Reflexionar respecto al desarrollo, es simplemente preocuparse del presente y futuro de la nación, de su progreso integral y/o transversal; una discusión sumamente necesaria para evolucionar hacia niveles superiores de bienestar para los y las componentes de nuestra nación. Del título de este artículo se puede desprender el sentimiento personal – preocupante – frente a este gravitante tema país: “existe una enorme brecha entre el desarrollo chileno plasmado en los discursos, y el desarrollo real”, ese que se observa de la cotidianeidad y en el sentir de las personas que conforman la sociedad chilena. O dicho de otra manera, la distancia es abismante entre lo que por años se nos ha hecho creer (estamos ad portas del desarrollo) versus lo que se logra comprobar con una metodología tan sencilla como observar qué ocurre con nuestro entorno inmediato.
A nivel internacional, comúnmente se consideran como países “desarrollados” y, por cierto, exclusivos modelos a seguir, naciones como Estados Unidos, China, Japón, Alemania, Reino Unido, entre muchos otros del denominado “primer mundo”. Erróneamente, parece ser que existe una creencia generalizada que nos especifica que debemos optar por un camino similar para llegar a una especie de meta a alcanzar, para lo cual, ineludiblemente tendríamos que emular estos “ejemplos” si es que realmente pretendemos ser exitosos. Estos países se destacan y encuentran a la vanguardia en muchas áreas (principalmente en investigación, tecnología, capital humano avanzado, industrialización y peso en la economía global), no obstante, muchas veces se ocultan aquellas realidades que denotan su “subdesarrollo”, si, tal como se lee, su precariedad. Por ejemplo, sólo por mencionar unos cuantos indicadores comprobables, dejo abierta la siguiente interrogante: ¿Pueden efectiv
amente considerarse desarrollados aquellos países que – proporcionalmente – tienen los más altos niveles de inversión y comercialización en armamento (y paradojalmente pregonan la paz), son líderes en la contribución al planeta con gases de efecto invernadero y dióxido de carbono (llaman constantemente – por cumplir – a la conciencia medioambiental), consumen energía de forma exagerada, concentran gran parte de la población mundial, poseen los mayores índices de extinción de especies o son los principales consumidores de alcohol (worldmapper.org)? ¿Desarrollados? Permítanme, a lo menos, discutirlo.
Lo anterior, puede parecer una afirmación un tanto categórica y catastrofista, pero, lo cierto es que no es más que una realidad latente y que se está profundizando con el paso del tiempo. Para fundamentar esto, resulta necesario presentar y analizar el verdadero significado del desarrollo, ese que al menos, personalmente, considero básico a la hora de comenzar a discutir y medir nuestro nivel de desarrollo país, situación que, en realidad, representa una clara indecisión chilena pues se ha transformado en la verdadera piedra de tope al momento de definir fehaciente y conscientemente hacia dónde vamos y qué queremos como país en su proyección hacia el futuro.
Así entonces ¿Qué se entiende por desarrollo? El concepto de desarrollo resulta en extremo complejo de definir, dada la diversidad de enfoques en que históricamente ha sido tratado. Producto de aquello el entregar una definición aplicable a todas las realidades se transforma en un proceso sin fin, dado que trata de subjetividad pura. No obstante, en base a la abundante información disponible, es posible presentar una aproximación al verdadero trasfondo de su significado. El desarrollo es entendido por Sunkel (1999) como el “proceso de transformación de la sociedad caracterizado por la expansión de la capacidad productiva, el aumento de los promedios de productividad por trabajador y de ingresos por persona, los cambios en las estructura de clases y grupos y en la organización social, las transformaciones culturales y de valores, y la evaluación de las estructuras políticas y de poder, todo lo cual permite elevar los niveles de vida”. Por su parte, según Lira
(2002) el desarrollo “tiene directa relación con el crecimiento económico, la correcta distribución de los ingresos, el medio ambiente y la calidad de vida, la satisfacción de las necesidades básicas de la población, el respeto a los derechos humanos y, últimamente, con la competitividad internacional”.
De las afirmaciones presentadas se pueden extraer tres grandes conclusiones. Primero: el desarrollo, contrariamente a lo que a veces tiende a instalarse y dogmatizarse, no se refiere exclusivamente al aspecto económico, es decir, y tal como plantea el economista nacional Manfred Max Neef, “el desarrollo no precisa necesariamente de crecimiento” (económico). Segundo: el desarrollo involucra una multiplicidad de dimensiones, las cuales tienen relación con aspectos políticos, sociales, culturales, ecológicos y económicos; todas ellas con igual importancia y preponderancia para el devenir de las sociedades. Y tercero: el desarrollo tiene y debe, en el fondo de sus propósitos, poseer un “rostro” mucho más humano, lo que básicamente significa que, a pesar de ser relevante, el énfasis no recae en la capacidad de producción de bienes, sino que, junto con estos, en la ampliación de las capacidades de las personas para así alcanzar niveles superiores de bienestar
tanto para sí mismos como también para la sociedad en la que se encuentren inmersos. E incluyo una conclusión anexa: “no hay desarrollo posible si este se concibe pensando sólo en el corto plazo. El desarrollo, para ser real, requiere de una concepción sostenible en donde prime la denominada solidaridad intergeneracional”.
Aclarado lo anterior, bien cabe preguntarse… ¿Entendemos actualmente en Chile el desarrollo en las dimensiones aquí indicadas? Me atrevo a decir que no. Estamos habituados a escuchar divergentes discursos y planteamientos que hacen directa alusión al desarrollo, entendiéndolo erróneamente como sinónimo de crecimiento económico u desarrollo económico; sin identificarse, por lo tanto, las claras y profundas diferencias existentes entre uno y otro concepto. Es de esta manera que en reiteradas oportunidades los análisis caen – y abusan – en reflejar situaciones que distan de la realidad misma. Indicadores como el Producto Interno Bruto y la tasa de crecimiento de este, el Ingreso Per Cápita (que no mide distribución), o en el mejor de los casos, el índice de Desarrollo Humano (que mide capacidad económica, salud y educación) son presentados con orgullo como el fiel reflejo del “cuasi desarrollo” del país. Y es más, se nos habla muchas de una economía só
lida (dependiente de materias primas), pujante e internacionalizada que se traduce en un supuesto bienestar individual y colectivo, pero no se analiza si aquello es percibido hacia adentro y no en simples y frías cifras macroeconómicas que esconden la situación de las economías regionales, locales y familiares.
Precisamente en base a los indicadores señalados – en los cuáles nuestro país se encuentra bien posicionado a nivel mundial – se ha construido una visión que calificaría como distorsionada y un tanto lejana de la realidad; la que sólo está en las mentes de entre quiénes nos dirigen (del hoy y de ayer), generándose así, una especie de “sobre expectativa” en la población. Así entonces, cabe preguntarse si estos mecanismos de medición ¿Son realmente representativos de la situación país frente al desafío de llegar a ser algún día desarrollados? Nuevamente la respuesta es negativa. ¿Cuál es el fundamento? Claramente va en directa relación con la concepción moderna. El desarrollo, sólo por mencionar algunas situaciones que son relevantes en la práctica, significa: respeto y consideración por la diversidad cultural nacional y externa (aceptar la multiculturalidad); resguardo y protección de la biodiversidad y los ecosistemas; manejo sustentable, equ
ilibrado y responsable de los recursos naturales existentes en el territorio (pensando en las próximas generaciones); contar con una distribución menos inequitativa de la riqueza nacional; tener un país conectado territorial, comunicacional y tecnológicamente; poseer un sistema político administrativo que no solamente desconcentre, sino que descentralice la gestión en cada una de las regiones; ser una verdadera democracia que permita – y no obstaculice – la activa participación de los diversos sectores e ideologías políticas; dejar de lado el excesivo y dañino centralismo que ya en casi 200 años de historia parece ser estar instalado y ser, por lo tanto, “irreversible”; educación pública y privada (escolar y universitaria) de calidad, con estándares confiables y que no profundice cada día la segregación; salud con acceso para todos (as) y desconcentrada; integración del ciudadano (a) común en las decisiones gubernamentales en sus diferentes escalas; f
ormar cultura deportiva y cívica (ciudadanos responsables e informados); reducir los niveles de pobreza e indigencia, tasas de desempleo y delincuencia (se ha avanzado); formación de capital humano avanzado (aún sigue siendo un privilegio de pocos); fomento de la innovación y emprendimientos; diversificar aún más la base económica productiva y dejar de depender de los recursos naturales (otorgar valor agregado); mantener relaciones bilaterales de constante cooperación y confianza con nuestros vecinos (¿Perú y Bolivia?); etc., etc., etc.
Ahora bien, al revisar cada una de las aristas del desarrollo enumeradas (lógicamente faltan muchas) surge un nuevo cuestionamiento ¿En qué pié se encuentra esta larga y angosta faja de tierra frente a estas? Si se recorre una a una las variables expuestas, la conclusión es que estamos muy en deuda en muchos de estos aspectos (en algunos se ha avanzado bastante). Y no es una exageración, es solamente cuestión de ver, como ya se indicó, nuestro entorno, el cual constantemente demanda por avances sustanciales en cada una de las materias. Ante esta comprobable situación ¿Puede Chile entonces considerarse un país “ad portas del desarrollo”? Si lo medimos como todos en el mundo, puede decirse que SÍ, Pero si lo analizamos bajo un enfoque más integral del desarrollo como el ya explicitado en párrafos previos, NO. Esta es una creencia impuesta por nuestros gobernantes y que la sociedad “desinformada” tiende a creer, hacer suya y divulgar con “absoluta certez
a”, sin previos análisis y cuestionamientos. La brecha aún es importante. Hay grandes desafíos por delante, muchos de ellos advertidos (aunque algunos obviados) por la propia OCDE.
En suma, en Chile claramente falta definir qué involucra el ser un país desarrollado. Resulta especialmente inquietante resolver al corto plazo esta situación. ¿Queremos seguir pensando que desarrollo significa sólo crecimiento económico, mayor infraestructura, modernidad y progreso tecnológico? ¿O por el contrario, junto con los aspectos mencionados, incorporaremos otros que trascienden lo meramente economicista y se acercan al desarrollo humano e integral de la sociedad? Hoy por hoy, y en realidad desde hace bastante tiempo, da la impresión que todo circula en el papel y los discursos, más que en lo real. Ante todo, hay que reforzar los aspectos positivos del país (que son variados), pero no por ello esconder los aspectos en los cuáles somos bastante subdesarrollados, y en donde reina la incertidumbre. No dejemos que el desarrollo sea una utopía, al menos nos podemos acercar, eso sí, cambiando nuestra visión de desarrollo e incorporando las múltiples dimens
iones aquí tratadas, sumando, inclusive, los índices de felicidad interna (FIB), cada vez más contemplados en el orbe.
Por: Cristian M. Cárdenas Aguilar
Docente, Mg. en Economía y Gestión Regional
Valdivia – Chile