Por fin, el gran crecimiento de las desigualdades que hemos estado experimentando en la mayoría de países a los dos lados del Atlántico Norte ha pasado a ser noticia, con un número cada vez mayor de fórums y conferencias dedicando atención a este tema, presentándolo como un problema. Incluso el Foro de Davos, uno de los centros de reflexión neoliberal con mayor impacto mediático, dedicó este año a este tema un espacio importante de su programa.
Es interesante notar, sin embargo, que lo que ha estado ocurriendo con el tema de las desigualdades es muy semejante a lo que ha ocurrido con el cambio climático. Como en el caso de este último, la sabiduría convencional en aquellos países (dominada desde los años ochenta por el dogma neoliberal) negaba, al principio, su existencia. Se decía que, en contra de lo que aseguraban algunos “radicales extremistas” (el menos ofensivo de toda una larga retahíla de insultos), no había ningún cambio climático. Cuando la evidencia de que sí había tal cambio era ya abrumadora, la sabiduría convencional lo admitió, tras mucha resistencia y recelo, pero añadió –inmediatamente– que este no era causado por la intervención humana. Se debía –decía la sabiduría convencional– a cambios cíclicos de la naturaleza sobre los que la intervención humana tenía poco que hacer.
Una evolución similar ha ocurrido ahora con el crecimiento de las desigualdades. Primero se negó que existiera, acusándonos, a aquellos que señalábamos que era una realidad con terribles consecuencias sociales y económicas, de “radicales aguafiestas”. Más tarde, ante la evidencia abrumadora que cuestionaba este dogma, admitieron su existencia, pero negaron que se debiera a decisiones políticas concretas tomadas por instituciones públicas altamente influenciadas por los grupos financieros y económicos (que configuraban la sabiduría convencional neoliberal del conocimiento económico), atribuyendo dicho cambio a hechos como “la globalización de la actividad económica”, “la introducción de nuevas tecnologías” u otras argumentaciones, hechos que se consideraban (erróneamente) apolíticos, determinados por la propia lógica y dinámica del sistema económico. En realidad, cada uno de estos hechos supuestamente apolíticos era resultado de decisiones políticas tomadas por los Estados, cada uno de ellos influenciado por aquellos grupos financieros y económicos, que dominaban el proceso de gobernanza de cada país.
¿Por qué han crecido las desigualdades?
En realidad, la fuerza más determinante en la evolución de las desigualdades sociales y de su crecimiento ha sido el grado de influencia que los propietarios y gestores del gran capital (es decir, del mundo de las grandes empresas financieras, industriales y de servicios, y que incluye personas e instituciones que obtienen sus ingresos a partir de la propiedad del capital) han tenido sobre sus Estados. Cuanto mayor ha sido su influencia sobre el Estado, mayor han sido las desigualdades en un país. Cuanto, por el contrario, mayor ha sido la influencia del mundo del trabajo (es decir, de la mayoría de la población que deriva sus rentas del trabajo, con escasa propiedad) sobre los Estados, menores han sido las desigualdades. La evidencia de que ello es así es abrumadora. Durante el período 1947-1979 (el llamado “período dorado del capitalismo”), cuando el mundo del trabajo tenía más poder, el crecimiento de la riqueza de los países se repartió más igualitariamente que durante el período 1979-2013, cuando –con la revolución neoliberal iniciada por el Presidente Reagan y la Sra. Thatcher– el mundo del capital fue el que claramente dominó las instituciones del Estado. Durante este último período, como resultado del crecimiento de la productividad, hubo un aumento de la riqueza, que se concentró en los sectores más pudientes de la población que derivan gran parte de sus ingresos de la propiedad del capital.
Estos datos muestran que las causas del crecimiento de las desigualdades son primordialmente políticas, es decir, que derivan de decisiones tomadas por el Estado como resultado del grado de influencia diferencial que tienen sobre ese Estado el mundo del capital y el mundo del trabajo. La época neoliberal (1980-2013) ha sido la época de mayor dominio del Estado por parte del capital, habiéndose alcanzado unos niveles nunca vistos desde principios del siglo XX. En EEUU, por ejemplo, el 10% más rico de la población posee el 77,1% de toda la riqueza, mientras que el 90% restante posee el 22,9%. En realidad, el 40% de la población no tiene ninguna propiedad; todo lo contrario, está endeudada. El 20% que le sigue tiene solo un 3,3% de toda la riqueza, seguido de otro 20% que tiene un 10% de toda la propiedad. La suma de ello (40+20+20) muestra que el 80% tiene solo un 13,3% de la riqueza. (Los datos que presento en este artículo proceden de John Schmitt “The Economy and the Evolution of Income and Wealth”. Public Policy Program. The Johns Hopkins University. 20 de febrero de 2014)
Esta enorme concentración de la riqueza, causa mayor del crecimiento de las desigualdades, ha motivado el movimiento popular de protesta conocido en EEUU como el Occupy Wall Street (claramente influenciado por el movimiento de los indignados, el 15-M, de España), que denuncia al 1% de la población (que controla, en gran medida, la propiedad de los medios financieros –basados en Wall Street) como el centro del poder financiero y económico, y por lo tanto, político y mediático del país.
No es el 99% contra el 1%, sino el 90% contra el 10%
Ahora bien, aun cuando el número de 1% -que incluye el grupo dominante del poder financiero, económico, político y mediático del país- es un número muy gráfico y didáctico para mostrar el grado de concentración del poder en EEUU, es una cifra que subestima el problema político al que tiene que hacer frente cualquier estrategia encaminada a revertir dicha concentración. Este 1%, que controla el 35,6% de toda la riqueza, va seguido de un 9% que controla otro 39,5%. El problema, pues, no es solo el 1%, sino que incluye también al otro 9%, que juntos suman en total un 77,1% de toda la riqueza. Este 9% son los grandes propietarios del capital industrial y de servicios, así como los sectores sociales que se benefician claramente del sistema de propiedad actual, y que incluye, entre otros, a los dirigentes mediáticos, la intelectualidad del régimen, la clase dirigente del funcionariado y la mayoría de la clase política gobernante, todos ellos sirvientes de las estructuras del poder. Junto al 1% del capital financiero representan lo que en Estados Unidos se llama la Corporate Class. De ahí que el conflicto no es del 99% de la población contra el 1%, sino del 90% contra el 10%, teniendo este último un enorme poder. Los grandes gurús mediáticos, por ejemplo, no son parte del 1%, pero si del otro 9% que sirve al sistema controlado por el 1%, y que se opondrá por todos los medios a que cambie el sistema que los beneficia.
El declive del sistema democrático
Esta enorme concentración de la riqueza ha sido consecuencia de las intervenciones del Estado, que han favorecido sistemáticamente y abusivamente desde los años ochenta al capital a costa del mundo del trabajo. Y cuando digo a costa quiero decir que las rentas del capital han subido como consecuencia de que las rentas del trabajo han disminuido. En otras palabras, el crecimiento de la riqueza, como resultado del aumento de la productividad (incluida la productividad laboral), no ha repercutido tanto en el mejoramiento de las rentas del trabajo como en el crecimiento desmesurado de las rentas del capital. En realidad, el salario por hora (controlado por inflación y tipo de trabajo) en EEUU fue menor en 2013 que en el año 1978.
La situación en España es muy semejante a la que ocurre en EEUU. La enorme influencia del 10% más rico de la sociedad (tanto en el Estado como en la sociedad civil) está causando el enorme crecimiento de las desigualdades. Y ello ocurre, tanto directamente como indirectamente, a través de las políticas públicas del Estado. Entre las directas están las políticas fiscales, por ejemplo, que benefician sistemáticamente al capital a costa del trabajo. Y entre las indirectas, está el gasto público. Por ejemplo, la reducción del empleo público y de la capacidad adquisitiva del empleado público (y con ello, el descenso de la renta nacional que va al mundo del trabajo) se hace para poder pagar los rescates a la banca y pagar la deuda pública (propiedad, en su gran mayoría, de la banca), con lo cual se está haciendo una transferencia de fondos públicos del 90% de la población española, cuya renta procede del trabajo, al 1% que deriva sus ingresos de la propiedad del capital financiero (del cual depende el otro 9%, que está al servicio del 1%) que controla el sistema de gobernanza del país.
Y es esta enorme concentración de la riqueza la que está destruyendo la democracia. Pero le aseguro a usted que no leerá todo esto en los medios. Un artículo como este no se puede publicar en los cinco rotativos más importantes del país. Le ruego que lo distribuya.