Nuestra historia comienza en la gran ciudad, es decir, la Gran Ciudad, la capital de capitales de la República que es única entre todas las repúblicas porque la decora la bandera más bella del mundo, que flamea al viento. A veces no hay viento que la haga flamear. Entonces la bandera cuelga del palo blanco, como un condón usado, eso se ve horrible. ¡Ojalá sople muy pronto el maldito viento para que haga flamear la bandera más bella del mundo que en estos momentos se ve horrible! En la gran ciudad se dictan las futuras costumbres: que el rojo del zapato, que el carmín de las señoras, que la toca de la servidumbre, que el chismorreo en el Crillón, que las angustias políticas. También se graban los últimos docu-reality, seguidos a lo largo y ancho de la única República por miles de descerebrados. Sin embargo, todos felices. En la soledad del concreto de los parques la juventud florece, en los escaparates de los centros comerciales la mujer se revela. Los abuelos son dejados a un lado. A veces miran lo que alguna vez fue y ahora no es, o mejor dicho, es otra cosa.
Mientras la señora abuela se afana en la habitación (o dormitorio), organizando las píldoras contra las enfermedades recientes que achacan al viejo cochino ese. Viejo pederasta. Como si ella no supiera desde su más tierna juventud (diecisiete) que el maridito es amante de las guarradas. No lo sabrá la anciana, quien lleva años arrancándole la mierda de los calzoncillos, que ahora se acumula más que antes, porque antes importaba ir al centro con el culo limpio. Ahora el culo únicamente lo ve la abuela, cuando le inyecta la respectiva Neurobionta. ¡Es que abuelito requiere de múltiples cuidados! ¡No se debe reparar en gastos! ¡Atiborremos al abuelo con vitaminas! Así es como el viejo se mantiene vivo, cuando debería estar bajo tierra desde hace años. Y con todo lo que bebió, el hígado le sigue funcionando ¡Y con todo lo que bebió! Rosadito tiene el hígado el viejo cerdo. Fuera del edificio –que apesta a meadas de la tierna juventud alcohólica de la capital de capitales de la República que es única entre todas las repúblicas porque la decora la bandera más bella del mundo– se sienta abuelito a contemplar lo que ocurre en el parque. Desde las alturas lo observa abuelita, quien ni siquiera se encomienda a la Virgen, mejor le vendría una alegre conversación con el malulo para que se lleve lo antes posible al poste de arrugas aquel, cuyas orejas exhiben sendas matas de cabello (¡Qué asco!) que resplandecen con el sol gracias a la cera acumulada.
¿Y qué observa con tanta atención abuelito? Es domingo, día de misa, día de siesta. Pero la juventud alcohólica corre al parque que se extiende entre edificios y caudal de mugre (también llamado rio) pues hoy se ofrecen, en el corazón del parque –lo que desde luego no es gran cosa– artículos tales como: marionetas de calidad ínfima, bolsas de lana, calcetines con o sin rombos, hamburguesas de soya, y lo más importante, diversos números artísticos. Al viejo verde se le pone tiesa cuando ve estos últimos porque allí se doblan y desdoblan jóvenes que desprenden puro aliento vital. ¡Ojalá que a él le llegue un poco de esa vitalidad! Los mocitos bailan y se contonean, algunos corren con zancos y tiran fuego por la boca. El parque es bastante feo, lleno de tierra y perros vagabundos, pero así mismo florecen las artes, que en la Universidad Privada no se entienden y son premiadas con la nota mínima. Por eso el joven de más allá no pasa nunca del primer año, a él nadie lo comprende. ¡Los profesores bloquean mi florecimiento artístico! Así piensa él. ¿Y qué opina la chica de rojo, la de los dreadlocks, que dicho sea de paso, se embarazó cuando tenía quince? Pues que a ella nadie le impondrá nada: la saltimbanqui que le patea en el pecho explota entre los plátanos orientales y las castañas de chancho. ¡Aló! ¡Eh, chica! No te olvides de tu próximo éxito profesional en el mundo de ejecutiva de cuentas corrientes o, si Dios no lo dispone, de vendedora en una tienda Benetton.
Por el lugar camina la estudiante de filosofía de universidad pública junto a su novio estudiante de pedagogía en filosofía de universidad pública (ambos feos, ambos llenos de odio) y declaran: toda esta decadencia nos produce nauseas. La unidimensionalización del sujeto histórico deviene esto, es decir, putrefacción. En ausencia de alternativas, porque en la ciudad solo hay Mall y cemento, los tontos vienen aquí a demostrar lo que la Escuela Crítica (¿o fue Derrida? ¿O fue Eco? ¡Así carcome el cerebro la venerada piscola!) describió como la muerte del arte. Pero los feos también concluyen que todo esto, es decir, lo kitsch, es la manifestación absoluta del arte popular, por lo tanto: toda nuestra admiración hacia el arte popular, del que nosotros también somos parte porque nos vestimos de un modo original y alternativo, con jerséis de segunda mano, pantalones viejos, zapatos inmundos y bolsos hechos mierda, así exhibimos nuestra rabia interior, ¡que se note desde cualquier ángulo! ¿Ropa de Centro Comercial? ¿Accesorios de Costanera Center? Eso, para la juventud alienada, nosotros leemos a Martin Heidegger y (redoble de tambores) Karl Marx. Lástima que tanto a la estudiante como al estudiante les fascinaría llevar un buen par de calcetines –nada de dinero para los que venden allí, junto a los arbustos–, y qué decir de una chaqueta, que con este clima cabrón, con sus respectivas hojas, viento, nubes, todo muy cabrón y que la naturaleza y sus formas perfectas se vayan al carajo, se hace tan necesaria. ¡Ni siquiera les alcanza para las fotocopias! De ahí que luego de la Licenciatura (je je je) nadie les mendigue una puta beca. ¡Y tanto que costó ingresar al mundo de la filosofía! ¿Qué será de ellos? Uy, hoy es domingo, ya no puede uno ir a emborracharse al otro lado del arroyo, eso es para el viernes y el sábado, que mañana habrá examen y al viejo (fascista y lascivo) de Semiótica le molesta el hedor que se expande a lo largo y ancho de su espantosa salita de clases, construida con los impuestos de la clase obrera. El viejo (fascista y lascivo, SC, como los pianos austriacos, así es él, pura calidad) le gustaría mirar a la juventud rubia y delgada que se amontona en sus lecturas de la U del Opus y no a esta juventud diminuta y amapuchada que huele a vertedero. ¿A dónde ha ido a parar el futuro Nietzsche de la familia? ¿A ver? ¡Pues a ir a enseñar burradas a un lote de mocosos mierdosos!
Pero al abuelo que reposa la carbo-cazuela sin sal (maldita hipertensión, ¡maldito colesterol!), eso, a él, le importa nada. Nada le importa eso al abuelo que reposa la carbo-cazuela sin sal (maldita hipertensión, ¡maldito colesterol!). Él se regocija con la impresión global que le regala el feo y deprimente parque, al que alguna vez él también perteneció y cuyas moreras y rosales él vio en la llamada flor de la vida, cuando no se pensaba en el reumatismo, ni mucho menos en la próstata. ¡Qué recuerdos más hermosos! Esos días en que él pensaba –sí, pensaba– que uniéndose al partido iba a transformarse en diputado y así todos felices, viviendo de una gran dieta política, porque “cualquiera que tenga bla bla” (lo dijo la mamaíta, que no pasó del cuarto de preparatoria ¿quién oía a la vieja ignorante? en fin) puede llegar a eso, es decir, a político, y no a funcionario público, que fue lo que él logró en la vida, burócrata a los treinta y pico, que fue lo que él logró en la vida. Eso y el departamento que este año vale millones y que la lozana y bella parentela espera vender apenas el viejo estire la pata. ¿Y la abuela? ¿la que desmancha calzoncillos, la que zurce pantalones, a la que le importa NADA lo que ocurra en ese parque donde a ella la manosearon tantas veces? ¿Qué ocurrirá con ella? ¿Se le pedirá la opinión respecto a qué hacer con los muebles lacados? ¿Se le enviará al norte con el hijo mayor, que tiene dos automóviles y dos hijas rubias y una aspiradora nueva y una esposa que se tiñe de rubia? Pues que a ella la vamos a enviar al asilo, allí estará feliz la vieja fea atragantada de odio esa. ¿O es que la lozana y bella parentela va a pasar por alto los moratones y cardenales que exhiben los querubines nietecitos, ambos regalos de la dulce abuelita? ¿Y qué explicaciones daría la vieja sucia, que todos sabemos que le echa sal a la sopa de nuestro viejito, que ojalá no se nos muera –ojalá que sí se muera– de un ataque al corazón? La abuela no tiene explicaciones ni visión de futuro, a lo sumo le quedarán un par de años y mientras esté viva y con mis sentidos alerta (una aprende mucho de programas como la Jueza o Caso Cerrado) nadie me va a quitar lo que por derecho natural me pertenece, aún cuando mi campo se ha reducido a las sartenes, a los caldos maggi, a los viacrucis y al planchado de los trajecitos de la confirmación, aún cuando, salta a la vista, yo no he puesto ni diez pesos para comprar este departamento que mira de frente al feo parque y al sucio rio, que el sucio abuelo también mira de frente, al tiempo que la vida se le va escapando con cada suspiro que la tierna juventud despilfarra un día domingo, sin pensar en los años que vienen.