Diciembre 10, 2024

En la monarquía borbónica el Parlamento es un circo

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Que los diputados y senadores tengan el más alto índice de impopularidad no es nuevo en la historia de Chile. Muchas veces se ha escuchado, en diversas manifestaciones de movimientos sociales, “a cerrar, a cerrar, el Congreso nacional”.

 

Carlos Ibáñez del Campo, en su segundo período, estuvo tentado de hacerlo ante la presión de los militares y, en el primer gobierno, armó en Chillán un “Congreso Termal”, repartiendo los cargos entre los distintos partidos políticos. A ningún monarca le gusta el Parlamento, pues limita su poder absoluto, salvo el caso, que nunca se dio, de que coincidiera la mayoría parlamentaria con la presidencial.


En la actualidad, los parlamentarios hacen todo lo posible para acrecentar la antipatía popular: en una semana aprueban un mísero sueldo vital y, a la siguiente, los honorables senadores suben los gastos de representación en forma exorbitante. La percepción de los ciudadanos es que son personas ociosas, que trabajan tarde, mal y nunca, además de utilizar los pareos para viajar por todo el mundo, incluida la “Cochinchina”. Como la educación cívica no existe en las escuelas, nadie sabe que trabajan arduamente en las comisiones, y que deben atender a la clientela en sus circunscripciones, como también dejar algunas horas para escuchar a los lobistas – Correa, Tironi y los empresarios, por ejemplo -.


En la República, (1925-1973), existían las consejerías parlamentarias: los padres conscriptos podían asistir a los consejos de las empresas privadas; hoy, pueden ser propietarios de acciones de las grandes empresas sin que, necesariamente, tengan que inhabilitarse cuando se traten temas relacionados con estos monopolios – siempre la mezcla entre la política y los negocios. Es cierto que existe una declaración de intereses, al comienzo del ejercicio del cargo, pero muchos de los patrimonios son disimulados traspasándolos a familiares o dilectos amigos.


En votaciones importantes, cuando algunos parlamentarios quieren boicotear algún acuerdo, les baja una súbita incontinencia urinaria o una irrefrenable necesidad de comunicarse con alguien, urgentemente; aunque suenen los timbres, en el momento de la votación, se hacen los sordos para no escuchar tan celestial música que podría comprometerlos. Es verdad que se les cobra una multa, según reglamento, pero es irrisoria comparada con millonario sueldo, incluidas las dietas, además de las risibles excusas.


En estos días, la comisión sorteada para resolver sobre la acusación constitucional contra el ministro Beyer es de lo más ridícula: tres diputados UDI, contrarios a su aprobación, y dos democratacristianos, uno que está en el extranjero y, la otra diputada, con licencia médica desde varios meses – es de suponer que la investigación del caso será acuciosa y se citará a juristas connotados, partidarios de la acusación constitucional -.


Los diputados y senadores incumbentes (quienes son dueños del sillón por varios años, no piensan ir a primarias que, se entiende, son sólo para aquellos que lo van a acompañar y, mejor aún, si son desconocidos por la ciudadanía. Desde 1993 hasta ahora, un promedio del 82.2% de los “honorables” logran la reelección, según el cientista político Mauricio Morales.


La Cámara de Diputados es bipolar: la Coalición por el Cambio tiene el 43,1% promedio desde 1989 a 2009 y, la Concertación, el 54,1%, lo que equivale a decir que son los dueños del Congreso y no quieren renunciar a su papel monopólico en pro de una supuesta competencia.

Si buscamos en la historia patria, me permito transcribir del diario El Ferrocarril, del año 1907:


“Algunos diputados duermen, dando ruidosos ronquidos. Otros llaman sin cesar a los oficiales (mozos) de la sala, pidiéndoles whisky con soda, jerez con apollinares, coñac con Panimavida”.


“Las interrupciones se cambian a cada instante entre los que se conservan despiertos. Algunos ríen a carcajadas por cualquier motivo. De repente llegan tres diputados a la sala, haciendo curvas y equis con lamentable dificultad”.


“…un joven diputado monttino (conservador y partidario de Pedro Montt)…medio se incorpora y con voz indecisa exclama: Vaya a cantarle a su abuela”.


“Otros apuran sus vasos, y…se injurian con incomprensible crudeza, pero reconociéndose dispuestos a no molestarse…No hay que enojarse, compadre”.


“Nadie oye a nadie. A intervalos salen unos en dirección del comedor, y en la sala de sesiones se sienten los estampidos de los corchos de las botellas de champaña. Parece, por momentos, que hubiera un fuego graneado”.


“Las salas, llenas de humo que despiden los cigarros puros. El ambiente impregnado de vapores alcohólicos. Los diputados en orden disperso. Aquel tiene los pies sobre una mesa. Ese otro ronca estrepitosamente. Este, con el chaleco abierto y sin corbata, parece…lo acabaran de fusilar”.


“Más que sesión permanente…una merienda de negros”


(Vial, Historia de Chile, Vol. I, tomo II:613).


Hoy, varias cosas han cambiado desde esa época: no se puede tomar en la sala y, más recientemente, la ley prohíbe fumar. Los tés de la Cámara no son tan apetitosos – como lo describía el poeta Vicente Huidobro – pues se come bastante mal en el casino y se toma mucho mejor en los restaurantes de Valparaíso – en el Club Inglés unos, Cinzano para otros de gustos menos refinados – además de satisfacer los gustos culinarios en el Bote Salvavidas, a orillas del Mar, o en otros más refinados, en Viña del Mar.


Hay placeres más contemporáneos, como el bajar películas pornográficas y chatear, mientras sus colegas dan la lata con interminables exposiciones, que nadie se las toma en serio, por consiguiente a la hora de votar, no captan qué botón apretar.


Ya no hay grandes oradores, como Radomiro Tomic, Salvador Allende, Eduardo Frei Montalva y Francisco Bulnes a quienes muchos jóvenes se motivaban e intentaban imitarlos; hoy se expresan con monosílabos si es que intervienen en los debates o, lo que es peor, algunos demuestran carencia de vocabulario, inteligencia emocional y lógica y se expresan con falta prosapia.


En resumen, si no luchamos por instaurar un régimen semipresidencial, con equilibrio de poderes, seguiremos teniendo un Congreso desprestigiado e inútil y, para lograr este cometido, se hace urgente instalar una Asamblea Constituyente.


Rafael Luis Gumucio Rivas

25/03/2013

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