las niñas. Con precaución se montó el operativo para asilarlas en la embajada de Italia. A mediados de septiembre, las niñas, Marilú y Humberto se trasladaron a otra casa de seguridad.

 

Nuestra partida se aproxima. La casa se hunde en el silencio, la tensión aumenta con la caída de Lumi Videla el 21 de septiembre y de Sergio Pérez, su compañero, el 22; la cadena continúa. Abandonamos la Renoleta roja. Continúo mi trabajo de enlace a pie. En las cárceles secretas la tortura hace su trabajo. Los compañeros resisten como pueden. Nos toca a nosotros asumir la tarea de no caer, de imaginar lo inimaginable y acelerar el cambio de casa. Es nuestra responsabilidad alejarnos del peligro, vivir.

 

El dinero de la solidaridad internacional llega a tiempo, podemos concretar la compra de La Parcela.

 

El 4 de octubre confirmamos la caída de nuestro enlace directo, Cecilia Jarpa.

 

Movidos tal vez por la loca esperanza de que no hubiese caído, decidimos ir al punto de rescate del día 4 de octubre, en avenida Grecia. Al salir, Miguel me detiene. El y Humberto Sotomayor, en auto, pasarán una primera vez frente al lugar. Cecilia, el cuerpo dislocado pero la mente íntegra, los alerta del peligro. Los torturadores la golpean y disparan. Miguel responde, Humberto acelera.

 

Cecilia no entregó los dos puntos de contacto del 3 de octubre. Si ella hubiese sucumbido a las aplicaciones de electricidad, si hubiese cedido ante el dolor y el miedo, yo hubiese sido detenida y torturada. Nunca sabré cómo habría reaccionado. Nunca lo sabré pues Cecilia no habló.

 

Movidos tal vez por la loca esperanza de que no hubiese caído, decidimos ir al punto de rescate del día 4 de octubre, en avenida Grecia. Al salir, Miguel me detiene. El y Humberto Sotomayor, en auto, pasarán una primera vez frente al lugar. Cecilia, el cuerpo dislocado pero la mente íntegra, los alerta del peligro. Los torturadores la golpean y disparan. Miguel responde, Humberto acelera. Logran romper el cerco. Logran escapar de la emboscada. Inmediatamente abandonan el auto y se sumergen, gracias al gesto de Cecilia.

 

A las 16 horas de ese día 4 de octubre constatamos que la compañera que debía comprar la parcela contestaba el teléfono en forma extraña. Cada llamada telefónica significaba un desplazamiento engorroso y largo. Ese atardecer Miguel deduce, cuando le cuento el intercambio de palabras, que la Dina está esperando mi llegada con el dinero para la compra.

 

Miguel se desplaza por las calles de Santiago, da la orden de vaciar la casa de seguridad donde se encontraban mi hermano Cristián, Margarita Marchi y José Bordaz. Se ocupa personalmente de rescatar a Mary Ann Beaussire de un punto de contacto peligroso. ¿Cuántos otros movimientos ejecutó en esos días? Aún no lo sé.

 

El 4 de octubre regresa a la casa con José Bordaz. Habían decidido pasar la noche ahí. ¿Existían otras posibilidades? Sí, pero nos parecieron más arriesgadas.

 

El sábado 5 de octubre la urgencia es extrema, hay que dejar la casa antes de la noche. Necesitamos un refugio, aunque sea precario. Nos distribuimos las tareas. Me toca buscar un lugar. Ellos, entre otras cosas, tienen puntos de contacto para difundir la alerta a los ayudistas y al conjunto de las redes clandestinas, para salvar el material del aparato de documentación. Nos damos cita en la casa a las 17 horas.

 

Subo por la calle Santa Fe hasta Santa Rosa, consciente del peligro, atenta al más mínimo movimiento extraño en el barrio. En Santa Rosa, un bus, luego un taxi. Pude instalarme en la casa de una señora, amiga de mi madre, para estudiar los arriendos disponibles de inmediato. No lo dudo, lo conseguiré. Dispongo de dinero y papeles falsos. A las doce tenía las llaves de una casa. Misión cumplida, ligero alivio. No detecto nada anormal en el camino de regreso. Solo una onda eléctrica -¿que emana de mí?- en la atmósfera. Morder el miedo, seguir con la esperanza entre los dientes.

 

Miro la hora antes de abrir la reja continua a la vecina Anita. Eran las 13 horas. Dejo el paquete de provisiones en la cocina y empujo la puerta que comunica el patio con el pasillo interior. Sorpresa: Miguel me acoge. Está armado. Nos vamos, dice. Le informo la dirección del lugar entrando en nuestro dormitorio, el tercero en la línea de las habitaciones, el que da al jardín. Desde ahí percibo a Sotomayor y Bordaz que vigilan la calle desde las ventanas que dan a la vereda. Un instante de conversación. Hay movimientos extraños, tenemos que irnos, ahora, dice Miguel. La voz de uno de los compañeros nos interrumpe: “¡Aquí están!”

 

Cecilia Jarpa, esposada, se encuentra en uno de los autos que se detienen. Ninguna lógica en esa presencia. Solo que ese mismo día 5 de octubre, acosada y siempre bajo tortura, les “suelta” un falso punto de contacto: “Mediodía, en Departamental con Gran Avenida”. Dos autos, cuatro agentes de la Dina por vehículo. Vienen a detener a su presa, un enlace, un militante, yo o cualquier otro. Después de lo sucedido el día anterior desconfían y van bien armados.

 

Cecilia, sin venda, de pie, en ese punto. Por supuesto nadie se presenta, ese contacto no existe. La golpean, la empujan dentro del auto. No le vuelven a colocar la venda. Se dirigen de regreso al cuartel. Ella escucha, ve. Junto a ella van Miguel Krassnoff, Osvaldo Romo, agente civil reclutado en el lumpen y Teresa, una de las feroces mujeres de la Dina. Todavía tienen tiempo, antes de almorzar, para rastrear una vez más el perímetro sospechoso que por casualidad no se encuentra lejos. Recorren Gran Avenida y luego circulan por las calles interiores, del lado este. Los dos autos se siguen, los agentes se comunican por radio. Cecilia los escucha, cree haber reconocido la voz de Marcelo Moren Brito, pero no sabe con certeza.

 

Cazadores olfateando a su presa, al acecho ante cualquier mínimo indicio. Se detienen frente a una lavandería, un almacén… Se topan con la calle Santa Fe, continúan interrogando a jóvenes que juegan a la pelota, luego Romo le habla a una mujer, ella señala, desde lejos, la casa. Por radio se comunican con el cuartel de José Domingo Cañas. “Es lo último que alcancé a escuchar: la instrucción de pedir refuerzos. Eso, antes de que me sacaran y me llevaran a una casa muy pobre, como yo la recuerdo, donde me dejaron amarrada mientras se efectuaba el allanamiento y el tiroteo”, dice Cecilia.

 

En una operación conjunta de los servicios de inteligencia de las fuerzas armadas fue allanada en el día de hoy a las 13:30 horas, una edificación ubicada en (…) La operación registró una fuerte resistencia desde el interior de la casa con armas automáticas. A las 15:30 horas las fuerzas pudieron ingresar al lugar encontrando el cuerpo sin vida del dirigente mirista Miguel Enríquez y con heridas de gravedad a Carmen Castillo Echeverría”. (Declaración oficial de la Dirección Nacional de Comunicación Social del gobierno. Otras informaciones de prensa señalan las 13:15 horas como inicio del operativo).

 

Esa es para mí la hora en que Humberto Sotomayor y José Bordaz nos avisan “¡Allí están!”. Miguel y yo estamos en el dormitorio. Sale con el AK en la mano, ya engatillado, pues escuchamos el primer intercambio de ráfagas de metralletas. Tomo la Scorpio y apunto desde la ventana, al frente solo hay un muro colindante con la vecina Anita, no puedo ver la calle. Miguel me había dicho: “No te muevas de aquí”. Obedezco, carente de emociones.

 

Esquirlas de acero puntiagudas me seccionan la arteria y los nervios del brazo derecho a la altura del músculo superior, algunos se incrustan en la parte alta del pecho; y también, lo sabré mucho tiempo después, dos llegan hasta la pared del pulmón. Pero todavía estoy parada cuando José Bordaz se cruza conmigo. Después me desplomo lentamente.

 

Comienza el enfrentamiento. Para nosotros se trataba de alcanzarlos, de obligarlos a retroceder, de forzarnos un paso para escapar del cerco, ejecutar el plan de escape mil veces estudiado.

 

Y lo conseguimos. Después de un corto intercambio de tiros, se alejan. Ese primer tiempo del enfrentamiento no duró más de quince minutos. Son entonces entre las 13:30 y las 13:45.

 

Cuando ya ninguna bala impacta en la casa, Miguel da la orden de salir. Entra en la habitación, toma uno de los dos bolsos con dinero, yo el otro, caminamos rápido, él delante, yo detrás a un metro. Nos dirigimos al auto, por esa salida lateral de la gran pieza donde hay una puerta ventanal ubicada frente al Fiat.

 

Justo en ese momento, una granada explota. ¿Quién la tiró? ¿Adónde cayó? Aún no lo sé. No cayó demasiado cerca de nosotros, nos hubiera matado. Pero tampoco demasiado lejos, quedamos heridos.

 

Esquirlas de acero puntiagudas me seccionan la arteria y los nervios del brazo derecho a la altura del músculo superior, algunos se incrustan en la parte alta del pecho; y también, lo sabré mucho tiempo después, dos llegan hasta la pared del pulmón. Pero todavía estoy parada cuando José Bordaz se cruza conmigo. Después me desplomo lentamente.

 

Miguel también fue alcanzado por la granada, está en el suelo.

 

Sotomayor pasa junto a él, cree que Miguel está muerto. Una herida en la cabeza, dice. En ese instante, entonces, Humberto está convencido de que Miguel yace herido de muerte. Bordaz contará esa noche que al escucharlo él también lo cree. Continúan para a abrirse camino, romper el cerco y escapar. Saltan los muros hacia la calle Varas Mena… Lo logran.

 

Nunca he emitido un juicio sobre aquel u otros hechos. He gritado contra el destino pero no me he detenido en los “si… tal cosa…”. La tragedia se asume entera o nada puede desprendernos de ella. Exigir un balance político y sacar lecciones es indispensable. Lamentar no.

 

Ese 5 de octubre aprendí, y para siempre, que “aquel que no ha sufrido el miedo, que no ha convivido con él ni negociado con él condiciones de su sobrevida, no puede, no debe, ni comprender ni juzgar. Solo respetar lo que se le escapa”. Privilegiada, la historia me adjudica el buen papel, pero solo la entereza de los otros evitó mi posible derrumbe. Lo sé.

 

Mientras Humberto y José se alejan, unos segundos después de desplomarme veo a Miguel, del otro lado de la puerta ventanal, a menos de un metro de distancia. Su cuerpo extendido en el suelo, su rostro mirando hacia el cielo, su torso fuerte agitado al ritmo acelerado de su respiración. Un hilo fino de sangre corre de su mejilla izquierda. Vive.

 

Unos minutos después abro nuevamente los ojos y allí está Miguel, de pie, en posición de tiro, el ojo en el visor de su AK. Dispara, protegido de los proyectiles que impactan el muro saliente, al costado del auto.

 

Comienza entonces el segundo tiempo del enfrentamiento.

 

La Dina reforzada lanza una nueva embestida. Aullidos que son órdenes, ráfagas de metralletas, lanzacohetes, granadas… Violencia desatada. Los vecinos lo relatarán luego, los prisioneros de José Domingo Cañas vivirán la histeria y los chirridos de las camionetas desde la oscura pieza donde se encuentran amontonados. Cuando Cecilia es extraída al fin de su prisión provisoria escuchará todavía el ruido de helicópteros sobrevolando el lugar.

 

Como lo revelan los medios de prensa, la dictadura estaba convencida que en ese combate participaban varios militantes el MIR. Los jefes militares y sus comanditarios civiles no pueden concebir que quien se enfrentó a su poder fue un solo hombre, Miguel Enríquez.

 

Tiene 30 años, dos hijos, es médico, militante e intelectual revolucionario. Va a morir, pero todo recomenzará. La revolución nunca se acaba.

 

Ese lapso de tiempo: dos horas. Intentemos imaginar sus desplazamientos al interior de la casa de calle Santa Fe, sus gestos precisos, la extrema concentración de su mente para ejecutarlos. Maestría en el combate. El enemigo aumenta el número de hombres y armamento. Segundo tras segundo, Miguel actúa. Su vida entera, su razón, todos sus deseos y sueños, todo su pensar y su amor por los otros se concentran en ese instante. Es el acto libre de un hombre libre.

 

El coraje político nada tiene que ver con el sacrificio. Sí con el querer y la fuerza. El valor muestra su existencia en el momento del hecho, nunca antes.

 

Ese 5 de octubre, una última ráfaga lo silencia. Miguel se ha replegado al patio de la casa, se encarama al muro divisorio con la vivienda de San Francisco 5959. La vecina Isabel protege a sus hijas bajo un catre, asoma la cabeza y lo ve, de pie sobre la pandereta: “Estaba herido y empuñaba un arma. Lanzó un grito: ¡hay una mujer embarazada herida, paren el fuego! Los tiros continuaron. Su cuerpo cayó junto a esa artesa, en el suelo que era de tierra”.

 

La autopsia indica las 15:30 como la hora de su muerte.

 

Edgardo Enríquez, su padre, escribirá: “Tenía diez heridas a bala. Una de ellas, la última, le entró por el ojo izquierdo y le destruyó el cráneo. Al verlo, con el resto de su cara serena, sonriente casi, y con un dejo burlesco en la expresión, dije a mi mujer, su madre: Quienes le dispararon sabían que aunque desfiguraran su hermoso rostro y destruyeran su cerebro privilegiado, no lograrían jamás borrar la imagen de él que se ha formado el pueblo, ni sepultar sus generosos y sabios pensamientos inspirados por sus elevados y dignificadores ideales”.

 

Queda aprehender la vida de Miguel, el revolucionario, el equipaje de sus sueños, su pensamiento, sus penas, su sentido del humor. Recordar su fuerza, la realidad de sus esperanzas y continuar llevándola, con él.

 

CARMEN CASTILLO ECHEVERRÍA

 

 

Publicado en “Punto Final”, edición Nº 814, 3 de octubre, 2014

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