Si existen personas en Chile a quienes se le debería aplicar la Ley Antiterrorista, es a los empresarios y choferes del Transantiago. Y no sólo aplicarles la Ley Antiterrorista, sino que también la Ley del Talión, el Código de Hamurabi y las Leyes Hititas, entre otras.
El transporte público en Santiago sólo tiene el apellido de público, siendo en esencia una peste que nunca acaba, una porquería puesta en marcha para lucrar a costa de la salud mental y el sistema nervioso de los usuarios. Después de más de cuatro años de funcionamiento continua con su derrotero nefasto: buses mal diseñados y mal mantenidos, sucios y malolientes; choferes irresponsables; empresarios nebulosos. Y lo peor, no cumplen con la frecuencia, provocando aglomeraciones de pasajeros en los paraderos –para peor mal ubicados-. Además es común ver pasar hasta 7 o más buses seguidos con letreros que dicen “En tránsito a servicio”. Luego pasan 5 o 7 buses pegados y en una hora ninguno.
Por otro lado, un alto número de choferes no respeta los paraderos, dejando docenas de usuarios varados. Tampoco, en una medida imbécil y desatinada, los buses oruga abren la segunda puerta, trayendo incomodidades innecesarias a los pasajeros. En ese sentido los peores recorridos son los que circulan por las avenidas Independencia y Recoleta: 201, 223, 230, 203 y 208. A estos recorridos deberían declararlos Enemigos Públicos Nº 1, tal cual como un día declararon al “Loco Pepe”.
Un verdadero transporte público debe tener como única finalidad el bienestar y comodidad de los pasajeros; por lo tanto, no debe tener fines de lucro ni estar en manos de personas descaradas. El Transantiago debe ser estatizado por el bien de sus usuarios y ser convertido en un medio de utilidad pública en todo sentido.