La violencia ha marcado trágicamente toda nuestra historia. Pocos países de América Latina pueden recordar dos guerras de expansión territorial y un número tan abundante de acciones represivas en contra del pueblo chileno, de nuestras minorías étnicas y de los obreros y campesinos. Solo entre los años 1900 y 1970 nuestros historiadores calculan más de 15 mil muertos de manos de nuestros militares y policías, cifra que se supera con creces a partir del Golpe Militar de 1973.
Se trata de episodios espeluznantes en la mayoría de los casos, como los acontecidos en la Escuela de Santa María de Iquique, en la Coruña, Marusia, Ranquil y otras situaciones conocidas como “masacres” por nuestros cronistas, a las que hay que sumar la horrorosa acción en contra de los manifestantes ya rendidos dentro del Seguro Obrero (a pasos de La Moneda), de la Plaza Bulnes, de Puerto Montt y otros derramamientos de sangre en el campo, las salitreras y la ciudad. En el norte y el sur de un largo territorio ensangrentado por las controversias internas, los cuartelazos y la criminal acción de latifundistas y empresarios coludidos con soldados y carabineros para defender sus intereses.
La propia historia universal reconoce como un genocidio el exterminio de los selkman u onas en la Patagonia, así como el bombardeo de nuestro Palacio presidencial y la muerte del Presidente Constitucional se registran como los acontecimientos más expresivos del horror nacional, de la forma en que los nuevos conquistadores de Chile, después de nuestra Independencia, fueron tomando posesión de tierras, yacimientos y otros. A lo que hay que sumar la violencia ejercida en lo que se denominó eufemísticamente como la “Pacificación de la Araucanía”, donde los mapuches y pehuenches fueron arrasados por la metralla, el exterminio de familias completas que vieron asaltadas e incendiadas sus viviendas en horas de la noche. En toda una criminal operación en que sus sobrevivientes fueron confinados en reducciones para que sus propiedades fueran asignadas por el Estado y los políticos de turno a colonos extranjeros y nacionales.
Nuestra trayectoria republicana no sabe de revoluciones populares, de grandes alzamientos de trabajadores o actos de terrorismo político practicados por partidos u organizaciones vanguardistas o de izquierda. Las confrontaciones más duras que se recuerdan son entre liberales y conservadores dentro de las mismas clases acomodadas que suelen disputarse el poder. Solo se pueden contar con los dedos de la mano algunos levantamientos de obreros o labradores en que fatalmente siempre resultaron arrasados por la represión policial. La revolución de 1891 lo que menos tiene es de revolucionaria, por lo mismo que el pueblo más bien estuvo ausente de la confrontación entre las frondas autoasumidas como aristocráticas.
El período en que más arreció el terrorismo tuvo sitio en los 17 años de la Dictadura Militar, golpe que fuera alentado por la derecha política y en que ésta justificó la tortura sistemática, la eliminación de los principales dirigentes políticos y sociales que había logrado elegir por la vía electoral al Presidente Allende. Tiempo en que el país supo de la “Caravana de la Muerte”, de la “Operación Albania” y de atentados que incluso de acometieron fuera de Chile, como el que mató al general Prats y su esposa en Buenos Aires; el que asesinó a Orlando Letelier y su secretaria en Washington y en que se atentó contra la vida de Bernardo Leighton y su esposa en Italia, donde amos se encontraban autoexiliados. Criminales bombazos decididos por el Tirano y sus servicios represivos y en que no tenemos recuerdo que la derecha política haya protestado, clamado justicia o reprobado la impunidad que finalmente favoreció a sus autores intelectuales y materiales. Ni siquiera por los que hayan calificado estos hechos de “terroristas”, como después definieron calificaron el homicidio del líder de la UDI, Jaime Guzmán y, ahora, otras detonaciones que felizmente no han logrado víctimas fatales.
De lo que no cabe duda en nuestra historia es que las acciones terroristas siempre han ido de la mano de quienes ostentan el poder económico, social y político. De allí, entonces, que resulte tan indignante la forma en que ahora estos actores se escandalizan ante cualquier situación de violencia y exijan todo el peso de la Ley en contra de sus hechores. Mientras paralelamente realizan gestiones para que los más temibles criminales de la Dictadura se mantengan en centros carcelarios de privilegio y, al mismo tiempo, protejan bajo sus organizaciones políticas y hasta con el fuero parlamentario a los instigadores del Quiebre Institucional de 1973 y su secuela de graves delitos de lesa humanidad.
Bochornoso resulta, por lo mismo, que el actual Gobierno se haga eco de sus airadas protestas por algunos hechos lamentables y repudiables, pero que no tienen analogía alguna con las acciones que los hizo “cómplices activos o pasivos” en el pasado, como los sindicara el propio ex presidente Sebastián Piñera. Cuando cualquier evaluación política del bombazo detonado en una estación del Metro no puede sino concluir que los favorecidos por el mismo son los que quieren frenar y moderar los cambios económicos sociales respaldados por una contundente mayoría ciudadana harta de inequidad y postergaciones. Sin duda un propósito a punto de ser conseguido, cuando desde el propio oficialismo hay quienes ya han asegurado que no habrá, en el futuro, reformas que no sean convenidas, negociadas o “cocinadas” (como se dice ahora) con la oposición. Pese a la cómoda mayoría que hoy tiene el oficialismo en el Parlamento para aprobar sus iniciativas.
Cuando nuestra propia historia represiva habla de constantes infiltraciones en los movimientos populares, cuando la propia delación es amparada por la vigente Ley Antiterrorista de Pinochet, parece increíble que desde La Moneda exista tanta disposición para que estas repugnantes prácticas puedan ser incorporadas a la Agencia Nacional de Inteligencia (ANI). Cuando se sabe, por lo demás, que éstas siguen plenamente vigentes en las operaciones encubiertas de la Fuerzas Armadas y que han sido develadas en el espionaje ejercido para recabar información táctica y estratégica de los uniformados de nuestros países vecinos. Cuando se ha convertido en una sospecha nacional la forma en que se han infiltrado las masivas manifestaciones estudiantiles para desacreditarlas, por ejemplo, con la acción de esos encapuchados que siempre irrumpen y nunca logran ser capturados y descubiertos por los policías. Por lo demás es la historia reciente y antigua la que nos indica que, al final estos agentes e infiltrados resultan convertirse en los más temibles terroristas.
Qué lamentable podría ser tanta ingenuidad, si no supiéramos de la histórica intención de la derecha de atribuirle a la izquierda métodos y acciones violentistas, Secundada, de nuevo, por los que también en su hora alentaron el Golpe de Estado y justificaron sus crímenes, aunque después se hayan hecho parte de las luchas de resistencia. Políticos y agrupaciones que en estos últimos meses vienen coincidiendo mucho con los refractarios de los cambios, haciéndole todo tipo de zancadillas a la Reforma Educacional y a la posibilidad de que una Asamblea Constituyente le ponga fin al régimen autoritario, dotándonos de una nueva Carta Fundamental.