
Debemos seguramente ser un numeroso contingente, me refiero a quienes cada año, desde diversos puntos del planeta, decidimos converger sobre el país que una vez fue nuestro, y en el que unos pocos tratan de hacernos sentir como extraños.
La experiencia del visitante ocasional es en si misma muy especial: no se trata del retornado, el que decidió volver de modo definitivo a Chile, por cierto tampoco es asimilable a la experiencia del turista, esto es la persona que viaja, generalmente de muy buena voluntad, pero que, como al final de ver una película, sabe que volverá a la realidad de su casa. La visita será una memoria probablemente placentera, pero no mucho más que eso.
Los chilenos que viajamos desde el exterior somos una especie con un carácter duro, reclamamos nuestro lugar en el proceso político nacional con porfiado activismo: ahí está toda esa movilización por conseguir el derecho a voto en el exterior por ejemplo. Por cierto esa no es una conducta de turistas. Por otro lado sin embargo, no dejamos de observar ciertas cosas con la curiosidad propia del visitante de otras latitudes. Por cierto no se trata solamente de las comparaciones más o menos obvias y más bien superficiales sobre la falta de puntualidad de los chilenos, comparada con la exactitud de los habitantes del país en que residimos o si los supermercados y malls aquí son tanto o más grandes que aquellos en los lugares en que vivimos.
Observando más agudamente uno ve reafirmada una vieja noción que alguna vez escuché en la voz sarcástica del profesor Juan Rivano en el Pedagógico de los año 60: “Nuestras elites: esa caterva de monos amanerados y ridículos…” Sólo que esta vez ese afán imitador ha permeado todos los estratos sociales y ya no es monopolio de las elites. Uno puede estar en cualquier restaurante o fuente de soda y escuchar a alguien pedir una “Coca Light” (en realidad la van a pronunciar más bien como una “coca lay”, por esa costumbre nacional de no pronunciar las últimas letras de muchas palabras, por muy inglés que el término sea, no se libró de esa peculiaridad de vocalización).
“Es que este es un país light” me acota un amigo. Y tiene razón también. Pero mi referencia iba por el lado de la imitación en el consumo. En los supermercados los refrescos light, zero o como se los quiera llamar ocupan gran parte de la estantería, una moda que vino de la América del Norte, pero que curiosamente allá ha entrado a ser cuestionada y por una muy buena razón: los edulcorantes artificiales como el aspartamo y la sucralosa han sido asociados en numerosas investigaciones médicas a la aparición de ciertos tipos de cáncer. Eso sin contar que el sabor que esos compuestos químicos dan a los refrescos es francamente abominable. Por otro lado, es cierto que el exceso de consumo de azúcar está asociado a serios problemas de obesidad y otros, pero contrariamente a lo que la moda de las bebidas light dicta a los consumidores, la solución pasa por reducir–no eliminar–el consumo de azúcar. No olvidemos que aun con todas las desventajas que su exceso pueda provocar, el azúcar es después de todo un producto natural, en cambio el aspartamo, la sucralosa, la sacarina (prohibida en Canadá y EE.UU.) son todos compuestos químicos sintéticos cuya permanencia en el organismo puede causar males peores que perder la línea.
Si el afán imitador es omnipresente, hay algo en lo que parece que la creatividad es inagotable: las tretas para cometer algún delito, como me tocó presenciar una de estas tardes: el metro iba lleno de gente como es habitual, de improviso una mujer increpa a un individuo en el pasillo del carro:
-“¡Qué mirai tanto a mi hija weón!”
Observándolo a corta distancia el incidente me suena extraño y de manera automática palpo mi billetera para asegurarme que está allí, después de todo mirar a una chica buenamoza no es ni siquiera un pecado venial, mucho menos puede ser una infracción a las reglas del tránsito.
La señora increpante y su “hija” se bajan en la estación siguiente, sólo unas pocas paradas después queda a la luz el motivo de la increpación al pasajero que seguramente sorprendido no tuvo mayor reacción, una pasajera descubre–para su horror–que alguien le abrió la cartera y le robó dinero. El incidente del supuesto admirador insistente de la curvilínea muchacha, era sólo una maniobra de distracción y la supuestamente indignada madre que saltaba en defensa de su también supuesta hija eran no más que creativas cómplices de algún tercer y desconocido “operador” que en medio de la distracción causada aprovechó de despojar a una pasajera de su dinero.
No puede negarse que el estratagema utilizado por estos creativos delincuentes es efectivo, apoyado además en una contradictoria actitud muy prevaleciente en Chile en relación a todo lo que tenga que ver con el sexo: mojigatería e hipocresía.
Hablando de creatividad en otro ámbito o más bien la falta de ella, la visita que hago este año se ha visto sorprendida por la alusión que hace a mi persona alguien que regularmente publica libros y que se describe él mismo como “ex poeta”. Incursionando en un género difícil de catalogar, ya que por un lado utiliza como personajes a gente real mientras por otro, todos ellos son parte de una historia ficticia como se dice en la última página del libro, el ex poeta utiliza mi nombre con muy mala fe (antes ya lo había hecho con otro compañero de ese tiempo en el Pedagógico, pero fallecido hace unos años, lo que posiblemente restringió sus ataques esta vez). Bajo el pretexto de recoger información para escribir una novela que retrate el período del golpe de estado, contando para ello con la supuesta colaboración de otro sujeto no conocido por su habilidad literaria o intelectual, el ex poeta desliza uno de esos libelos que cuando los exiliados gustaban de pelearse y expulsarse mutuamente se las endilgaban unos otros: haberse ido del país sin permiso del partido (cualquiera que este fuera). En mi caso la acusación es abolutamente falsa, como falsa sería cualquier descargo en tono de disculpa que pudiera hacer por la muy simple razón que como el mismo autor indica al final, todo ha sido inventado. El problema está en que dado que el ex poeta ha utilizado nombres reales en su texto, el inuendo queda presente, especialmente en mentes de pocas luces, como puede ser el caso de los admiradores del autor. En lo que a mi respecta el ex poeta entra ahora a otra categoría pasada, la de ex amigo.
Menciono este caso personal–y aquí termino con él–porque de algún modo él revela también una de esas viejas fijaciones y obsesiones que afligen a algunos chilenos: para algunos parece quedar todavía en el fondo de sus mentes, un profundo resentimiento hacia los chilenos que en un momento salieron al exilio, resentimiento que además se agranda si esos que una vez fueron exiliados, por motivos diversos, optaron por quedarse en sus países de adopción.
En la base de ese razonamiento prejuiciado hay muchas veces un inconfesable auto-reproche: “¿Por qué no fui yo el que se fue?” piensan. A veces el impedimento pudo haber sido una mera condición psicológica: el temor a viajar en avión por ejemplo, pero queda mejor decir que se debió a alguna consideración ética revolucionaria, de compromiso con la Resistencia, aunque el que esgrime el ataque no haya movido un dedo por esa noble causa porque por su propia confesión ha admitido que esencialmente en esos años “se c….. de miedo” situación por lo demás comprensible y muy humana.
Resulta más fácil inventarse fantasías como eso del “exilio interior”, esotérica idea que nadie define pero que es lucrativa para obtener financiamientos de parte de los burócratas culturales o de editores que saben que los escritos con sabor a chisme y de tono quejumbroso por un supuesto sufrimiento, venden. La fantasía del exilio interior incluso llega a servir como un instrumento de simple bolseo, bajo el falaz argumento de que los que salieron al exilio y más encima les fue relativamente bien, le deben algo a los que se quedaron. Por cierto hay que distinguir aquí entre una “legitima deuda” si pudiera decir, aquella que saldamos o tratamos de saldar con la innegable y nada despreciable solidaridad que desde el exterior hicimos durante los años de dictadura, y la supuesta deuda que para su beneficio personal buscan algunos personajes intentando explotar sentimientos de culpa que pudieran anidar en algunos de los que se fueron del país. (Un vano intento porque a excepción de aquellos que hubieran delatado, traicionado o abandonado altas responsabilidades con costos importantes para sus organizaciones, la inmensa mayoría de los demás que salieron al exilio lo hicieron motivados por el legítimo imperativo de salvar sus vidas cuando por otro lado la derrota militar de las fuerzas anti-dictatoriales era clara e irreversible. No hay culpa pues).
Las malas experiencias que uno pueda tener en una visita a Chile son sin embargo ampliamente compensadas por otras consideraciones: el momento político es particularmente interesante y es saludable recoger las impresiones, especialmente de mucha gente joven que reafirma su voluntad de mantener e incluso incrementar las movilizaciones sociales, la demanda por la asamblea constituyente lejos de desarticularse por las ambiguas cuando no hostiles expresiones de algunos dirigentes de la Nueva Mayoría, se mantiene también con admirable porfía. Será interesante también observar cuán madura será la reacción tanto en Chile como en Perú, al momento en que se dé a conocer el veredicto de la Corte Internacional de Justicia de La Haya. El viaje a Chile que hacemos como ritual cada año, es algo más que un reencuentro con viejas memorias, también nos “recargan” con emociones e imágenes, a veces también nos enseñan quienes son nuestros amigos y quienes ya no lo son. Y como se decía como muletilla en un viejo partido de la izquierda allá por los 60, “todo eso ayuda, compañeros”. Cualquiera haya sido el significado de esa frase retórica.