Diciembre 26, 2024

Nos conviene

Nuestra relación con Bolivia pone en colisión dos puntos de vista. El primero, al que adhiero, considera que Chile tiene una obligación de justicia, por la que debe restituir la calidad marítima a Bolivia. Nuestro país realizó un expolio salvaje durante la guerra del salitre que va mucho más allá de la usurpación territorial. Las consecuencias de 1879 se extienden, en la historia boliviana, hasta hoy, originando un daño multidimensional que no somos capaces de captar sin visitar el país altiplánico y estudiar detalladamente su historia política y económica. Desde esa perspectiva, la demanda en La Haya debe ser atendida y Chile esta obligado a acatarla.

El otro enfoque se basa en la legitimidad del “derecho de conquista”, por el cual los territorios asimilados constituyen un patrimonio irrenunciable, herencia de la sangre derramada. Esta argumentación se puede desplegar de forma brutal, chovinista, racista y discriminatoria. Pero también puede adquirir formas sutiles, civilizadas y racionales. “No hay nada que discutir” es el axioma que pone candado a toda reclamación boliviana.

 

Con oídos sordos y la mirada perdida en el horizonte, Chile asume que con Bolivia la mejor relación es no tener relación. Dice atender así a nuestra conveniencia. ¿Por qué ser generosos? Especialmente si este mundo se muestra como un campo de batalla. El hombre es un lobo para el hombre, decía Hobbes. Y el que no lo entienda, que salga a la calle y lo entenderá.

 

Los reclamos de justicia no sólo chocan con el chovinismo y el racismo que corroe sin distinción de clase. También se estrellan ante el muro de la conveniencia, del pragmatismo, del autointerés colectivo. Y ante ese bastión es difícil oponer argumentaciones morales. Es necesario cambiar la discusión. Chile y Bolivia están condenados por geografía e historia a vivir juntos y entenderse. Su forzada convivencia puede ser provechosa, o seguir siendo un dilema que cause constantes desgastes económicos y políticos. Chile sufre el costo de este conflicto secular como un enorme daño reputacional. El estigma de “mal vecino”, “usurpador”, “problemático”, “sordo y prepotente” tiene un precio, que los propagandistas del “derecho de conquista” nunca calculan. Pero las mismas dinámicas de la globalización exigen ponderar este aspecto.

 

Hoy los gobiernos intentan potenciar la “marca país”, entendida como el valor de su reputación. Calculan el valor simbólico de sus productos -turismo, selecciones deportivas, artistas, servicios públicos- y obtienen un dato que refleja cuantitativamente sus cualidades diferenciadoras. Aborrezco la noción de “marca país”. Mercantiliza a los pueblos, las identidades y las culturas. Pero me llama la atención que los mismos que la promueven, nunca caen en la cuenta de que la mejor manera de potenciar la “marca Chile” sería resolver creativamente un conflicto que nos coloca contra las cuerdas en los foros internacionales. Si nos importa el prestigio y el “capital confianza”, las agencias de branding, las creadoras de imagen, ya deberían proponer una salida al principal flanco débil de nuestra marca.

 

Kant decía que “el establecimiento de un Estado siempre tiene solución, incluso cuando se trate de un pueblo de demonios, basta que estos posean entendimiento”. Lo racional, lo lógico, es darse normas de convivencia, que sin despreciar las “tendencias egoístas”, las reoriente hacia el máximo beneficio. Chile podría torcer el rumbo del conflicto, tener audacia y ofrecerle a Bolivia una propuesta que sea imposible de rechazar. Ser generoso y cambiar el juego de suma cero en el que hemos caído. Si lo hace, The Economist nos declararía “país del año”, tal como lo hizo con Uruguay luego de la ley sobre el consumo de marihuana. Ofrecer a Bolivia una solución definitiva sería una medida igualmente inteligente. No sólo resolvería una disputa cara e inútil. También nos posicionaría como uno de los pocos países que ofrecen soluciones del siglo XXI a los problemas del siglo XIX.

 

 

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