Diciembre 10, 2024

Un chancleteo frente al espejo

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El anuncio de la ex presidenta respecto de que es necesaria una nueva Constitución, debería alertar al mundo social que ha venido haciendo exigencias en esa dirección. Nada bueno puede venir envuelto en esa oferta.

 

 

Esa declaración de apariencia progresista esconde un peligro de los mayores. La ex presidenta, despojada de su risa de otrora, transpuesta ahora en una mueca preocupada, nerviosa y sin convicción alguna, no está pensando precisamente en la necesidad de una Nueva Constitución del mismo modo en que lo hacen estudiantes, trabajadores e intelectuales. Lo suyo es otra mentira envuelta en un tramposo papel de regalo.

 

Si se mira bien, ese brillante mecanismo contrainsurgente de huir hacia adelante que tanto le sirvió para desprenderse de los molestos estudiantes de la enseñanza media que le dieron tanto dolor de cabeza, el año 2006, fue una reforma constitucional.

 

En esa oportunidad convocó a una comisión que abordó el estudio de una nueva ley de educación, que resultó ser peor que la anterior porque perfeccionó aquellos detalles en que la LOCE flaqueaba. A un buen pesimista no le queda más que pensar que la cosa va por ese mismo derrotero, cuando ella piensa en una nueva Constitución.

 

Resulta imposible imaginarse a una persona tan entregada al sistema como Bachelet, impulsando una Asamblea Constituyente nacida de la voluntad popular. Sus amigos empresarios y militares le restarían su apoyo en ese mismo momento.

 

El retorno de la ex presidenta no ha sido todo lo feliz que imaginaban sus productores, directores y guionistas. La ex presidenta muestra señales de agotamiento, de abulia, de una falta de chispa que intenta suplir por la vía de utilizar el punto ciego que definen los sicólogos y que sirve para olvidarse de lo malo y sólo recordar lo bueno.

 

Da la impresión de estar desgastada por los años y por el usufructo del poder que exige como pocas ocupaciones mentir mediante el despliegue de una buena dosis de energía. Y ese intento por parecer lozana, no le queda bien.

 

Es cierto que para que exista la mentira, es necesario dos: uno que miente y otro que cree. Y la ex presidenta sabe muy bien ese principio. Por eso no se inmuta cuando dice cosas que sabe que no son ciertas. O que no son posibles, que es lo mismo. Sabe que hay gente que le cree. Unos porque esperan ansiosos volver al seno generosos del Estado, y otros, más triste aún, como una forma de alimentar una esperanza acariciada en largos años de desprecio y abuso.

 

Una franja de buenas personas ven con simpatías esa candidatura, buscando en su retorno la posibilidad de arreglar un poco sus vidas. No importa si miente con el mismo desparpajo, se oculta en la misma impunidad que sus socios y maniobra con una sonrisa desgastada en la boca.

 

Los renovados desfiles estudiantiles le ponen un ingrediente amargo al discurso de la ex presidenta. No le resulta cómodo referirse a esos centenares de miles que por todos los medios le indican que ella traicionó eso que hoy anda en las calles y en el corazón de mucha gente.

 

Se nota en sus apariciones cuidadas, metódicas, rastreras, su mal disimulada arrogancia, y su sobrepeso a la hora de responder con agilidad. Perdió lozanía en su paso por New York. Quizás en la intimidad de su casa, a la hora del silencio vuelva pensar si lo que hace es correcto. Si su aventura por repostularse a la presidencia tendrá un efecto positivo en su larga soltería y su reciente divorcio con sus otrora capataces.

 

Quizás asistamos al monumental fracaso de una ex presidenta cuyas gracias iniciales se han ido perdiendo y no resulta aventurado creer que comience a bajar en las encuestas, y a subir en la bronca de la gente. Pero como sea, nunca será igual. Algo se quebró en ese amor de la chusma por la presidenta – mamá.

 

Así, lo que le queda es mantenerse en su nube rosada, lejos de sus antiguos manejadores, y desde ahí administrar la tristeza que a menudo insiste en saltarle de los ojos. Y a lo sumo, chancletear por los set de televisión avisando que avanzará en todo, a pesar del cloqueo de sus chanclos que acusan predecibles tropezones.

 

Y de tarde en tarde se preguntará si valía la pena dejar Central Park, Five Avenue, y el circuito gastronómico de Sex and the City, por venir a cumplir con una lealtad de la que alguien la convenció merecían sus compinches, y que hasta ahora no pasa de ser un trasegar de explicaciones y ofertas, pesado, lento y desorientado.

 

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