El Presidente de los Estados Unidos, el Premio Nobel de la Paz de 2009, ha abrazado con entusiasmo una política pública que, con timidez, inició su antecesor. Se trata de una programa gubernamental para exterminar a sus enemigos a control remoto. El asesinato como política pública. Ejecuciones extrajudiciales reconocidas abiertamente por el presidente Obama y defendidas como forma legítima de actuación gubernamental. A la distancia, el ejecutor mueve una nave no tripulada cuya misión es hace volar al enemigo. No corre ningún riesgo, observa una pantalla mientras oprime botones y mueve palancas. Alguien podría pensar que juega en una computadora pero no es trivial el efecto de sus movimientos. Detrás de la pantalla, la muerte.
El centro de la política antiterrorista del gobierno norteamericano es un macabro videojuego. Un programa pretendidamente preciso de asesinatos a distancia. Esta política pública ha sido diseñada tecnológica y legalmente. Se basa en la idea de que es mejor matar que procesar; que es preferible asesinar al enemigo que apresarlo. Obama rompió con la política bélica de Bush II. Caras, inútiles, quizá contraproducentes, las intervenciones militares en Irak o en Afganistán tenían una ambición descomunal: transformar a los Estados enemigos en aliados; reconfigurar la política interior de esos países para evitar que apoyen o que financien a los terroristas; impedir que se asienten en su territorio, campos de entrenamiento. Rehacer el Estado o inventarles nación a través de la ocupación militar. Transformar al enemigo en ejemplo para los vecinos. Obama no tiene esa pretensión. Sabe bien que las guerras son impopulares, que cuestan mucho dinero, que son mala publicidad y que conllevan enormes responsabilidades posteriores. Por eso ha variado la estrategia: en lugar de ocupar territorialmente el país que amenaza, ha puesto en marcha el más amplio programa de exterminio selectivo del que se tenga memoria. Miles de personas han sido asesinadas por este programa eufemísticamente descrito como operaciones de contingencia en el extranjero. El blanco ya no es el Estado que apadrina terroristas: el blanco es, literalmente, el terrorista.
En mayo de este año, el presidente Obama pronunció un discurso en la Universidad de la Defensa en el que delineó su estrategia contra el terrorismo. Habló de la necesidad de terminar con la guerra. Como toda guerra, la guerra contra el terrorismo debe terminar, dijo Lo que debía ponerse en práctica ahora era una estrategia de desmantelamiento de las organizaciones terroristas. La violencia de los extremistas debía enfrentarse con un esfuerzo permanente y de gran precisión. Alejándose de la escabrosa invasión, Obama defiende la precisión quirúrgica del asesinato. Los drones convertidos en el eje de una política. En realidad lo que propone Obama es la continuación de la guerra por otras vías. Como bien ha advertido el pensador liberal Stephen Holmes, su política no pretende terminar con la guerra: quiere ocultarla. Sigamos con la guerra, pero que a nadie le incomode. Continuemos en guerra pero que ésta ya no salga en la televisión. Prosigamos la batalla pero que ésta no penetre en la conciencia de los ciudadanos norteamericanos.
El presidente del vastísimo programa de espionaje resulta también el presidente del ocultamiento más efectivo. Los ataques a control remoto son en efecto, por su propia naturaleza, secretos. Podrán devastar una comunidad remota, aniquilar civiles que no tienen nada que ver con el terrorismo, matar a niños pero no salen en las noticias de la noche. Con las guerras convencionales viajan periodistas, camarógrafos, cronistas que describen, que narran, que retratan los horrores de la guerra. Los drones no tienen asientos para llevar a la prensa al viaje. Las embestidas de Obama han logrado escapar de la publicidad y son, por ello mismo, infinitamente más peligrosas.
Bush fue el presidente de Guantánamo, Obama será el presidente de los drones, escribe Holmes. No se trata de una mejora sino, el fondo, del agravamiento de una política que desprecia la ley y que anula los derechos. El presidente de un país decidiendo por sí y ante sí quién merece la muerte en cualquier rincón del planeta. De acuerdo al código imperial, le corresponde esa “facultad” de designar a quien merece la muerte sin juicio y sin derecho a defensa. Hay una discrepancia entre Obama y su antecesor sobre los usos de la fuerza militar. Pero debajo de ese desacuerdo hay una coincidencia profunda: la convicción de que sus “enemigos” carecen de derechos. Obama sigue–y tal vez profundiza—la certeza de su antecesor de que los sospechosos de estar involucrados en actividades terroristas no merecen procesos justos e imparciales. No deben ser aprisionados de por vida y sin derecho a defenderse: merecen ser exterminados.