Chile sufre el mal de las sociedades trasplantadas, aquellas nacidas a partir de la conquista de los pueblos originarios. Nunca los conquistadores han reconocido la primigenia posesión de los territorios a los pueblos originarios. Por el contrario, los han despojado de cuanto tenían y emprendido una política de exterminio. Han cometido etnocidio y genocidio. El imperio español no fue el primero. En su expansión de ultramar articuló las nuevas Leyes de Indias para garantizarse la continuidad de la mano de obra y regular las condiciones del trabajo forzado en minas y obrajes para no estancar la producción de oro y plata. No hubo humanidad en ellas, sólo interés. El resto es discusión filosófica.
El racismo moderno forma parte del capitalismo colonial del siglo XVI, donde la esclavitud se convierte en el núcleo del proceso de acumulación de capital. Tras la independencia, en América Latina no hubo cambios; los criollos convertidos en los nuevos amos de los países y territorios, tomaron el relevo del peninsular. Tampoco hubo paz ni libertad para los pueblos indios, sólo sangre y exterminio. Eso sí bajo el eufemismo de guerras civilizatorias. Así se expandió la frontera agrícola y el poder de las oligarquías terratenientes. La sociedad monoétnica dominante, con su cultura y su mundo, impuso el yugo de la explotación adoptando la fórmula del colonialismo interno, condición sine qua non para seguir esquilmándoles sus riquezas y patrimonio.
El mito de la superioridad étnico racial vigente en Chile y América Latina se expresa cotidianamente. Aún no se conocen los límites del capitalismo racial. Mapuches, mayas, cunas, aymaras, tupi-guaraní son considerados enemigos del progreso y la patria. En pleno siglo XXI se ven enfrentados a políticas de exterminio neoliberal. La ampliación de la frontera agrícola, el monocultivo transgénico de la soja, las plantaciones de eucalipto, los megaproyectos mineros, hidráulicos, cuyo destino es la vieja Europa y China, incrementa la violencia y las ansias de las transnacionales por apropiarse de los últimos espacios a los cuales fueron relegados a fines del siglo XIX.
Contra los pueblos originarios se ha declarado una guerra a muerte. Los recursos naturales en sus territorios los convierten en presa de los nuevos amos del mundo. El agua, los minerales, la flora y la fauna, equivalen al oro y la plata del siglo XVI. Asistimos a una versión actualizada que nada tiene que envidiar a la practicada por sus homólogos en el siglo XIX. La diferencia la encontramos en el despliegue de fuerzas, la tecnología de guerra y las formas legales que justifican el exterminio. Una comunidad internacional sorda, muda que prefiere mirar hacia otro lado completa el cuadro del etnocidio. Al fin y al cabo, todos obtienen beneficios en el mediano y largo plazos. Especuladores, multinacionales y terratenientes.
En el sur de Chile se practican todas y cada una de las directrices para acabar con el pueblo mapuche. El gobierno de Piñera ha incrementado las políticas de hostigamiento con vuelos rasantes, allanamientos, desalojos e incendio de tierras comunales, manteniendo la militarización en las regiones del sur; a la par, profundiza en la desarticulación de organizaciones, criminaliza sus reivindicaciones, consiente la tortura y encarcela a los dirigentes. Para justificar estas tropelías se parapeta en las leyes antiterroristas del régimen pinochetista y en la aplicación de estrategias de contrainsurgencia. Para los dirigentes políticos que han gobernado el país tras la salida de la dictadura, sean demócratacristianos, socialistas o la derecha pinochetista, los mapuche son un estorbo, cuya existencia debe reducirse a unas cuantas páginas de los libros de historia y antropología.
La guerra de exterminio que lleva siglos ha presentado al mapuche como piltrafa, un desalmado sin sentido patrio, traicionero, borracho, violento y peligroso. Mejor acabar con ellos de una vez para siempre. Pinochet lo intentó durante 17 años quitándoles sus tierras y ofertándolas a empresas y latifundistas que se frotaban las manos con sus nuevas adquisiciones. La represión sobre Lonkos supuso la desarticulación de décadas de luchas y reivindicaciones sobre sus territorios que el gobierno de Salvador Allende reconoció en sus tres años de mandato.
El pueblo mapuche sufre las consecuencias de una sociedad, la chilena en su conjunto, que los desprecia. No hay nada peor que el paternalismo colonial, trato constante al que han sido sometidos. El ex presidente socialista Ricardo Lagos llevó esta situación al paroxismo inaugurando la política del nuevo trato a los mapuches. En resumen, debían aceptar las condiciones que ofrece el Estado o sufrir las consecuencias en caso de rechazarlas. No faltó tiempo, poco después se incremento la violencia de Estado contra el pueblo mapuche, la que hoy impera y mantiene.
Para los chilenos, la solución es clara: dejar vivos unos cuantos para exponerlos ante los turistas. Exhibir maniquíes con sus vestimentas coloridas, sus ponchos e instrumentos musicales en museos antropológicos y etnográficos, como expresión del pasado salvaje de los habitantes originarios. En algún caso, sería conveniente, para completar el cuadro, traer alguna momia para que los visitantes aprecien la calidad de los embalsamamientos. Los negocios son los negocios. Tampoco deben faltar las visitas guiadas para comprar objetos de plata, tótem y figuritas varias. En definitiva, los indios son seres raros, no se les entiende cuando hablan, viven hacinados, huelen mal y quieren destruir la civilización occidental y los valores católicos, apostólicos y romanos. Los negocios son los negocios y ser racista en Chile no supone un problema ni ético ni menos político. Muerte al mapuche.