Transformada en una de las principales herramientas políticas contemporáneas, la mentira pasó de ser un pecado a una virtud propia de los intocables.
La mentira tiene su mejor aplicación cuando procede de la manera más desembozada. Poco tan mal visto como mentir respecto de pequeñeces y haciéndolo como quien pide perdón. Siempre va a ser mejor mentir y robar en grande.
De tal envergadura es el poder de la mentira, que ya es una forma de vida, y hurgando un poco, es posible descubrir que gran parte de nuestra propia historia está basada en hechos que sólo ocurrieron en la cabeza de quienes la consignaron en los libros, como se sabe, depositarios de falsedades por antonomasia. Mientras el león no sepa escribir, la historia del safari seguirá siendo escrita por el cazador…
En nuestro país, durante los últimos cuarenta años la mentira ha sido la herramienta principal para justificar los actos más atroces. Desde la campaña del terror desatada por la derecha que buscó convencer a la gente de lo justo que era derrocar el gobierno de Salvador Allende, pasando por el Libro Blanco, que “comprobaba” lo legítimo y necesario del golpe de Estado, para llegar luego a los diecisiete años de mentiras que intentaron, con éxito relativo, esconder las atrocidades que en ese lapso se cometieron en contra de los derechos de las personas. Luego, en el rutilante cuarto de siglo que hemos vivido desde la dictadura, la mentira ha sido el eje de todo lo que existe.
El mentir fue a la transición, lo que el arca para Noé: un vehículo de salvación para perpetuar ciertas especies.
El afianzamiento del modelo fue producto de la manipulación de la verdad. Las esperanzas populares de una salida que contuviera justicia y reparación para las víctimas de la dictadura, zozobraron en un mar de promesas incumplidas, ofertas imaginativas y medias verdades que jamás se cumplieron.
Un descubrimiento esencial para los antiguos y nuevos sostenedores del sistema fue caer en cuenta que trampear la verdad no tenía, ni tiene, costo. Los poderosos tomaron nota que en este país, azotado durante tanto tiempo por los métodos más brutales de represión, era posible decir lo que se les ocurriera, y aun cuando se demostrara que lo dicho no se ajustaba a la verdad, al final, no pasaba nada. Por eso la mentira se institucionalizó. Es decir, pasó a ser un método de la política aceptado por todos; por esa razón se instaló en el verbo de los sostenedores del sistema sin mayores reconvenciones. Dejó de ser mal visto robar la verdad de las palabras. Se hizo cultura.
Desde entonces la capacidad de inventiva de los actores de la política chilena viene perfeccionando el arte del chamullo, mediante imaginativas técnicas que permiten blanquear las mentiras, que son a menudo descubiertas por la falta de prolijidad con las que son dichas, o porque, como dice la sabiduría popular, se pilla más rápido a un mentiroso que a un cojo. En esos casos de flagrancia, cuando el chamullo es demasiado evidente, se ponen en marcha las técnicas mediante las cuales se intenta demostrar que las acusaciones son producto de una campaña orquestada, o se acusa de sacar de contexto lo aseverado, y que el irresponsable que se expone a una demanda es el medio de comunicación o el o la periodista que interpretó de mala manera lo afirmado.
Otra técnica es el silencio. Para el acusado o acusada de mentir nada como quedarse callado o callada. Se ha comprobado que en esos casos la siquis de la gente común tiende a dudar. Y con eso ya es suficiente.
“La mentira es universal. Todos mentimos, todos tenemos que hacerlo. Por tanto, lo inteligente es educarnos con esmero para que mintamos de manera juiciosa y considerada”, dice Mark Twain en su Decadencia del arte de mentir, y esa frase caló hondo entre aquellos que necesitan de herramientas efectivas para lograr sus propósitos.
En nuestro país la oligarquía ha hecho de la mentira una manera de hablar, de caminar y vestirse. Esa peste cruza toda la familia de políticos, viejos y postulantes, capaces de decir lo que sea con tal de pasar piola. Y del otro lado, la mentira necesita de crédulos. Una masa ávida de que le cuenten cuentos se apresta a creer en lo que venga, con tal de alimentar una esperanza que en algo oculte la realidad enemiga con la que pelea a diario.
Se miente también cuando no parece. La machacona repetición ad nauseam de la foto del candidato A o la candidata B, no es otra cosa que el ruido necesario para ocultar lo que A y B piensan. Y, peor aún, lo que no piensan.
Se ha sabido de la renuncia del candidato de la ultra derecha a la elección presidencial, después de una cuasi guerra civil de ese sector de poderosos. El expediente que explica esa renuncia es un grave caso de depresión que lo inhabilita para enfrentar la justa de noviembre. En breve se sabrá que no es así. Que lo que detona tan drástica decisión son los porfiados números que no dan, y que, porfiados ellos, no responden ni a las amenazas ni a las órdenes de los acostumbrados a imponer sus verdades, sin importar qué tan ciertas sean.
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 786, 26 de julio, 2013