Diciembre 14, 2024

Recordando a los caídos del MAPU

Yo no conocí a Rodrigo Ambrosio ni enarbolé la bandera verde oliva con la estrella roja clavada en el centro. De los 42 militantes del MAPU que se recuerdan esta mañana, sólo conocí a uno: mi hermana María Cecilia Magnet, casada con el médico argentino Guillermo Tamburini. Mi hermana, socióloga, tenía 27 años cuando desapareció con su marido en la noche del 16 de julio de 1976 en Buenos Aires. Han pasado casi 37 años y el duelo sigue prohibido.

 

Quisiera dedicar estas palabras a quienes no conocí. Nunca vi sus rostros ni supe  sus nombres, pero pensé en ellos y sus familias muchas veces, desde el dolor, la memoria y el afecto.

 

Ellos son René, Hernaldo, Leomeres, Carlos Enrique, Lucio Hernán, Levy Segundo, Juan Bautista, Silvio Francisco, René , Raúl Iván, Carlos Alberto, José Rufino, Gastón de Jesús, Luis, Nelson Jorge, Oscar, Luis Enrique, Roberto Darío, José Gregorio, Lincoyán Carlos,  Reinaldo Luis, Jorge Andrés, Juan Alberto, Juan Bosco, Sergio Adrián, Sergio Miguel, José Manuel, Segundo Armando, Rodolfo Antonio, Pedro Meneses, Miguel Angel, José Rosendo, Elizabeth Mercedes, Eugenio, Luis Onofre, Eduardo, Jorge Manuel, Oscar, Héctor Patricio, Michael, Leopoldo Raúl, Sergio Hernán y Gabriel Gonzalo.

 

Quisiera pedirle a Dios que les regale a ellos, sus familias y amigos la paz, la justicia y la verdad que merecen.

 

Mis padres murieron con una sola pregunta anidada en el alma, que retumbó siempre con la misma fuerza del primer día: ¿Dónde están?

 

Yo me niego a correr la misma suerte. Yo quiero saber la respuesta a esa pregunta que me persigue todos los días. Por eso, y hasta que pueda, seguiré poniendo mi voluntad y mi memoria en la búsqueda de la justicia y la verdad no sólo para honrar la vida y el nombre de María Cecilia y Willy sino la de todos y cada uno de los que desaparecieron y encontraron la muerte un día cualquiera.

 

En los próximos meses viajaré con mi querida amiga Laura Elgueta a Buenos Aires a atestiguar en el juicio, que se inició el 5 de marzo, en el marco de la llamada “Operación Cóndor”. Será la ocasión para juzgar a 25 imputados por crímenes de lesa humanidad cometidos durante el último gobierno militar argentino.  Entre ellos están Jorge Rafael Videla, muerto, solitario y despreciado, en una cárcel común, la semana pasada. Se indagará sobre el secuestro y desaparición de 106 víctimas, en su mayoría uruguayos, pero también hay argentinos, paraguayos, chilenos, bolivianos y un peruano. Se prevé el paso de unos 450 testigos y se calcula que el juicio durará, aproximadamente,  dos años.

 

Serán incluidos los casos de 21 ciudadanos chilenos que fueron secuestrados y hechos desaparecer en Argentina. Son 15 hombres, 5 mujeres y un bebé, quienes-casi todos- se refugiaron en ese país luego del Golpe en Chile. En la lista está mi hermana y el hermano de Laura, Luis Enrique “Kiko” Elgueta Díaz, secuestrado en Buenos Aires el 27 de julio de 1976 -once días después que María Cecilia- junto a su pareja Clarita Fernández y su cuñada Cecilia Fernández, ambas de nacionalidad argentina.

 

Hace mucho, en septiembre del 2004, fui invitada a hablar a la Universidad de Nueva York con motivo de un ciclo de conferencias sobre los detenidos-desaparecidos en América Latina. Era la primera vez que hablaba en público sobre la desaparición de mi hermana. Mis piernas temblaban y mi corazón sangraba, lentamente, mientras mis palabras iban cayendo como rocas a un pozo de silencio.

 

Entonces, esa noche, dije que “una persona sin memoria no tiene rostro, no tiene historia, carece de identidad y pasado. No puede aprender porque no ha recogido ninguna lección, no se ha hecho cargo de ningún error. Solo amnesia. Y la amnesia es la vecina de la demencia, del vacío, la nada.”

 

Eso fue hace tiempo, pero sigo pensando lo mismo porque mi herida sigue abierta. Sospecho que sólo tendría que suceder algo muy notable para que ella cierre. Algo tan extraordinario como que se llegara a la verdad  sobre lo qué sucedió con cada uno de nuestros caídos, con nuestros hermanos, hermanas, hijas, hijos, padres, madres, amigas y amigos, que, quizás, nunca se conocieron entre sí pero tienen algo indeleble en común: todos ellos fueron desaparecidos para, probablemente, terminar al fondo del mar, enterrados en el desierto nortino o bajo la tierra húmeda de un bosque del sur de Chile. O, quizás peor, en medio de un paisaje extranjero.

 

Tendría que ocurrir algo tan milagroso como que cada familia de las víctimas de la barbarie alcanzara esa anhelada justicia, abrazara a esa mujer altiva, de piel de mármol, con la vista vendada y el corazón frío. Esa figura solitaria ubicada en los pasillos de los tribunales, que observamos durante años; la acechamos, la maldecimos, le rogamos como a esos santos mudos de los altares cristianos. Si hubiésemos podido, le habríamos prendido velas y prometido mandas. Pero con el tiempo caímos en la cuenta que en el juego de las balanzas una se inclinaría, invariablemente, hacia el lado de los victimarios, los asesinos, los sedientos de poder, de sangre y venganza.

 

Sucedió  tantas veces que hoy son muchos los que creen que esta pesadilla no puede tener otro final, que el resto es fantasía, un sueño imposible, como el que perseguía Don Quijote y sus molinos de viento. Quizás ellos tengan razón. Pero también estamos los que aún creemos y luchamos por que los responsables de tanto crimen sean castigados con las penas que merecen porque como tan lúcidamente dijo Estela Carlotto, presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, “lo que no se juzga se repite”.

 

Claro, hay noches en que el insomnio nos agobia y perdemos la esperanza, pero a poco andar la recuperamos y nos aferramos a ella como a una tabla en medio del naufragio. Contra todas las mareas, las internas y externas, queremos confiar en que algún día la balanza aquella se equilibrará en ese punto perfecto donde la verdad y la justicia se unirán en una sola voz para gritar ¡Nunca Más!

 

Como tantos, quisiera creer que no todo está dicho ni hecho. Quisiera creer que nos reconocemos en la convicción de que los sueños son posibles, de que los milagros ocurren y que podemos torcerle la mano a la realidad. Pero hay que tener la voluntad de saber y el coraje de recordar. Con perseverancia, con la memoria fresca y el amor porfiado. Cada uno de nosotros, a su manera, libra su batalla con sus molinos de viento, persiguiendo certeza de que un día el mundo girará en la dirección correcta, aunque sean nuestros hijos y nietos los testigos de ese rumbo.

 

Cuarenta años han transcurrido desde el Golpe. Bastó  un día para que cambiara para siempre la vida de millones de chilenos, incluso de aquellos que aún no habían nacido. Estamos aquí por los ausentes, por los que creyeron en que podían parir el cambio. A ellos queremos reiterarles, donde quiera que se encuentren,  que no se equivocaron, que no fallaron, sino que sólo fueron interrumpidos en la canción entonada, la marcha emprendida, la bandera enarbolada, el mañana en pleno vuelo. Y nosotros seguimos aquí, porfiados, de pie, para entonar la misma canción, retomar el camino, enarbolar la bandera y construir el futuro que se nos viene encima.                                        

 

 

 

Agregar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos requeridos están marcados *