Diciembre 13, 2024

Derecha que estás en los suelos

En primer lugar es necesario eliminar un cierto número de falacias que los medios de comunicación y los políticos de derecha quieren convertirlas en una especie de sentido común :

Es falso que los sistemas electorales determinan el sistema de partidos y su número, pues en las ciencias sociales no existe la relación causa-efecto, y sólo los positivistas creen que es posible establecer leyes. En cada situación histórica juega una serie de variables que hacen casi imposible cómo se va a desarrollar, por ejemplo, las famosas tres reglas de Duverger, en el sentido de que los sistemas mayoritarios a una vuelta favorecen la existencia de dos y medio partidos; a dos vueltas, cinco a seis partidos; y en proporcional, a una multiplicidad de partidos. Hay muchos casos que contradicen estas reglas: 1) en Venezuela y Colombia se aplicó el sistema proporcional, dando por resultado un bipartidismo (ADECO y COPEI, en Venezuela, y Liberales y Conservadores, en Colombia); 2) en Francia se aplicaron el mayoritario a dos vueltas, y el proporcional, sin cambiar el número de partidos; 3) en Chile, el sistema proporcional permitió una multiplicidad de partidos, en el período de Carlos Ibáñez, y terminó en el bipartidismo en 1973, UP y CODE

 

Es falso que el sistema binominal sea una variante de los sistemas mayoritarios, pues el binominal es una aberración en los sistemas electorales. En ningún país del mundo , ningún cerebro medianamente cuerdo, puede concebir un sistema electoral que favorezca a la segunda mayoría y promueva el empate entre dos fuerzas políticas; a esta monstruosidad mental se le puede hacer reformas, como la propuesta por el gobierno para evitar la exclusión, sin embargo, auque la mona se vista de seda, mona se queda. En este plano, los jóvenes son muy sabios al no participar en semejante estulticia.

 

Es falso que los sistemas electorales sean capaces de dar equivalencia entre sufragios y escaños, ya que todos los sistemas, sean proporcionales o mayoritarios, distorsionan la voluntad popular, incluso el famoso sistema D´Hont que, sucesivamente, favoreciendo en escaños a radicales, agrario-laboristas y demócrata cristianos sucesivamente.

 

Es falso que el sufragio exprese, en forma transparente, la voluntad popular. La derecha política siempre temió al sufragio, pues creyó que este llevaría a la dictadura del proletariado, en razón del número superior de aquellos que tienen sólo prole, y los propietarios, razón por la cual, desde tiempos inmemoriales, han inventado diversas fórmulas para falsearlo: de 1833 a 1891, la intervención presidencial; de 1891 a 1958, el cohecho y el fraude; sólo de 1958 a1973 pudo expresarse, con cierto grado de transparencia, la voluntad popular.

 

Es falso que en la democracia chilena se ha aplicado la no exclusión: en 1937 y en 1948 se aplicaron leyes que excluían a los comunistas de los registros electorales; algo muy distinto es que la estupidez de la derecha no haya sabido aprovechar, electoralmente, la exclusión de sus rivales.

 

No necesariamente el crecimiento del padrón electoral y las leyes contra el cohecho han favorecido a las fuerzas progresistas, por ejemplo, en 1958 fue elegido el derechista Jorge Alessandri sólo meses s después de haberse aprobado la ley que instauró la cédula única, que eliminó el cohecho, sin embargo, el crecimiento del universo electoral, que aumentó de un 23,3 por ciento en 1930, al 82.3 por ciento en 1970, respecto a los ciudadanos en condiciones de sufragar, favoreció a la Democracia Cristiana y a la Unidad Popular, pero este hecho tiene explicación en otras variables que, no necesariamente, se deben al crecimiento del padrón electoral.

 

En la Constitución de 1925 el número de diputados correspondía a 30.000 ciudadanos, según el censo de la época; los senadores representaban circunscripciones regionales. El constituyente de 1980 desprecia la soberanía popular y, como la Constitución es pétrea, se puede incluir en su texto un número cualquiera de diputados, en el caso actual, 120, pero como colocar un número arbitrariamente, sin considerar el número de electores, es un absurdo y desvirtúa la representación; uno podría jugar y colocarle 666 ó 777, el del demonio o el de la perfección y, a la larga, el elector importa poco y, en general, es un vasallo del diputado o senador.

 

La inscripción y el voto voluntario me parece evidente en cualquier democracia civilizada; el voto obligatorio sólo es válido cuando se plantea el sufragio como un deber, en el supuesto de una democracia avanzada y con espíritu cívico, que no es el caso chileno. El sufragio de los chilenos en el extranjero constituye un mínimo reconocimiento de quienes han sido los embajadores de Chile en todo el mundo; es absurdo el argumento de que no puedan votar porque no pagan impuestos, lo cual sería válido en una democracia censitaria, donde los que más tributan tendrían más votos. Chile sería algo así como LAN: quienes tienen más acciones, tienen más votos. Por lo demás, en Chile la mayoría gana menos de $250.000, por consiguiente, no tributa y no tendría derecho al sufragio. Esta teoría es la expresión de la más perfecta plutocracia.

 

La derecha, hasta hoy, ha tenido todo el poder, menos la presidencia de la república: ha sido siempre dueña de la judicatura, del Banco Central y de los Bancos privados, además de todas las asociaciones empresariales; habría que agregar, en el plano político, el Parlamento: de 1925 a 1949, fluctúa entre un 40% y un 50% del electorado; en 1932, el 42%; en 1941, el 31.2%; en 1945, el 43.7%; en general tuvo entre 50 y 70 diputados. En el sistema político chileno, el Presidente gobierna con los partidos y el Parlamento; la derecha fue perdiendo este poder electoral en las elecciones parlamentarias, en dos períodos: durante el gobierno de Carlos Ibáñez, que llegó apenas al 29.2%, en 1953, y durante el gobierno de Eduardo Frei Montalva, que llegó al 12% en 1965.

 

La derecha siempre ha tenido que entenderse con el centro político: con los radicales, 1938-1964, y con los demócrata cristianos, 1964-1973; con los radicales más flexibles pudo formar gobierno con Gabriel González Videla, y atraerlos a la formación de una combinación, dirigida por el derechista Jorge Alessandri – le fue muy fácil convertir en gerentes a estos mediócratas.

 

La Democracia Cristiana ha sido más difícil para la derecha: en el fondo, estos hijos de los Conservadores se convirtieron en parricidas, eliminando a su padre en las elecciones de 1965; y, como si esto fuera poco, estos discípulos de los Jesuitas expropiaron los fundos a los terratenientes poniendo fin a su hegemonía política, por lo tanto, no es difícil explicarse el resentimiento que un sector de la derecha tendrá siempre con la Democracia Cristiana. Según Nietzsche, el “resentimiento es uno de los motores de la historia”.

 

El votante de derecha es individualista y, prácticamente, no milita en partidos, pues lo único que le interesa es preservar el dinero y la propiedad privada, y estos bienes se los garantiza perfectamente los partidos de clase media, como los radicales, no así la Democracia Cristiana que reformó, en 1965, el artículo 10, No.10 de la Constitución, precarizando la propiedad privada.

 

En las elecciones presidenciales, la derecha casi siempre jugó el papel de perdedor: lo hizo con Gustavo Ross frente a Pedro Aguirre Cerda, con Carlos Ibáñez frente a Juan Antonio Ríos, con Eduardo Cruz Coke y Fernando Alessandri frente a Gabriel Gonzáles Videla, Arturo Matte frente a Carlos Ibáñez-. En muchos de estos casos la derecha se dividió: Arturo Alessandri y Rafael Luis Gumucio Vergara, más un número de diputados liberales, se negaron a apoyar al ex dictador Carlos Ibáñez; en 1946, la derecha fue dividida: Eduardo Cruz Coke, apoyado por conservadores y falangistas, y Fernando Alessandri, por los liberales; si sumamos los votos de los dos candidatos, alcanzaron la mayoría absoluta de 56.9%, y González Videla apenas el 40.1%. Como seguramente ocurrirá, en las próximas elecciones, la derecha se perderá por la división y el individualismo. En 1958, de nuevo tuvo la oportunidad de llegar al poder, aliada con el centro demócrata cristiano: el Partido Liberal estuvo a punto de proclamar a Eduardo Frei, de no mediar el resentimiento del conservador Juan Antonio Coloma, (abuelo del actual senador), Frei hubiera sido el candidato de la derecha; un acontecimiento dramático, como la muerte de Raúl Marín Balmaceda, en plena Convención liberal, Jorge Alessandri nunca hubiera sido presidente de Chile.

 

Para los ingenuos, que creen que Piñera puede gobernar mejor el país, baste recordar el desastroso gobierno de Jorge Alessandri Rodríguez, un solterón, mamero y neurótico, según confesiones de su padre; quiso hacer un gobierno empresarial y manejar Chile como la Papelera de Puente Alto, empresa de la cual era gerente. A don Jorge se lo comió la inflación, se le acabaron los dólares y tuvo que sufrir la oposición de la CUT, indignada por las alzas permanentes del costo de la vida, que no iban acompañadas de aumento de salario. Los radicales perecieron por culpa de su alianza con la derecha.

 

Desde 1938 hasta los años 60 existió un divorcio entre la derecha y los militares, fundamentalmente Marmaduque Grove y Carlos Ibáñez representaban alternativas bonapartistas e, incluso, socialistas en el caso de Grove. Si bien los militares no podían sentirse cerca de los movimientos populares, pues rompería su formación prusiana de la disciplina, también fueron antiparlamentaristas y contrarios a la república plutocrática. Según Rafael Luís Gumucio, en sus Memorias los describe como antiderechistas y antiizquierdistas. Gustavo Ross perdió, por menos de un 1%, las elecciones de 1938 e intentó el apoyo del general Arriagada para desconocer el triunfo del Frente Popular, fracasando rotundamente. Siempre hubo un pequeño sector militar que adhería a la derecha, que se expresó en el golpe militar contra el gobierno de Aguirre Cerda, nuevamente derrotado. Sólo en los años 60 y 70 las Fuerzas Armadas se inclinan por la doctrina de la Seguridad Nacional, postulada por los gobiernos norteamericanos y el arbitraje militar se pronuncia por la derecha política.

 

La época de oro de la hegemonía de la derecha comienza a partir de la oposición al gobierno popular de Salvador Allende. En el fondo, bajo aparentes ropajes democráticos, la derecha toma la jefatura de la oposición reaccionaria al gobierno de Allende. Hay diversas fuentes para analizar la ideología de la derecha en las últimas décadas de nuestra historia: en primer lugar, un pequeño sector liberal y democrático, cuyos líderes eran los inolvidables Hugo Zepeda Barrios y Julio Subercaseaux, mantenía la tradición libertaria de conservadores y liberales; este liderazgo fue reemplazado, a raíz de la debacle electoral de la derecha, en 1965, por los nacionalistas, muchos de ellos de corte fascista, admiradores de Francisco Franco, que comenzaron a formarse en la Revista Estanqueros, dirigida por Jorge Prat Alemparte, y en la cátedra animada por el sacerdote ultrarreaccionario Osvaldo Lira, SSCC, y del historiador hispanista Jaime Eyzaguirre. Desde el Centenario hay una tendencia nacionalista antiparlamentaria y contraria a la soberanía popular, cuya cabeza visibles estaba conformada por el historiador Alberto Edwards y, posteriormente, por Francisco Antonio Encina. Es esta tendencia la que dominará el nuevo Partido Nacional, cuyo líder era Onofre Jarpa y que hoy forman parte del aspecto conservador de la UDI, que la ha conducido a oponerse, tontamente, por ejemplo, al reparto igualitario de la “píldora del día después”, que tanto daño ha causado a la derecha ante la opinión pública, y a todos los temas progresistas que atingen a la sociedad civil. Por último, está la Escuela Monetarista de los clásicos neoliberales, que se formaron en la escuela de Economía de la Universidad Católica.

 

Para la derecha, la democracia es una entelequia: el verdadero Leviatán no se encuentra en el autoritarismo – que no es malo para la libertad económica – sino en la soberanía popular que, como lo sostenía el ideólogo Jaime Guzmán, no es la única fuente, ni siquiera la principal, de donde surge el poder. El ideal final sería una especie de sociedad corporativista que tuvo expresión, en cierto grado, en los amarres institucionales de la Constitución de 1980, sobretodo en la inamovilidad de los comandantes en jefe, los senadores institucionales, la no participación en política de los líderes sindicales, el sistema binominal y otras lindezas. Esta tesis corporativista de desprecio de la soberanía popular ha condenado, durante toda la transición a la democracia, a la derecha a un permanente juego de perdedores, conformándose con las ventajas electorales, heredada de los amarres constitucionales.

 

Creo muy difícil que el gobierno concertacionista logre, por medio de pactos, cambios substanciales en el Sistema Electoral y de Partidos Políticos, pues la historia prueba que todas las grandes reformas electorales han sido producto de lo que podríamos llamar “golpes electorales”, es decir, aprovechar algunos momentos claves en que la derecha está desprevenida para lograr avances en el sistema electoral y político. Así ocurrió en 1912, como lo relata Manuel Rivas Vicuña; en 1958, con el Bloque de Saneamiento Democrático, que derogó la Ley de Defensa de la Democracia e instauró la cédula única; en 1970 y 1971, que concedió el voto a los mayores de 18 años a los analfabetos, aumentando el padrón electoral al 41% de los habitantes de la nación. Si me fuerzan a extremar el argumento, puedo afirmar que, incluso, la educación primeraza obligatoria y gratuita fue también producto de un golpe parlamentario, en 1920, producido por un acuerdo entre Manuel Rivas Vicuña y el líder conservados, Rafael Luís Gumucio Vergara. Podríamos seguir extendiendo el argumento a la separación de la iglesia y el Estado, en 1925, y a la aceptación, por parte de la jerarquía eclesiástica, del triunfo del masón Pedro Aguirre Cerda, que aterraba a una parte del clero, por a experiencia de la república española, de 1931. Rafael Luís Gumucio Vergara relata en sus Memorias la gestión realizada por él ante el Cardenal José María Caro.

 

En el comienzo de la transición a la democracia los partidos de derecha, si bien lograron mayores votaciones que el antiguo Partido Nacional, un 20% en 1973, fueron siempre minoría en las elecciones pluripersonales: diputados en 1989, 34.18%; diputados en 1993, 36.68%; Municipales en 1996, 32.47%, y así suma y sigue hasta llegar a fin de siglo. En las presidenciales, los resultados fueron aún más catastróficos: perdieron con Buche y, posteriormente, con Arturo Alessandri, ante los demócrata cristianos Aylwin y Frei. Sólo en 1999, por el fin catastrófico del gobierno de Eduardo Frei y el genial slogan del cambio, Joaquín Lavín logró casi empatar, en primera vuelta, con Ricardo Lagos, 47.58% para el primero y 47.96% para el segundo. Esta fue la parusía electoral de la derecha, perdida en la segunda vuelta gracias a los votos de la izquierda. De ahí para adelante, en las elecciones pluripersonales e incluso, en las presidenciales, la derecha cuenta con un sólido 40% .Solo tiene un paréntesis con el triunfo del actual presidente que no es más que eso. Para volver a la derrota perenne

 

Según Pablo Longueira, una especie de profeta de la UDI populista, “la derecha es histérica y soberbia”, por eso mismo, seguramente, a pesar de los autogoles de la Concertación, volverá a perder las elecciones presidenciales del Bicentenario. Es muy posible que, como muchas de las profecías autocumplidas, este augurio de Longueira sea una realidad. Quienes no son especialistas en historia pueden entusiasmarse con la vocación popular de este ideólogo poblacional de la derecha. Si hubiera que buscar antecedentes a este aparente compromiso con los pobres, de que hace gala Longueira, creo que tendríamos que recurrir a la Falange española de José Antonio Primo de Rivera, hijo del dictador Miguel Primo de Rivera; los primeros falangistas españoles, plenamente fascistas, usaban el overol de obrero para identificarse con la clase trabajadora y cantaban Cara al sol con la camisa parda. El populismo es una nueva cara de la derecha en el mundo; baste recordar los casos de Nicolás Sarkozy, en Francia y de Álvaro Uribe en Colombia. Hay que tener mucho cuidado con este caramelo envenenado que la derecha ofrece a las masas despolitizadas. El centro social está en Vitacura, las Condes y Barnechea

 

 

 

Rafael Luís Gumucio Rivas

19 07 2013

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