Diciembre 5, 2024

Perdones obscenos

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A 40 años, abundancia de perdones. La derecha y la Concertación, la Asociación de Magistrados, colegios profesionales, hasta el presidente de la República. Este 11 de septiembre una avalancha de personalidades ha irrumpido con solemnes declaraciones pidiendo perdón a la sociedad chilena. A primera vista, aparece como un gesto tardío, pero sano y justo. Pero a poco andar algo no cuadra. Detrás de tanta palabra grave quedan pendientes muchas preguntas que no terminan de encontrar respuesta. A menos de dos meses de una elección presidencial, queda en el aire la autenticidad de estas palabras.

La actriz Claudia di Girólamo de inmediato lo puso de relieve: “Pidan todo el perdón que quieran, pero digan dónde están los desaparecidos”, demandó. Algo similar observó monseñor Alfonso Baeza: “Pedir perdón es un avance, pero no basta con eso. Sobre todo si son personas que han tenido y que tienen la posibilidad de hacer una acción concreta, como por ejemplo, si alguien sabe, o supo, o estuvo en momentos en que se torturaban personas o grupos y sabe que desaparecieron. Si pide perdón está bien, pero si no hace nada para reparar el daño, me parece que no es una cosa correcta”.

 

El primero que se lanzó al ruedo pidiendo su absolución pública fue el senador de la UDI Hernán Larraín: “Personalmente jamás he tomado parte en hechos de violencia, estuve la mitad del periodo de la UP estudiando fuera de Chile y no integré el gobierno militar”. Sin embargo, Larraín ejerció como vicerrector de la Pontificia Universidad Católica entre 1976-1986. Entre el 73 y el 89, veintiocho estudiantes y académicos de la PUC fueron asesinados o hechos desaparecer. Como Eduardo Jara, secuestrado por la CNI el 23 de julio de 1980 junto con su compañera de estudios, Cecilia Alzamora, cuando buscaba matricularse en el último semestre de Periodismo, que cursaba gracias a una beca. Simultáneamente, la Universidad que dirigía Larraín se convirtió en el laboratorio de ideas del régimen: la Facultad de Economía, asesorándolo con las ideas de la Universidad de Chicago y la Facultad de Derecho, de Jaime Guzmán, como constitucionalista del nuevo orden político. La violencia y el régimen militar no estaban tan alejados de Larraín, como afirma ahora.

 

NO TENGO POR QUE

PEDIR PERDON”

Al día siguiente Evelyn Matthei reaccionó a las declaraciones de Larraín: “Yo tenía veinte años cuando fue el golpe, no tengo porqué pedir perdón (…) no tenía cómo haber hecho nada más, no tenía ningún cargo público”. Palabras duras en boca de la hija del ex miembro de la junta militar, general Fernando Matthei, que además desempeñó cargos públicos bajo la dictadura, en la Superintendencia de AFPs y en el llamado Consejo Económico y Social.

 

Pero la declaración más disonante fue la de Camilo Escalona, quien pidió perdón “por la conducta que yo pude tener, al ser parte de la polarización y de una confrontación que nos llevaba a miles de estudiantes a enfrentarnos en las calles a peñascazos y de manera enteramente descontrolada”. Escalona se refería a su rol como presidente de la Federación de Estudiantes Secundarios durante la UP. Al momento del golpe, Escalona recién había cumplido los 18 años, al igual que sus compañeros de Liceo 6 de San Miguel. Si el senador Escalona siente “culpa” por los peñascazos lanzados cuando era adolescente, tiene todo el derecho a hacerlo. Pero intentar homologar, aunque sea indirectamente, las movilizaciones estudiantiles a la violencia genocida de la dictadura, muestra quiénes son los destinatarios de sus palabras.

Igualmente chocantes fueron las declaraciones del presidente del Partido Socialista, diputado Osvaldo Andrade, que pidió perdón por “los muchos excesos” de su partido durante la UP. Tan disonantes resultan sus dichos, que incluso el ex presidente Ricardo Lagos salió a clarificar: “No hay que pedir perdón por lo que hizo Allende”, señaló, recordando que “con Salvador Allende, el 11 de septiembre en este país había un Parlamento que cumplía sus funciones (…) existían tribunales de justicia que hacían la tarea y la separación de poderes en este país existía y se respetaba, hasta el 11 de septiembre”.

 

LAS EVASIVAS

DE LA DC

La DC ha participado con evidente incomodidad en el debate. Evelyn Matthei, junto con evadir el perdón, les incriminó directamente: “Acá el golpe de Estado no vino porque sí, no vino de la nada. La DC prácticamente pidió el golpe”. Ignacio Walker salió a responderle que su partido no tiene motivos para pedir perdón, porque “ha luchado por la libertad, la justicia y el respeto por los derechos humanos (…) la DC podría haber sido acusada de ingenuidad, pero no de ser golpista”.

Eduardo Frei Ruiz-Tagle le apoyó diciendo que “no hay ningún documento que pruebe que (la DC) apoyó el golpe de Estado”. Afirmaciones que contrastan con el propio documento oficial del partido, presentado por el senador Mariano Ruiz-Esquide y el ex ministro Belisario Velasco. En ese texto se reconoce abiertamente que en la DC existieron dos posturas: “Una oficial, que explicó la intervención militar argumentando el clima de inestabilidad, inseguridad y amenaza de enfrentamiento (…) y una disidente, que condenó el golpe de Estado”. Velasco y Ruiz-Esquide fueron parte de “los 13” disidentes, lo que les honra y exculpa individualmente. Pero su posición fue “disidente”, ya que la posición “oficial”, la que entraña responsabilidad institucional cae sobre la directiva presidida en ese momento por Patricio Aylwin. Por eso Ignacio Walker y su directiva están obligados a responder por la posición oficial, sin esconderse tras la posición de los “disidentes”.

 

LAS RESPONSABILIDADES JUDICIALES

En el caso de los jueces, el debate tomó un nivel más elevado. La Asociación Nacional de Magistrados recordó que “el Poder Judicial pudo y debió hacer mucho más, máxime cuando fue la única institución de la República que no fue intervenida por el gobierno de facto”. La respuesta que emitió la Corte Suprema a esta interpelación es interesante, porque clarifica varias nebulosas que abrió la avalancha de perdones. Milton Juica, ex presidente de la Corte Suprema, lo expresa claro: “Un organismo del Estado no debe pedir perdón, sino que tiene que explicar”. La declaración de la Corte Suprema no asumió la palabra perdón. Y tiene toda la razón al hacerlo. Quienes deben pedir perdón son los jueces de ese momento, uno por uno, que como señalan los magistrados, incurrieron en “acciones y omisiones impropias de su función” al decretar la inadmisibilidad o el rechazo de miles de recursos de amparo y se negaron, sistemáticamente, a investigar las acciones criminales perpetradas por agentes del Estado y fueron renuentes a constituirse personalmente en los centros de detención y tortura. No se pueden escabullir bajo el paraguas de un perdón institucional.

 

¿HACIA UN CONSENSO

DE 2013?

Siguiendo el argumento de la Corte Suprema, lo que cabe a las instituciones, poderes del Estado, partidos políticos, universidades, organizaciones, es reconocer responsabilidades, reparar integralmente a los afectados y establecer mecanismos verificables que garanticen que nunca se repetirán esos hechos. Más que un cántico de suplicantes lo que se necesita es un criterio de Estado, que establezca un mínimo de cara al pasado y, sobre todo, de cara al futuro. Tal vez ese criterio se puede fijar en una frase: “Nada justifica los atropellos a los derechos humanos”, como señaló el presidente Piñera. O “nada justifica los atropellos a la dignidad de las personas cometidos a partir de 1973”, como dijo el arzobispo de Santiago, Ricardo Ezzati. Es una frase breve, pero señala un “adentro” y un “afuera”. Pone un límite claro entre los que justifican el golpe y la violencia genocida y los que no lo justifican. Parece una separación modesta, de sentido común. Pero lamentablemente en Chile existen actores poderosísimos que no entrarían dentro de este consenso.

Por ejemplo El Mercurio, que en su línea editorial continúa hasta hoy justificando “el pronunciamiento” y sigue denominando “gobierno militar” al régimen dictatorial, rehusando reconocer sus graves responsabilidades desde la gestación del golpe hasta la actualidad. Si “nada justifica”, se debería establecer un criterio que excluya de la recepción de fondos públicos por concepto de publicidad estatal a los medios “que justifican”.

Es necesario exigir a los partidos políticos que se autorregulen de modo que ninguno de sus candidatos justifique lo injustificable. Si existiera esa norma interna, políticos como Iván Moreira, que afirma: “Hasta cuándo la derecha pide perdón por algo en que no tiene responsabilidad”, no podrían ser candidatos, porque se sitúan a sí mismos fuera de un marco cívico de convivencia, libremente concordado. Si “nada justifica”, quienes comparten la opinión de Carlos Cáceres que niega que las violaciones a los derechos humanos fueran “política de Estado” y que consideran que los crímenes políticos “fueron hechos puntuales, circunstanciales”, no podrían ser designados en cargos públicos o cursar ascensos, si son uniformados.

Nada justifica que “cómplices pasivos” sigan ocupando altos cargos públicos de responsabilidad. Nada justifica que la ley de amnistía siga vigente. Nada justifica que Carabineros, bajo dependencia política del gobierno de turno, siga violentando arbitrariamente la libertad de expresión y el derecho a manifestación de los ciudadanos. Nada justifica que las FF.AA. mantengan grados y honores militares a los criminales que ensucian su historia. En definitiva, nada justifica mantener la Constitución de 1980, la expresión cotidiana y más palpable de la violencia, la bestialidad y la obscenidad del pinochetismo.

 

ALVARO RAMIS

 

 

 

Los perdones que valen

 

El perdón no es un valor exclusivo del cristianismo porque todas las tradiciones religiosas, espirituales y culturales le dan un lugar destacado y lo entienden de forma parecida. Es una dimensión de las relaciones humanas que radica en la esfera pre-política, en el ámbito de los vínculos intersubjetivos, anterior al “contrato” por el que entramos en sociedad. Es el campo en que nos regimos por relaciones de “alianza”, basados en sentimientos y reciprocidad. Todos hemos experimentado su efecto a nivel de pareja, familia, amigos, colegas, personas con las que tenemos relaciones de confianza. Tiene sentido en la medida en que restablece un vínculo preexistente. Exige humildad en quien lo pide y generosidad en quien perdona.

Su valor radica en la sinceridad y autenticidad. Quien pide perdón debe admitir la falta cometida, reconocer el daño causado, expresar una clara intención de restituir o reparar el daño y enmendar su conducta en el futuro. Quién perdona lo hace libremente, de forma gratuita, en el momento en que lo siente posible y necesario. Por ello se vicia si existe doblez, o se usa como estratagema para alcanzar algo distinto que la restitución de una relación personal quebrada por un error o una ofensa. Los perdones que valen se piden y se ofrecen en la intimidad, de forma directa, sin mediadores o por personas interpuestas.

El perdón no cabe en las relaciones institucionales, entre un gobierno y los ciudadanos ni entre los Estados, en las relaciones económicas, comerciales, laborales, donde nos vinculamos por la vía del “contrato”. En esa dimensión, lo que cabe es reconocer responsabilidades e incumplimientos con el fin de restablecer unas relaciones funcionales. Si una empresa nos afecta, los usuarios no esperamos que nos pida perdón, sino que nos explique claramente los motivos del incumplimiento, nos dé una indemnización y nos demuestre que no volverá a inclumplir el acuerdo pactado. Y si falla un gobierno, lo que cabe es depurar responsabilidades por la vía de procedimientos transparentes y preestablecidos.

El perdón nunca se debe confundir con el indulto o la amnistía. Estos son actos jurídicos, que se han establecido con el fin de salvar la legitimidad del sistema judicial, ya que la condición humana hace posible el error del procedimiento o la injusticia de los jueces. El indulto corrige o elimina una pena, pero la persona sigue siendo culpable. La amnistía supone la anulación del delito. Lo que importa en ambos casos es que el sistema jurídico opere con justicia, y de esa forma no se castigue a inocentes ni se apliquen penas excesivas o arbitrarias. Como la “alianza” y el “contrato”(1) son campos distintos, es posible perdonar y a la vez exigir que opere el sistema judicial. Puedo perdonar a mi ofensor, pero la sociedad permanecerá obligada a establecer sanciones penales debido a que la ley tiene un valor social, ya que su rol es promover la ejemplaridad pública y salvaguardar su imparcialidad

 

A.R.

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