Noviembre 27, 2024

Los ilimitados miedos de la transición

Los 40 años del golpe de Estado y el posterior cierre del penal cordillera no solo han servido para reencontrarnos con nuestra historia política pasada -con sus brutalidades, mesianismos e irresponsabilidades- sino que también para sopesar una de las características que ha definido nuestra larga transición: el miedo, a veces exagerado, que ha invadido a la clase política y en particular a los líderes de la centro izquierda.

Lo que hace 10 o más años parecía normal, hoy nos parece un atropello al sentido común y a los valores democráticos. Lo que ayer tenía sentido para no perjudicar la supuesta estabilidad política, hoy nos parece una exageración. Dicha reflexión permite concluir que las condiciones de privilegios que se otorgaron a un sector extremo del país fue derechamente un error (como fue el caso del penal cordillera).

 

Y por otro lado, podemos percibir como se fueron posicionando las negociaciones y transacciones -la mayoría recargadas de eufemismos- con sectores abiertamente antidemocráticos durante más de 20 años. Es decir, negociar incluso con los representantes de las violaciones a los DD.HH. fue parte de las reglas del juego transicional.

 

Afortunadamente, las nuevas generaciones -con sus movilizaciones, su nueva cosmovisión y su lenguaje directo- se han encargado de extirpar el miedo intrínseco que perdura estructuralmente en la élite política post dictadura, permitiendo que los vicios de antaño no sean tolerables.

 

Frente a este argumento crítico (generacional), algunos personeros concertacionistas han señalado, con razón, que hoy día es muy fácil criticar desde un computador o desde un cómodo café. Según ellos, las condiciones en las cuales se tomaron las decisiones eran muy distintas al presente. Dicho argumento tiene sentido, pero pondera más la crítica.

 

Me explico. Es completamente cierto que explicitar una crítica al pasado sin tomar en cuenta las variables del contexto es de una comodidad evidente. Incluso podría ser injusto. El problema es que dicho argumento, en tanto válido, no se puede utilizar en forma reiterada e ilimitada para justificar toda decisión, porque las partes no podrían definir qué cosas se hicieron correctamente y cuáles no. Es decir, no habría parámetros para definir la toma de decisiones, ya que todas ellas se hicieron bajo el criterio único del contexto.

 

Es más, uno puedo comprender, y con razón, los miedos que invadieron a la toma de decisiones en la década de los noventa, pero no así las concesiones que se practicaron, por ejemplo, en el año 2005. Lo anterior se explica más bien porque se aceptó y se fue haciendo costumbre una dinámica de negociación que fue perdiendo el eje (en diversas temáticas) del umbral de la convivencia democrática.

 

Lo paradójico es que Piñera ha sacado un rédito positivo de esto. Es decir, logró transformar una crisis en una oportunidad (pocas veces lo logra), al enfrentarse a uno de los sectores más duros de la derecha, pero minoritario, y a la vez reencontrarse con una amplio sector, principalmente de centro que ha valorado la decisión.

 

El guiño político hacia dicho sector es sugestivo para sus planes presidenciales de futuro. Paralelamente, Piñera se plantó frente a la oposición y le arrebató una de las temáticas recurrentes de la Concertación: la valoración y respeto a los DD.HH.

 

Lo importante de la decisión de Piñera (interesada o no; para el caso da lo mismo) es que puso en evidencia las concesiones de la clase gobernante de los últimos años y con ello una de las características más notorias de esta generación política: el miedo y la idea de que el contexto obliga incluso a negociar con torturadores.

 

Mauricio Rojas Casimiro es periodista (UPLA), Máster en RR.II. y Comunicación (UCM), Doctorando en Ciencias Políticas y Sociología (UCM). Columnista en diversos medios nacionales y administrador del Blog  http://chilereflexionpolitica.blogspot.de

 

 

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