Diciembre 10, 2024

El Tribunal Permanente de los Pueblos y la violencia de Estado contra las mujeres en México

A los cuatro vientos debe difundirse lo que del 21 al 23 de septiembre se denunció y sentenció desde la ciudad de Chihuahua, México. Cuando en un espacio, así sea sólo simbólico y de conciencia, se escuchan casos como los presentados en la audiencia final del Tribunal Permanente de los Pueblos sobre “Feminicidio y violencia de género” es deber de conciencia informar, indignar.

Dos días fueron insuficientes para que tanta mujer de los cuatro rumbos de la geografía mexicana vertiera sus agravios ante las conmovidas juezas. Estas leyeron la sentencia final junto a la Cruz de Clavos, memorial de las mujeres asesinadas, frente al Palacio de Gobierno, de la capital del estado norteño de Chihuahua en cuya acera está la placa que señala el lugar donde cayó asesinada en diciembre de 2010, la activista Marisela Escobedo, cuando protestaba por el feminicidio de su hija Rubí.

El Estado mexicano es el vértice donde confluyen las acusaciones de las víctimas y la sentencia de las juezas: la insensibilidad de sus funcionarios, la visión patriarcal y sexista que lo permea, el laissez faire o plena sumisión ante los poderes económicos, políticos y fácticos, la impunidad que prohíja, lo convierten al Estado en el actor que propicia, reproduce, la violencia de género en todas sus formas: sexual, institucional estructural, feminicidio, laboral, criminalización de defensoras de derechos humanos y periodistas.

Claman las madres, las familias de los asesinados, desaparecidos por la violencia de la sucia guerra contra el crimen organizado. Tan sólo en la ciudad de Cuauhtémoc, que no llega a los 150 mil habitantes, ha habido 350 personas desaparecidas en los últimos años. La Señora Muñoz narra entre sollozos como un comando de uniformados se llevó a los ocho varones adultos de su familia que celebraban el día del padre de 2011. Los casos se repiten con la misma constante: el Estado como principal responsable, ya sea porque fueron sus cuerpos militares o policíacos quienes desaparecieron o mataron a las personas, o quienes dieron cobertura a los delincuentes o porque ha sido omiso en investigar y castigar.

El feminicidio, visibilizado primero en Ciudad Juárez, y luego en todo México, es un estrujante réquiem narrado por la polifonía de mujeres de varios estados de la República. El proceso que las familias siguen es semejante por doquier: denuncian, se tienen que tornar detectives, investigadoras, peritas forenses, prosecutoras, ante la inacción de las autoridades. El aparato estatal de procuración de la justicia es pasivo, si no cómplice del crimen organizado de los esposos y los novios que le entraron a la moda macabra de deshacerse definitivamente de la mujer que les estorba. Estremecen casos como el del Arroyo del Navajo, cerca de la fronteriza Ciudad Juárez, donde fueron encontrados los restos óseos de 19 mujeres asesinadas brutalmente, varias de ellas, capturadas por las redes de trata, invisibles para las autoridades.

Contra las mujeres que se ponen de pie, que se organizan, que reclaman, más que sus derechos, los derechos de otras y de otros, el Estado actúa con una presteza inaudita. La hija de Nestora Salgado relata con lucidez el caso de su madre, presa y hostigada todos los días en el penal federal de Nayarit. Luego de cumplir la labor de preservar la vida y el patrimonio de la gente, dirigiendo las autodefensas de Olinalá, en el sureño estado de Guerrero, es acusada y aprehendida por el mismo gobierno, impotente ante los criminales.

Siempre el mismo ciclo detrás de todas las acusaciones: 1: Agresión de todo tipo a las mujeres y a sus comunidades: feminicidio, desapariciones forzadas, despojo de recursos naturales a las comunidades por mineras y megaproyectos, ataques del crimen organizado, violencia familiar. 2: Ante la ausencia, negligencia o complicidad de las autoridades, respuesta organizativa desde abajo, sobre todo de las mujeres: defensoras de los derechos humanos, líderes comunitarias, familiares empoderadas de desaparecidas y desaparecidos, periodistas, defensoras de su vivienda ante las hipotecarias, sindicalistas, vendedoras ambulantes. Y, 3: ahora sí, el Estado cómplice ante los poderosos, reacciona contra las mujeres que luchan y participan: detiene y encarcela; fuerza exilios como los de Cipriana Jurado y Marisela Reyes, permite se hostigue a defensoras de derechos humanos, amenaza periodistas, difama organizaciones de mujeres, libera órdenes de aprehensión contra deudoras de la banca, despide a las sindicalistas independientes, desaloja vendedoras ambulantes. Reprime y criminaliza.

También con reformas legales el Estado agrede a las mujeres: aunque en muchos estados se han puesto en marcha leyes represivas contra las que deciden abortar; nuevos códigos de procedimientos que agilizan los desalojos de las viviendas; reformas energéticas que facilitan el despojo de territorios, aguas y recursos naturales de las comunidades indígenas y campesinas, sin considerar que son precisamente las mujeres quienes más cuidan, quienes más luchan por defender dichas comunidades.

La transición y la democracia se atascan o se pervierten en cuanto llegan a la encrucijada del género y de la raza. En la barbarie contra las mujeres el Estado opera como instrumento de una clase transnacional privilegiada, revela su sustancia sexista y racista. Por eso, la sentencia más justa de esta audiencia del Tribunal de los Pueblos es que el Estado mexicano, como es y actúa ahora, debe ser condenado a desaparecer y refundado desde el pueblo sobre las bases de equidad de género, de raza y de clase. Y que, ante el desdén sistemático de las instancias del gobierno mexicano a poner en práctica las recomendaciones de instancias como la Corte Interamericana de los derechos Humanos, deben instituirse mecanismos que permitan una continua y sistemática regulación de las mujeres sobre los poderes políticos y económicos.

Mujeres como las que participaron en esta audiencia del TPP pueden hacer todo esto. Como víctimas demostraron su gran estatura moral y personal. Ninguna de ellas se ha estacionado en su muy justo dolor; todas se han convertido en sujetos de nuevos procesos, de demandas de justicia, de reconstrucción de su familia, de recreación de sus comunidades. Son mujeres para las que el Apocalipsis es pasado y el presente, el Génesis, como apuntaría Leonardo Boff.

 

 

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