Efectivamente, me gustó el sermón de Ezzati, más aún, me impresionó, aunque debo reconocer que no lo escuché en detalle, dada mi reticencia a escuchar sermones y al resquemor que históricamente me han producido los Honorables Prelados.
Ezzati dijo: “…. es inevitable hablar del problema de las estructuras, sobre todo de las que crean injusticia. En realidad, las estructuras justas son una condición sin la cual no es posible un orden justo en la sociedad.”…” O sea las estructuras importan. Borró de un plumazo, la efectividad de las limosnas, la famosa caridad y, por supuesto los bonos; implementados profusamente por la Concertación, por ser una herramienta aceptada por el neoliberalismo y, al mismo tiempo, generadora de gran popularidad.
Todas estas dádivas no pueden estar más lejos de un cambio de estructuras. Más aún, no contribuyen en nada a un orden justo, sólo tapan las injusticias, las mantienen y prolongan. Ni siquiera dan la mentada satisfacción individual al que las da, porque todo bono se financia con los impuestos que pagamos las mayorías menos privilegiadas, y que no lo hacemos con placer cuando vemos que proporcionalmente pagamos más que los ricos empresarios.
Luego continuó con una frase, que hace tiempo me ronda porque la creo imprescindible en una autocrítica verdadera y profunda. Y creo que ella vale más que mil perdones, dichos sólo por cumplir.
Agregó refiriéndose a las estructuras:
“… Tanto el capitalismo como el marxismo prometieron encontrar el camino para la creación de estructuras justas y afirmaron que éstas, una vez establecidas, funcionarían por sí mismas; afirmaron que no sólo no habrían tenido necesidad de una precedente moralidad individual, sino que ellas fomentarían la moralidad común. Y esta promesa ideológica se ha demostrado que es falsa. Los hechos lo ponen de manifiesto” […]
Los que fuimos marxistas, o los que lo siguen siendo sin haber flexibilizado conceptos, pensábamos que la propiedad de los medios de producción era la causa de todas las injusticias de la sociedad, por lo tanto al estatizar la propiedad, es decir al entregar estos medios a todos los habitantes de un país, no sólo se superaban la injusticia que entraña la propiedad privada en manos de unos pocos, sino que por arte de magia se solucionaban todas las lacras de la sociedad, las discriminaciones contra la mujer, los indígenas, los más débiles, los humillados y ofendidos de la tierra. Más aún, de allí surgiría una sociedad ideal habitada por un hombre nuevo que daría rienda suelta a su creatividad y a su amor por el prójimo. La tierra sería de los que la trabajaban y cada habitante entregaría a la sociedad todo lo que su capacidad le permitiera. En un primer momento recibiría según su trabajo y, a medida que la sociedad creciera y se desarrollara, recibiría según su necesidad. La dictadura del proletariado que era la dictadura de una mayoría sobre una minoría, sólo existiría en momentos posteriores al asalto al poder, que se lograría a través de una insurrección de masas amplia, para estatizar los medios de producción y apagar los conflictos que podrían subsistir de parte de los antiguos detentores del poder y la riqueza.
Los jóvenes de los años 60, guiados más que nada por el deseo de vivir en una sociedad sin injusticias y llena de hombres nuevos y tratábamos de avanzar hacia ello, aún antes de la toma del poder, sacrificándonos por “la causa”, siendo honrados y austeros. Veíamos lo ocurrido en el socialismo real y creíamos que era mentira de la propaganda internacional o lo adjudicábamos a defectos del modelo, características personales de Stalin, a la guerra de los países vecinos contra la URSS para oponerse al socialismo. En América Latina era más fácil culpar al imperialismo, por su propaganda malevolente, sus ataques y bloqueos a los países más débiles que se revelaban. Era el único culpable.
Nos negábamos a pensar que los cambios no podrían lograrse por arte de magia y que la economía no podía manejarse bien sólo por el hecho de que la propiedad fuese pública. Lo que es más grave, nos negábamos a pensar que entre los comunistas hubiese egoístas, amantes del poder personal, de la riqueza o del lucro. Todos éramos santos sólo por el hecho de haber abrigado la ideología del proletariado.
Los capitalistas, liberales o amantes del mercado, como prosigue Ezzati, pensaban lo mismo, pero al revés. Todos los males de la sociedad estaban en la injerencia del estado en la economía, porque éste era ineficiente, oscuro y corrupto. Sólo la libre competencia, a través del mercado, creaba una sociedad justa, porque habría un libre juego entre la oferta y la demanda que produciría siempre los mejores equilibrios. La competencia llevaba a la creatividad, el emprendimiento y la alegría nacía de la libertad de opinión, conciencia y culto. Todo lo cual establecía una democracia real donde todos a través de su voto e instituciones adecuadas, elegían a sus gobernantes y a las políticas que éstos debían llevar a cabo.
Con el auge de las ideas marxistas en los años 60, el avance de la organización de los trabajadores y de los estados de bienestar en Europa, los capitalistas pro mercado en América Latina, siguiendo la línea de Washington, deciden reconquistar lo perdido. El caso de Chile es puro. Apoyados en las Fuerzas Armadas, privatizan los medios de producción que habían ido pasado paulatinamente al estado o a los trabajadores y ofrecen una sociedad que sólo por el hecho de defender la libertad y la competencia produciría empleo, justicia y felicidad.
Estábamos todos equivocados. Nada surge porque sí y menos se construye una sociedad justa, pura y feliz, después de un conflicto armado, represivo o golpista. Al contrario, los vencidos no olvidan, como es el caso de Chile, los disidentes cubanos o los ciudadanos de los socialismos reales, que no pueden estar más lejos del hombre nuevo con que soñábamos los jóvenes de los 60. Para qué vamos a mencionar la payasada patética de la dinastía de Corea del Norte a la que sólo a Tellier se le puede ocurrir felicitar.
Esta nota es muy esquemática para representar realmente la magnitud de nuestra derrota. La derrota de todos los que confiamos en que la propiedad lo define todo, sea por un lado u otro. Me refiero a los que lo creyeron sinceramente, no a los que cantan cualquier música con tal de defender sus riquezas o prebendas. Por ahí va la autocrítica, la conversación que debe haber entre los sinceros que desprecian el lucro y que no tienen nada que perder, los que queremos una sociedad mejor donde no haya prostitutas de doce años, donde la droga no invada nuestras poblaciones para que ganen los que lavan dinero en grandes cantidades comerciándola con la mafia rusa o ucraniana, donde no se inventen guerra contra países pobres, sólo para desarrollar más la industria de armamentos y librarse de la mano de obra desocupada.