En este día voy a aprovechar la columna acostumbrada para escribir sobre recuerdos personales; no es mi costumbre hacerlo y, además no tengo la habilidad de mi hijo, Rafael Andrés, para expresar las propias vivencias pasadas.
Recuerdo que mi madre, que murió a los 92 años, cuando tenía más de 70 años le dijo a su hermana: “¿te das cuenta, Margot, que somos huérfanas? Toda persona tiende a pensar, como Parménides, que el ser es inmutable y eterno en el tiempo y si no te miras en el espejo crees que aún conservas la juventud y eres el mismo de los veinte años. Desgraciadamente, para mí, personalmente, quien tiene la razón es Heráclito – el filósofo del devenir continuo – y cada día uno se acerca más a la vejez y, por consiguiente a la muerte, que es un estado más de la vida. Pienso que es triste celebrar el día de la madre en calidad de huérfano y no me consuela el hecho de que sea la situación de muchas personas, especialmente cuando el tiempo nos alcanza.
Los recuerdos que tengo de mi madre los revivo en este día: era una persona muy liberal e independiente para su época: no sabía preparar ni siquiera un huevo, tampoco lavar un solo pañal, ni menos dedicarle tiempo a los quehaceres domésticos; a diferencia de las señoras de su época y clase social, se dedicó a estudiar después de casada y, para mi vergüenza, fue compañera del Pedagógico de la Universidad Católica, donde yo estudié; cuando yo era candidato a la FEUC, les decía a mis compañeras que “votaran por Rafaelito”, infantilizándome, y yo me creía todo un hombre político.
La teoría de la evolución cerebral no puede explicar cómo en la mente se nos quedan algunos recuerdos de la infancia, por ejemplo, como mi madre no apreciaba mucho a los niños, que los creía “tontos”, para mí, el día más fantástico de mi existencia fue cuando me sacó a pasear, en bicicleta – que estaba de moda al final de la Segunda Guerra Mundial – y comimos unos hot dog, cuyo sabor aún conservo en mi memoria, como si fuera maná caído del cielo -.
La sociedad republicana chilena era mucho mejor que la actual Beocia neoliberal: todas las personas del grupo de mis padres eran gente muy interesante: políticos como Eduardo Frei Montalva y otros falangistas – que sería largo de enumerar – y Salvador Allende, eran asiduos comensales en la casa de la Calle León, cerca del Canal San Carlos. Mi madre siempre estaba rodeada de escritores y artistas, entre ellos, José Donoso, Manuel Rojas, José Santos González Vera, Álvaro Bunster, Fernán Meza, Nemesio Antúnez. Manuela, Juan y yo éramos muy celosos de estos personajes, pues creíamos que ocupaban todo el tiempo dejándonos en manos de las tías Gumucio.
Y como si fueran pocas sus tareas literarias y como profesora de francés y castellano, en la Maisonette y el colegio de las Monjas Ursulinas, se le ocurrió postular, junto con la Tencha, en la escuela de Teatro Experimental de la U. de Chile, cuyo director aprobó su admisión inmediatamente, pues ambas tenían “cuña” – la primera, esposa de un líder político democratacristiano y, la segunda, la mujer del eterno candidato de izquierda -. Mi madre era pésima como actriz y nunca llegó a un mejor papel que de villana de Fuente Ovejuna.
Todos estos recuerdos, como los de nuestros lectores respecto a sus madres, nos permitirán pasar este día en nuestra calidad de huérfanos. Por un momento, Parménides logra triunfar sobre Heráclito y, aun cuando parezca paradojal, el tiempo se convierte en intemporal, como aquella obra de un autor norteamericano, donde el personaje, después de muerte, se le permite elegir el recuerdo más importante cuando estaba vivo: un cumpleaños donde fue muy feliz, pero en la época en que ocurrió, no lo supo valorar y daría todo para que se le permitiera resucitar y gozarlo como debiera.
Rafael Luis Gumucio Rivas
12/05/2013
(A Manuela y Juan, mis hermanos).