Diciembre 5, 2024

Mi país no es un país, es un boliche

Desde el 11 de septiembre de 1973 Chile dejó de ser una república para convertirse en un almacén: todo se compra y se vende, todo tiene un precio. Es cierto que el espíritu de almacenero nos viene de los vascos, que llegaron a Chile en el siglo XVIII, “virtud” que se ha prolongado hasta nuestros días. Nuestros aristócratas compraban los títulos de nobleza en la península para ostentar esos escudos en sus casas solariegas. Nuestra primera autoridad fue, nada menos, que don Mateo de Toro y Zambrano, Conde de la conquista; de ahí para adelante el deporte de comprar títulos se fue haciendo común. El novelesco “Cuevitas” se compró el de Marqués con el dinero de su mujer, la hija de Rockefeller; el conservador Manuel José Yrarrázabal era el marqués de Pica, dueño de la provincia de Petorca. Santiago Arcos se reía de la aristocracia sosteniendo que cada uno de sus miembros poseía su propio feudo. Cuando se aburrieron de comprar títulos de nobleza se dedicaron a alquilar y sortear títulos de senadores y de diputados.

Todas estas lindezas parecen formar parte de nuestra historia oligárquica, sin embargo, bajo otras formas, ocurre lo mismo en el gris Chile de la “transacción”. En el pasado, al menos podían brillar algunos intelectuales – en el Parlamento, el liberal José Victorino Lastarria podía afirmar, con toda autoridad, “tengo talento y lo luzco” – hoy es difícil encontrar un diputado o senador capaz de sostener una pieza oratoria, y sólo se habla de dinero, de negocios, de cómo voy yo en la parada; ya no hay intelectuales que no sean panegiristas de los ricos, ni curas que se dedican a los pobres y no a negocios inmobiliarios y otros asuntos que no vale la pena recordar – véase, a modo de ejemplo, el caso Karadima -.

 

Los empresarios constituyen el arquetipo de nuestro boliche. Si usted quiere saber de política tiene que dirigir sus pasos a la rueda de la Bolsa de Comercio, donde ocurren todos los hechos importantes – un día se venden las acciones de la Compañía LAN, que pertenecían a su Excelencia; al siguiente, las de Blanco y Negro, de Ruiz Tagle, dueño del deporte chileno- y, al final de todos estos procesos de compra y venta, todo queda en familia – el 25,5% de las acciones de Colo Colo pasan al consuegro del Presidente, Hernán Levy y el 13% quedan en manos de Sebastián Piñera; Azul es propiedad de un destacado empresario de la UDI-. A diferencia de comienzos del siglo XX, hoy los más ricos no se contentan con ser propietarios de carreras, sino que también se convierten en dueños de Clubes de fútbol, donde se puede apostar “cuál de los jinetes va a ganar”.

 

Las castas chilenas ostentan el récord de la hipocresía: pretenden defender la libertad de Prensa en Argentina cuando la familia las emprende contra el grupo Clarín y La Nación, como si en Chile existiera libertad de Prensa. Todos los canales de televisión son feudos de grandes empresarios – la iglesia católica vendió el Canal 13 por “un plato de lentejas” a la familia Luksic – nada muy distinto a las antiguas ventas de indulgencias que llenaban las arcas de la Santa Madre, en el Renacimiento. En estos días, en un acto heroico, el primer mandatario vendió ChileVisión a la empresa transnacional Time Warner para completar el cuadro del dominio total de la comunicación, en manos de grandes grupos empresariales. A esta realidad debemos sumar los medios de Prensa escrita y las radioemisoras que, desde tiempos inmemoriales pertenecen a las grandes familias, dueñas de nuestro Chile bolichazo.

 

El Estado debe cumplir la función de fiscalizar los abusos que se cometen a diario contra los trabajadores y, para lograr este objetivo, mi país debe dejar de ser un boliche y convertirse en una república, donde los ciudadanos verdaderamente los protagonistas de la historia, y no como en la actualidad, unos simples ilotas que deben dejar su salud, su seguridad y su dignidad en manos de los dueños del mercado que, dueños del poder, hacen lo que quieren.

 

Rafael Luís Gumucio Rivas

19 09 2014 

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