Diciembre 6, 2024

La decadencia de una monarquía de derecho divino

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 san-pedro-papa-foto-efe_lrzima20130212_0028_4Aunque es el jefe de uno de los Estados más pequeños (el Vaticano), el Papa tiene más poder que cualquiera de los gobernantes del mundo. Si establecemos una comparación entre el Sumo Pontífice y nuestro pequeño monarca Presidente – que apenas tiene como súbditos a 17 millones de habitantes – es evidente que el poder del segundo es mínimo y sin el peso moral del jefe de todos los católicos.

 

Si seguimos con las comparaciones absurdas, un senador chileno completaría más de 35 años en este mismo cargo superando, nada menos, que a San Pedro, quien duró 35 años en el Papado – hasta que lo crucificaron -; Pío IX gobernó desde 1846 hasta 1878, lo cual suma 32 años, tres menos que un senador de nuestro país. León XIII ejerció su Papado desde 1878 a 1903, es decir, 25 años. Es cierto que en otros países está contemplada la existencia de senadores vitalicios, sin embargo, no quita lo ridículo en nuestra oligarquía senatorial. ¿Cuándo el pueblo se decidirá a luchar contra esta perfecta inutilidad que es la institución del Senado?


Si consideramos las obras buenas o malas de los longevos Papas – antes mencionados – y el actuar de los senadores chilenos, el ridículo es aún mayor: San Pedro era discípulo de Cristo y cabeza visible de una iglesia; Pío Nono redactó varias Encíclicas, entre ellas el Syllabus – lista de errores del mundo moderno – que rechaza la democracia y las escuelas filosóficas modernas- y aun cuando este documento papal sea muy reaccionario, al menos le exigió un esfuerzo mental; León XIII escribió, en 1891, la Encíclica Rerum Novarum, sin la cual las Democracias Cristianas no hubieran existido. A nuestros Senadores sólo les debemos leyes “fabricadas para joder al ciudadano”, según expresión de un humorista.


Con la insólita renuncia de Benedicto XVI se ha puesto de moda recurrir a los antecedentes históricos de las dimisiones de los Papas, readquiriendo interés el Derecho Canónico y los Cónclaves. Como siempre ocurre, surgen los apostadores: unos aseguran que vendrá un Papa negro – y con él, el fin de la Iglesia -, otros, un latinoamericano, un asiático, un quebecois o un italiano, lo cierto es que los apostadores siempre pierden – al igual que los frenéticos compradores del Loto millonario, cuyos sueños acaban siendo destruidos -.


Que una persona con tanto poder renuncie es, desde ya, un hecho laudable, pues Presidente, Primeros Ministros y Reyes son seres tan aferrados al poder que jamás lo harían por ningún motivo, más bien se creen tan queridos por el pueblo que buscan segunda, tercero o cuarta reelección y estarían felices si el poder fuera eterno. Hasta nuestro Presidente actual, en su fiebre de poder, esperaría cuatro años más para postular por otro período, sin considerar el poco cariño que le tiene la ciudadanía.


A raíz de la renuncia del Papa actual, algunos lectores más agudos recurrirán a la lectura de textos sobre la historia del Papado, entre los cuales me permito recomendar Historia de los Papas, de Leopold Von Ranke, publicado por el Fondo de Cultura Económica. Este historiador perteneció a la escuela positivista y privilegió siempre la documentación y las fuentes primarias; llegó a tanto su idolatría por los hechos históricos que, aunque era protestante, no trató tan mal a la Iglesia Católica del Renacimiento, siendo recriminado por su objetividad por sus colegas alemanes; podemos decir que este historiador es la antítesis de Francisco Antonio Encina, que sólo se ciñe a la subjetividad.


Afirmar que esta es la peor crisis de la Iglesia católica, a través de los siglos, es expresión de mucha ignorancia: desde el comienzo de su historia ha existido el nepotismo, la avaricia, las intrigas al interior de la Curia romana, los envenenamientos, las torturas y los crímenes alevosos. Baste leer el libro La puta de Babilonia, de Fernando Vallejo, para enterarse de los oscuros manejos y formas de actuar de algunos Papas y sus parientes.


Las crisis en la historia del Papado no han sido pocas: la separación entre la iglesia ortodoxa y la de occidente, cuando ambos Obispos se excomulgaron mutuamente; la persecución de los cátaros por Urbano IV, en 1264; el cisma medieval – la existencia de tres papas, el de Avignon, el de Roma y el antipapa -; la ruptura de la iglesia a partir del Lutero y del protestantismo; las guerras de religión; la revolución francesa y, posteriormente, el secularismo del siglo XIX.


En el Renacimiento, los Estados Pontificios eran objeto de una continua disputa entre las familias de los Medici, los Borgia y los Farnecio, además de la dependencia del Imperio de Carlos V, de España y Alemania, y de Francisco I, de Francia. Durante este período el papado llega a su mayor depravación, pero a su vez, de su mayor gloria material y artística; los Papas más conocidos por su corrupción fueron Alejandro VI – de los Borgia – 1492-1503, y el Papa León X – de los Medici- quien instaló un Banco para cobrar las indulgencias. El Papa más guerrero y gran mecenas fue Julio II, 1503-1533, de nombre Giuliano de la Robere, a quien debemos, entre otras obras, el Juicio Final, pintada en la Capilla Sixtina, obra de Miguel Ángel Buonaroti.


En el siglo XIX, el papado fue un aliado de la monarquía condenando, entre otros, al teólogo Lamennais por su apertura a la democracia. En la Encíclica Singularis Nos, de Gregorio XVI, condena el acercamiento de los cristianos a la democracia liberal. En la guerra mundial (1939-1945), el papado fue acusado de no haber protegido a los judíos perseguidos por el régimen nazi-fascista – de Hitler y Mussolini – incluso, se acusa al Papa Pío XII de indiferencia para condenar al fascismo.


A partir de la muerte de Paulo VI se inicia, dentro de la curia romana, un ataque feroz contra la Teología de la Liberación liderada, entre otros, por el Joseph Ratzinger – Benedicto XVI -. Uno de los puntos centrales del largo papado de Juan Pablo II fue el combate sin cuartel contra los obispos y sacerdotes partidarios de esta concepción liberadora de la sociedad y de la teología, que se había expresado, especialmente, en el Concilio Vaticano II – Juan XXIII y Pablo VI – y en la Conferencia Latinoamericana (CELAM), que tuvo como sedes Medellín y Puebla.


Al posponer la opción por los pobres, empiezan a predominar los temas sobre la sexualidad – como si Jesucristo no fuera un profeta, sino un eximio ginecólogo -: se condenan los métodos contraceptivos, se suspende de la Comunión a las personas divorciadas, se castiga el aborto terapéutico y se rechaza la unión entre parejas del mismo sexo – como si el sexo fuera lo único que centrara la vida humana -.


Junto a esta rigidez en las costumbres, explota en la Iglesia de distintos países y la pedofilia, ejercida por algunos obispos y sacerdotes. En un primer momento, el Papa Juan Pablo II adopta la actitud de “esconder” estos graves delitos y pecados, incluso, se acusa al Cardenal Ratzinger, en ese tiempo Prefecto de la Doctrina de la Fe, de no haber actuado oportunamente, cuando las víctimas de estos abusos presentaban acusaciones. Quizás, el caso más grave es el de Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo.


Otro de los puntos negros del papado es el escándalo económico de los Bancos Ambrosiano y del Espíritu Santo, donde existe una mafia, la P5. Ninguno de los tres últimos Papas – Juan Pablo I, (asesinado presuntamente al enterarse de los escándalos y querer intervenir), Juan Pablo II y Benedicto XVI – ha podido terminar con esta lacra que empaña el prestigio del vaticano.


Benedicto XVI, cualquiera puede comprenderlo, no renuncia solamente por la edad, sino también por la decadencia y desunión en que ha caído la Curia Romana.


Rafael Luis Gumucio Rivas

15/02/2013

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