El programa de Michelle Bachelet (MB) en educación tiene un mérito inicial, nos ofrece el reconocimiento implícito de lo que nunca se aceptó por parte de los gobiernos de la Concertación: el fracaso de la llamada reforma educacional. El documento señala, en el ámbito de la educación escolar, que “Chile ha conseguido importantes logros en materia educativa: cobertura, alta inversión en infraestructura, equipamiento y programas focalizados. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos, la desigualdad educacional y la segregación continúan en niveles alarmantes y la Educación Pública se ha visto especialmente reducida y fragilizada”1. Luego agrega que “debido al uso y consecuencias de los resultados del SIMCE, hemos empobrecido el concepto de calidad y educación y promovido prácticas como la selección, la exclusión y el entrenamiento de pruebas. Debemos superar esta definición e impulsar una comprensión más compleja e integral de calidad para recuperar el sentido de la labor educativa”.
A confesión de partes relevo de pruebas, dicta el aforismo jurídico. En síntesis, en menos de una página el Programa de Gobierno de MB asume que la política educativa impulsada durante cuatro gobiernos consecutivos, en lo fundamental, estuvo errada y que, al no tener una concepción “compleja e integral”, se profundizaron los efectos nocivos propios de un modelo de mercado: desigualdad, segregación, selección-exclusión, reducción del concepto de calidad y deterioro de la educación pública, entre otros. Aunque no se reconozca de manera explícita, la conclusión es bastante brutal y categórica; por cierto, la consecuencia lógica de tamaña confesión no podría ser otra entonces que la de plantear un cambio de modelo. Lo que habría que preguntarse, por tanto, es si el programa de MB contiene tal cambio, si efectivamente supone modificar las bases que sustentan el modelo neoliberal en educación.
En un primer nivel de análisis podríamos decir que el Programa recoge ideas y principios que han sido planteados por el movimiento estudiantil -y también por numerosos especialistas- respecto de los rasgos más notorios de la crisis del sistema, aunque con distintos niveles de precisión y concreción. En esa línea, se plantean nociones generales como la de derecho social, gratuidad, fin al lucro, inclusión, etc. Al examinar en detalle cada planteamiento aparecen ciertas propuestas relevantes de cambio, como también un conjunto no menor de indefiniciones, reafirmaciones de rasgos del modelo actual y ausencias en algunos temas fundamentales. Veamos algunos ejemplos.
Desde un inicio se plantea recuperar la noción de derecho social fundamental, cuestionando el predominio de la noción de bien de consumo; pero no aparece el concepto de derecho universal, lo que sigue dejando un espacio importante para la reinstalación de una política de focalización, propia del modelo vigente. Junto con lo anterior, se establece, también, el compromiso de garantizar el derecho a una educación de calidad y el término del lucro con fondos públicos en educación, agregando que ello obliga poner fin al financiamiento compartido; esto, en el caso de los colegios particulares subvencionados implicaría la eliminación gradual de toda forma de copago de las familias y su reemplazo por financiamiento público. Este es probablemente uno de los cambios de mayor profundidad que plantea el Programa. No obstante, nada se dice respecto de otras formas de obtención de utilidades en el sector particular subvencionado y municipal, como son las lógicas de externalización asociadas a la Ley SEP, que permite generar cuantiosas ganancias en organismos de asistencia técnica educativa (ATE), con fondos públicos y cuyo real impacto en el mejoramiento del sistema escolar está lejos de comprobarse.
Respecto de la selección de alumnos, existe el compromiso de eliminación de tal mecanismo a nivel de las escuelas, pero se excluye de esta medida a los liceos, lo que hace que la competencia por alumnos y su consecuencia segregadora se mantenga en parte importante del sistema. Por otro lado, no se establece con claridad de qué manera se evitaría la selección en las escuelas, considerando que dicha medida prohibitiva ya existe y que a pesar de ello el problema se sigue produciendo.
La idea de fortalecer la educación pública es otra de las declaraciones relevantes y estratégica para una nueva política pública. Aquí el problema es que se trata de una declaración que no tiene mayores respaldos concretos en iniciativas legales o de política gubernamental; es más bien la manifestación de un deseo de quienes redactaron el Programa, pero que en los hechos podría quedar en nada o toparse con grandes obstáculos, frente a los cuales, de no existir una voluntad generalizada e iniciativas concretas, se puede quedar simplemente en buenas intenciones.
De hecho, el llamado “plan de apoyo técnico y de recuperación de la matrícula” no establece sus fundamentos o ideas fuerza, tampoco la modalidad de implementación ni los objetivos, pudiendo ser una más de muchas iniciativas de focalización que han fracasado estrepitosamente. Igual situación ocurre con la declarada participación al interior de los establecimientos, tema sensible y determinante para los cambios, pues en las anquilosadas estructuras autoritarias y clientelares que caracterizan las direcciones intermedias y de escuelas, están parte importante de los obstáculos para producir transformaciones en el sistema. Salvo una voluntad genérica, no hay nada concreto tras esta idea del programa.
En cuanto a la formación escolar propiamente tal, se habla de calidad e introduce la noción de estándares, pero nuevamente no se indica el carácter de éstos y en qué grado o ámbito serán vinculantes para el conjunto del sistema. A su vez, si estos requisitos y orientaciones sobre calidad incorporarán finalidades formativas trascendentes, como la democracia o la inclusión, no se registra un conjunto de planteamientos articulados sobre un aspecto tan importante como este. No hay un ideario educativo público, basado en principios que recojan la tradición republicana democrática, la necesidad de justicia social y la pertinencia e identidad cultural, tanto latinoamericana, como nacional y local. Queda en la interrogante cómo se enfrentarán, en tal sentido, los discursos hegemónicos de la modernización y la globalización, que marcaron la producción discursiva en las décadas anteriores. Tampoco hay, por cierto, un planteamiento respecto del tema curricular, sobre el cuál no se ha hecho una evaluación global con los actores educativos involucrados y aún no se ha caído en cuenta que allí hay problemas estructurales que dificultan un adecuado desarrollo educativo, por lo que se trata de un tema central para abordar los cambios al modelo.
Adicionalmente se abren otros temas de no menor importancia, que tienen que ver con la arquitectura del sistema, con las condiciones de funcionamiento y con los procesos propiamente tal, respecto de los cuales se reitera la combinación de grandes titulares con ambigüedades y ausencias. Se plantea, por ejemplo, la desmunicipalización del sistema, anunciando la creación de un servicio nacional y servicios locales dependientes del Mineduc. Estos últimos, apoyados en consejos consultivos que incluirían a la comunidad; todo lo cual aparece como un avance. El problema es que no se establece el carácter de los servicios locales, tampoco la composición del consejo consultivo y no se otorgan facultades resolutivas a dicha instancia comunitaria, lo que puede convertirla en un elemento decorativo, tal como ocurre hoy con los consejos escolares al interior de los establecimientos; porque cuando no hay deliberación no existe real democratización.
La formación inicial y continua es otro de los flancos no cubiertos adecuadamente. En formación inicial, por ejemplo, se habla de “promoción” de políticas, lo que a estas alturas es insostenible, porque todo el modelo actual se ha basado en la lógica de “promoción”, lo que justamente es contrario a una política nacional de educación, vinculante para todas las instituciones y no sólo para aquellas que, en el marco de la libertad de enseñanza, opten por desarrollar o no tales lineamientos. De igual modo, no se establece en qué sentido se planteará el aumento de las exigencias de acreditación para las pedagogías; tampoco se hace mención al carácter privado de dicho proceso. Es sintomático, por otra parte, que no se plantee cambiar la lógica de la prueba inicia, hoy centrada en contenidos y no en capacidades, careciendo completamente de valor predictivo respecto del futuro desempeño profesional. Este conjunto de medidas sólo reafirman una lógica de mercado, en el sentido de permitir que la “oferta” tenga libertad de iniciativa y que la promoción y regulación supuestamente fuercen a las instituciones a cumplir con un buen servicio. Está más que demostrado que esto no ocurre, que siempre hay ajustes e interpretaciones y que mientras tanto los beneficiarios de los derechos se ven siempre perjudicados.
En formación continua no se establece el tipo ni la duración de los perfeccionamientos para cada actor en particular; tampoco se deja claro si estos son universales o para segmentos focalizados. En el ámbito de la carrera docente y condiciones de desempeño profesional, el mejoramiento de remuneraciones no establece porcentaje, tampoco las variables y magnitudes de los incentivos. Así mismo, el aumento de horas no lectivas no se precisa, e igual situación ocurre con la reducción de alumnos por curso. Y podríamos seguir.
Finalmente, en materia de apoyos institucionales se extraña la implementación, para la educación pública, de un plan de apoyo integral, asociado a un equipo ministerial amplio, competente y con presencia descentralizada, con apoyo de docentes destacados y colaboración de universidades con vocación pública; pero no bajo la clásica fórmula neoliberal de la licitación, en la que cada institución hace lo que le da la gana y obtiene utilidades económicas propias de cualquier negocio. Se requiere un apoyo bajo otro paradigma, sostenido, colaborativo, que mejore las condiciones de gestión de los establecimientos, que desarrolle un modelo educativo con la comunidad, que defina y construya perfiles docentes adecuados a dicho proyecto. Un apoyo que establezca estrategias de uso del currículum basadas en la pertinencia cultural, en el desarrollo de capacidades fundamentales de los estudiantes (más que en la cobertura formal de contenidos) y desplegadas a través de estrategias de contextualización y problematización de la propia realidad de la escuela y que establezca una relación de sentido con el conocimiento ofrecido.
En síntesis, no se ve por ningún lado el proyecto país; aparece, más bien, una suma de medidas que intentan recoger parte de la sensibilidad social sobre el tema, pero que no alcanzan para configurar un proyecto educativo nacional; no logran precisar el modo en que se implementarán ciertas declaraciones generales y no dan respuesta a aspectos clave de un proyecto educativo que efectivamente apunte hacia el cambio de modelo.
Un optimista confiado podría pensar que se trata de una estrategia, en la que las definiciones concretas se van a implementar en los hechos más que declarar previamente. El tema es que los cambios verdaderos no se hacen así, se hacen de cara a la ciudadanía, con la participación de los actores involucrados, con los costos y beneficios que ello implica; nunca son sin conflicto, nunca deja de haber adversarios, a veces antagónicos a lo que se pretende; eso es construir una cultura democrática. Por ello, queda la sensación de un programa que se construyó desde los intersticios de la política instrumental, buscando relegitimar una opción desgastada ofreciendo voluntades genéricas, pero que luego sucumbirán -de no mediar una sostenida presión desde el movimiento social- ante el frío escrutinio de los intereses creados y del consenso binominal.
*Miguel Caro R.
Profesor.
Director de Educación Universidad ARCIS
@miguelcaroramos