Diciembre 26, 2024

El pecado original impune

Las graves violaciones a los Derechos Humanos que siguen descubriéndose constantemente tienen origen en el Golpe Militar de 1973, en el magnicidio presidencial y el quiebre institucional provocado las Fuerzas Armadas. En la conspiración de las cúpulas militares, que fuera alentada y asistida por el gobierno de los Estados Unidos, con la complicidad de los empresarios más poderosos del país, buena parte de los políticos de derecha e, incluso, de otros connotados dirigentes que posteriormente se hicieron disidentes y recibieron del propio Dictador los símbolos del  Poder Ejecutivo. Además de la Constitución Política y la legalidad impuesta por el régimen castrense. Obraron también para ese fatídico 11 de Septiembre el diario El Mercurio y otros medios de comunicación que luego resultaran completamente adictos al régimen dictatorial, e incluso oficiaran como ejecutores intelectuales del horror que se impuso en el país por largos 17 años. Situación que también se encuentra en la impunidad.

Lo que ha escrito la historia es que en los meses anteriores al Golpe la sedición ya se había entronizado en las instituciones armadas, a pesar de los juramentos de lealtad que le expresaban al Presidente Allende. Los altos oficiales preparaban sigilosamente la insurrección, afinando todos sus detalles para que, esta vez, la traición pudiera prosperar sin demasiados contratiempos y riesgos para sus personas. Apoyados, como ha quedado consignado, por la Operación Unitas y los pilotos de guerra norteamericanos,  ya tenían reclutados a quienes se convertirían horas más tarde en los más siniestros violadores de los derechos individuales y colectivos. Como el general Ernesto Baeza que se encargó de escenificar la rendición y el “suicidio” del Jefe de Estado a objeto de restarle mérito a su heroico combate para defender el palacio de gobierno, al mismo tiempo que propagar una versión que ha sido aceptada, desgraciadamente, hasta por los propios familiares y camaradas del Presidente Mártir.  Apoyado por la absurda versión de un médico de apellido Guijón que habría asistido al Presidente a la hora que regresó al segundo piso en llamas para recoger algún recuerdo o souvenir para sus hijos…

Contundentes testimonios señalan que, el propio Pinochet fue el último en ser invitado a la asonada,  por la desconfianza que le tenían los otros altos oficiales debido a su zalamera actitud  hacia el Jefe de Estado. Tal como a última hora se convocara, también, al general de Carabineros Cesar Mendoza, que alcanzara  a ser tildado de “rastrero” por el Primer Mandatario antes de ser ultimado.

Un alzamiento militar que, por supuesto, estaba tipificado como delito en nuestra legalidad republicana y que nunca, sin embargo, ha sido perseguida como tal durante la pos dictadura, tanto que todavía permanecen en la impunidad total, o ya fallecieron con ella, los cuatro comandantes en Jefe y los demás generales y almirantes que se concertaron para violar tan gravemente el Estado de Derecho. Más allá que algunos jueces y tribunales dignos se hayan empeñado en esclarecer los crímenes y castigar a sus ejecutores, lo cierto en que no se ha condenado la conspiración misma que dio origen a las ejecuciones sumarias, los detenidos desaparecidos, la tortura, el exilio y la cárcel que sufrieron enseguida miles y miles de chilenos. Impolutos han resultado, del mismo modo, los ministros de la Cortes que “legitimaron” la acción militar, desestimaron sistemáticamente los recursos de amparo y, en no pocos casos, hasta participaron en actos de tortura y apremios ilegítimos a los detenidos.

Quizás si la Transición hubiera intentado perseguir, primero, a los ejecutores de la traición original podría haberse avanzado mucho mejor en el esclarecimiento de los crímenes cometidos por sus subordinados y lacayos. Pero no: en virtud de las negociaciones políticas archiconocidas, varios de estos ejecutores y cómplices siguieron accediendo a altos puestos públicos, adquirieron incluso la dignidad de senadores de República y se los premió  con designaciones diplomáticas y diversos honores. El propio de Tirano, como se sabe, fue rescatado de la acción de la justicia mundial y mereció, hace pocos años, unas exequias de alto rango, las  que solamente fueran estorbadas por aquel escupitajo que le lanzara a su féretro un nieto del asesinado general Prats. Salivazo, sin duda, que mereció la aprobación universal y aminoró la vergonzosa actitud de la clase política que permitió esta ceremonia fúnebre y que hasta se hizo parte a esta postrera provocación de los “valientes soldados chilenos”, que lo que más han acumulado en su trayectoria son victorias militares contra su propio e inerme pueblo.

En la impunidad que se le ha otorgado a los inspiradores y ejecutores del Golpe Militar se explica que en 24 años nuestros gobiernos y cámaras legislativas hayan sido incapaces de echar las bases de una Constitución Política realmente democrática, cuanto terminar con los irritantes privilegios de la llamada “familia militar” que todavía goza de tribunales de Justicia propia, un sistema previsional ad hoc, hospitales regiamente equipados, como de un presupuesto escandalosamente abultado si se lo compara con la situación de otros países. Peor aún si se atiende a las acuciantes demandas del país, por ejemplo, en materia educacional, energética o de infraestructura.

Mientras en otros estados constituye un delito hacer apología del pasado luctuoso de ciertos regímenes dictatoriales, aquí todavía sufrimos el desparpajo de políticos, historiadores y columnistas que reivindican la dictadura pinochetista y hasta justifican los delitos de lesa humanidad cuando están forzados a reconocerlos. Mientras la figura de Pinochet sigue enrojeciendo la conciencia mundial, aquí todavía tenemos reparticiones castrenses que le rinden tributo y que, después de muerto, siguen obstaculizando la entrega de pruebas y testimonios que sirvan para conocer el paradero de los detenidos desaparecidos y descubrir a sus victimarios.

Más allá de que los Tribunales hayan exculpado a un ex comandante del Ejército  de toda responsabilidad criminal, no se puede negar lo impropio que resulta que se le haya confiado a un uniformado la dirección de nuestra principal institucionalidad electoral que justamente debe velar por el sufragio ciudadano de los chilenos. Ningún militar que haya hecho carrera profesional desde  1973 en adelante podría haber alcanzado  cargo cívico de tal cometido si el país hubiera condenado y sancionado a los que pisotearon la voluntad popular y las leyes de la nación.

La impunidad que favorece a los hechores originales es un verdadero acicate para que,  temprano o más tarde, surjan otros cabecillas que,  en posición de las armas que el pueblo les confía para la defensa nacional, vuelvan a alzarse contra el orden republicano. Sobre todo cuando estos indignos militares dan pruebas tan agraviantes de ser el brazo armado del grupo de familias  enriquecidas por la Dictadura Militar y lo que le ha seguido. Al mismo tiempo que ofician de guardianes de los intereses foráneos enseñoreados a todo lo largo y ancho de nuestra geografía. Lo que los señala, además de cobardes y criminales, como verdaderos enemigos de nuestra soberanía.

 

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