El jueves 6 de junio 2 mil manifestantes convocados por las redes sociales marcharon por la avenida Paulista, en Sao Paulo, protestando contra el aumento de 20 centavos de real –ocho centavos de dólar– en el pasaje del transporte colectivo. De no haber sido por la incomodidad causada en el siempre caótico tránsito, lo más probable es que la marcha habría pasado sin pena ni gloria.
El jueves siguiente, los manifestantes paulistas ya eran más de 50 mil, y las marchas se habían reproducido en otras capitales brasileñas. Hubo una feroz y desmesurada represión de la policía militarizada de Sao Paulo, y otra vez las redes sociales diseminaron por todo el país imágenes de la salvaje truculencia de la policía.
Un jueves más, el 20, un millón 250 mil personas se manifestaron en 460 ciudades brasileñas. Hubo multitudes de 100 mil en Recife y poco más en Sao Paulo, y estruendosas 300 mil en Río.
Para entonces, el malhadado aumento de 20 centavos ya había sido cancelado en casi todas las partes, y los manifestantes exigían mejor salud pública, mejor educación, mejor transporte, menos corrupción, menos gastos estratosféricos en la preparación del Mundial del año que viene, y un sinfín de temas que brotaban como hongos después de la lluvia. En esos tres jueves el país pasó de la perplejidad inicial al entusiasmo propiciado por la presencia de centenares de miles de jóvenes en las calles, y también al susto provocado por la violencia de vándalos que conformaban una ínfima minoría en las manifestaciones, pero cuya capacidad de destrucción sólo fue superada por la agresividad de la policía.
Ahora es imposible saber cuáles serán los pasos siguientes. Las movilizaciones no obedecen a un grupo capaz de organizarlas, y nacen de llamados en las redes sociales. El pequeño y casi inexpresivo grupo que inició todo eso, el Movimiento Pase Libre (MPL), reconoce que fue desbordado. Nadie pudo prever que se llegase a tanto, y ahora nadie sabe qué hacer con el tamaño actual de las movilizaciones. Existe la perspectiva de los estrategas políticos de los partidos y gobiernos, hecha más de esperanza que de lógica, que a partir de este fin de semana el movimiento se vacíe paulatinamente.
Entre el primero y el tercer jueves, en los partidos políticos, en los gobernantes de las tres esferas (municipal, estatal y nacional), así como como entre analistas que buscan explicaciones para las muchas preguntas que se abren una tras otra, lo que prevaleció fue la perplejidad.
Y esa perplejidad pasó a una imagen de inercia y de tremendos fallos de análisis de todos, empezando por el PT, partido que nació de la base y construyó su trayectoria precisamente a raíz de su inmensa capacidad de movilización popular, y por el mismo gobierno de Dilma Rousseff. Nadie supo detectar esa insatisfacción latente.
La noche del pasado viernes finalmente la presidenta de los brasileños reaccionó. Quizá haya sido demasiado tarde: ayer los manifestantes volvieron a las calles. ¿Quién los irá parar? ¿Cuándo?
Queda patente que hay y hubo, a lo largo de todo el tiempo, una profunda y airada insatisfacción en amplias capas de la población que parecía adormecida. Queda claro que los partidos restringieron su actuación a las elecciones, abandonando su rol de representatividad e interlocución entre la calle y el poder. Queda evidente que toda la clase política desoyó señales de alerta lanzados a lo largo de los tiempo.
Por ejemplo: hace cinco meses, llegó al Congreso una petición popular que reunió un millón 300 mil firmas pidiendo que Renan Calheiros no fuese elegido por sus pares para presidir el Senado. Dueño de un currículo que semeja un manual de delitos de toda gama, Calheiros preside el Senado.
Hubo protestas por doquier cuando un diputado llamado Marcos Feliciano, uno de esos autonombrados pastores de sectas evangélicas, un homofóbico declarado, fue elegido presidente de la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados. Entre otras aberraciones, el exótico pastor defiende ardorosamente que los sicólogos pueden aplicar tratamientos para curar la opción de los homosexuales. Opositor atroz al aborto, incluso en casos en que la salud de la madre esté en riesgo, Feliciano dice que la decisión del Consejo Nacional de Sicología que prohíbe la cura gay atenta contra el derecho de los homosexuales de buscar una cura para su enfermedad.
A eso hay que sumar la corrupción endémica, facilitada por la esdrújula alianza armada por el PT para crear la base de apoyo al gobierno de Dilma, y que abarca de reaccionarios convictos a corruptos notorios.
El desaliento causado por ese cuadro, más las políticas centradas en aumentar el consumo para buscar el crecimiento económico, cuya consecuencia más visible es el abandono absoluto y la ruina de los servicios públicos de educación, salud, seguridad y transporte urbano, forman esa receta básica para llenar las calles de protestas.
Y también para provocar la perplejidad paralizante de la clase política de un país en que, aparentemente, todo caminaba bien.