Uno de los juegos predilectos de la clase política es la costumbre de interpelar a los ministros del gobierno, una liturgia o festividad que realiza la Cámara de Diputados sin más efecto que la enorme cobertura que le dan los medios de comunicación al proceso, especialmente los canales de televisión interesados en cualquier episodio farandulero. La “interpelación” tiene un diputado acusador y un secretario de estado que asiste al Parlamento bien premunido de asesores, cifras, diagramas y diversos elementos que le permita salir airoso de esta instancia “fiscalizadora”, como se asegura, de nuestra Cámara Baja.
Se trata de una acusación en que ganan y pierden tanto interpelados como interpeladores, puesto que lo que siempre ocurre es que el ministro objetado reciba el más incondicional respaldo del Ejecutivo, cuanto que el diputado designado para tal impugnación logre minutos valiosos de exposición en los medios informativos. En cuanto a los parlamentarios que asisten a este evento, la práctica indica que ninguno logra conmoverse ni con lo que se le enrostra al acusado, ni con la defensa que éste hace de sí mismo. Invariablemente, al término de esta sesión especial todos reaccionan respecto de esta interpelación con lo que ya tenían previsto decir antes de escuchar los cargos y descargos.
La que pierde, por supuesto, es la política con este tipo de actuaciones mediáticas. Hasta el más elemental ciudadano se cuestiona que deba pagar impuestos para financiar las suculentas dietas parlamentarias para actos tan inconducentes e hipócritas. Tampoco se entiende que, con el cúmulo de proyectos de ley que esperan su tramitación legislativa, los honorables diputados se recreen en estas interpelaciones que, para colmo, también distraen al conjunto del gabinete presidencial en sus rutinarias actividades. Incluso la oferta comunicacional de los medios se restringe, se empobrece, con este tipo de noticias que, conforme a lo que le interesa realmente al país y ocurre en el mundo, resultan absolutamente banales. Los periodistas que cubren en el Parlamento mismo estas interpelaciones reiteradamente comprueban que el ríspido tono que adquieren, al término de las mismas, sin embargo, los contradictores recuperen rápidamente el denominado fair play y algunas veces hasta se retiren juntos del hemiciclo para comentar la jornada ya sea en un restorán u otro lugar frecuentado por nuestros “representantes populares” en Valparaíso o en su retorno a Santiago.
Incuestionablemente, cualquier interpelación a una persona de confianza de los jefes de estado se transforma en un acto cínico y pueril. Si un ministro o intendente procede inconvenientemente, obviamente éste debiera ser reprendido o removido por el jefe de estado que lo designó. Si la Presidenta de la República, en este caso, no reacciona ella misma ante las acusaciones que se le hacen a su ministro de Interior o a su delegado en la Araucanía es porque estima que están actuando adecuadamente y, por lo mismo, se hacen con ello co responsables de sus actos u omisiones. Ya sabemos que todos los que ostentan un cargo de confianza tienen firmada con antelación su renuncia y que muchas veces ésta se materializa sin siquiera reprenderlos o explicarles las razones de su remoción. En el gobierno de Eduardo Frei Ruiz Tagle hubo un ministro que acompañó al Jefe de Estado en una larga actividad, pero al regresar a su despacho recién comprobó que había sido destituido, sin que ambos hubiesen cruzado palabra al respecto. Asimismo, todos los ilícitos que golpearon las puestas de la Justicia durante el gobierno de Lagos victimizaron a sus colaboradores y nunca rozaron al Jefe de Estado que evidentemente los había consentido. Se ha convertido prácticamente en una rutina republicana exculpar de todo a los jefes de estado e imputarle a sus colaboradores o a los otros poderes del Estado las faltas que comete su administración. Es cosa de revisar la historia.
Ocurre siempre, por lo demás, que los ministros interpelados por el Parlamento e, incluso, por los medios de comunicación suelen quedarse largamente en sus puestos aunque el propio jefe o jefa de estado aprecie que ha actuado negligentemente. No hay duda que cualquier morador de La Moneda prefiere postergar una remoción hasta que amainen las acusaciones y la opinión pública y la prensa ni sospechen que puedan ser reemplazados. En estos días, hemos sabido que una colaboradora del ministro Eyzaguirre que lo habría inducido a otorgar esa polémica entrevista a El Mercurio tendría sus días contados por su candidez y posiblemente sería retirada del lado del ministro de Educación de manera discreta cuando “amaine el temporal”. Aunque es posible que a la postre se salve cuando sabemos que es justamente en la política donde existe mayor impunidad en nuestro país.
Lo que sería más propio de un estado de derecho democrático es que los ciudadanos alcanzasen la facultad de acusar y remover a sus autoridades. Que existieran formas reguladas de interpelación a tantos funcionarios públicos que incumplen con lo que prometieron como candidatos o se demuestran ineptos o corruptos en el ejercicio de sus funciones. Más que las leyes de transparencia, creemos que estos procesos podrían cautelar mejor los derechos políticos y económicos de una población cada vez más decepcionada de sus pretendidos representantes. Todos los cuales, además, son resultantes de un sistema electoral espurio y de una abstención mayoritaria. Sin embargo, solo es posible augurar estos mecanismos de control en caso de que se le entregue a los propios ciudadanos y a una asamblea constituyente la posibilidad de definir un nuevo orden institucional. En manos de La Moneda y del actual Poder Legislativo solo es posible esperar “más de lo mismo”, lo que muchos están temiendo de las bulladas reformas que se propuso la actual Administración y que se están quedando únicamente en la cáscara de lo prometido, descorazonados en los conciliábulos de las cúpulas partidarias y las presiones de quienes por fin asomaron nítidos como los verdaderos dueños de nuestro país.