Por donde se mire, llevar dos o más candidatos de Izquierda a las elecciones presidenciales -justo en el momento en que los sostenedores del modelo pasan por un estado crepuscular-, no sólo es un lujo impresentable: es una soberana estupidez.
Cuando José Saramago dijo que la Izquierda no tenía puta idea del mundo en que vive, quizás se imaginaba la del Chile actual.
El ejercicio electoral que intentan, parece que tiene por propósito confundir más que aportar en la eterna búsqueda de la consigna mágica, del paraguas acogedor, de la mística reestrenada que encante a la gente. Muy poca explicación tiene que las distintas candidaturas, todas ellas asumidas como representantes del mundo social, no consulten precisamente a ese mundo social.
Los pobladores de Quellón, asumiendo las lecciones de Coyhaique, Freirina, el Valle del Huasco, Montenegro, han logrado sus demandas no sin antes dar dura lucha en las calles. ¿Qué opinarán esos pobladores? ¿Estarán con Roxana, por su raigambre pobladora y combativa? ¿O con Marcel y su llegada franca y abierta a los estudiantes? ¿O quizás con Gustavo, y sus atinadas propuestas respecto de las riquezas nacionales? ¿Los estudiantes, no tendrán nada que decir?
Esas candidaturas vocean sus propuestas, pero para decir las cosas como son, lo hacen de espaldas al mundo real. Cada uno de estos valiosos candidatos se propone como el legítimo representante de quienes han traído la situación al extremo de acorralar al sistema, y nadie entiende por qué no es esa misma gente la que dirima quién de ellos es el primus (o prima) inter pares.
Se ha perdido demasiado tiempo para seguir desperdigándolo en rivalidades estériles entre quienes no tienen sino razones para actuar de consuno. Desorienta el ejercicio de determinar a quién apoyar, por quién trabajar, a quiénes ofrecer la modestia de nuestros esfuerzos. No habiendo elementos objetivos, ¿será el azar el que determine o la simpatía, el look?
La Izquierda que está levantando candidatos que se autoproclaman como los representantes de la gente, parece más interesada en perfilar sus proyectos doctrinarios que en transformarse en herramienta del pueblo para la construcción de un país más humano.
Hoy, cuando existen condiciones para abordar mayores batallas, es cuando el pueblo requiere de actuaciones unitarias mediante articulaciones políticas que respeten las características de todos, pero que pongan en el centro los objetivos transversales.
Personalidades de distintos ámbitos comienzan entregar sus opiniones respecto de la necesidad de cambios profundos. Se habla por todos lados de la necesidad de una nueva Constitución. Los más audaces, proponen una Asamblea Constituyente de generación democrática. En la Concertación, en sus balbuceos propios de la decrepitud, se dan vueltas en redondo, para llegar donde mismo. La ex presidenta Bachelet dice que sí, quién sabe, pero no. Y la derecha, obviamente, reverdece laureles y amenaza con el caos, la debacle, la anarquía y el derrumbe de todo lo que hubo.
Pero una idea que seduzca a la gente, que esté en sintonía con el paso vibrante de los estudiantes, que surja de la voz potente de quienes finalmente son capaces de cambiar la historia, no se ve. Ocupados en quedar bien con sus potenciales electores, quienes podrían encabezar luchas mayores se entretienen en candidaturas con las que juegan a ser genuinos representantes de la gente. Y de tanto esforzarse en ese anhelo, esas izquierdas ególatras terminan en un ejercicio que repite el intento por reemplazarla, al más viejo, despreciado e inútil estilo de las que en el mundo han fracasado.
Resulta impostergable que la lucidez haga lo suyo. Entendamos que no se puede dejar pasar esta oportunidad para ofrecer a la gente un camino de acción mancomunada ahora mismo que las consignas coinciden en broncas y exigencias. ¿Qué debe pasar para que quienes están obligados a mirarse como compañeros depongan orgullo, egos y banderas, para actuar unidos?
Cuando estas escaramuzas pasen, y el mundo siga en sus vueltas y revueltas, este tiempo deberá recordarse con sus características, enseñanzas y fatalidades. Para entonces, ya no servirán las contriciones, las autocríticas ni las afrentas. Ya se habrá perdido un tiempo precioso que no volverá, y sólo quedarán las especulaciones de lo que pudo haber sido pero no fue.
Resultará un ejercicio triste contar los escuálidos votos nacidos más bien de las trincheras personales que de la manifestación rebelde de esos millones que quieren que la cosas cambien. Las fracturas de la Izquierda hasta ahora no han permitido tomar en cuenta su parecer al momento de proponerles líderes y buenas intenciones.
Quien quiera portar los estandartes del pueblo, que se gane el derecho. Como se lee en las murallas rebeldes: “Que mande la gente o que no mande nadie”.
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 783, 14 de junio, 2013