El punto de cristalización de los negocios, en nuestro país, tiene lugar a fines de año. Todo el mes de Noviembre sometidos a un intenso bombardeo publicitario incitándonos a comprar tal o cual producto para solidarizar con la Teletón. Detrás, como pisándole los talones, se reinicia, en este mes (Diciembre), bombardeo similar, pero ahora, para comprar regalos dentro del espíritu navideño.
No obstante, no sólo a fines de año tenemos que soportar la avalancha publicitaria sino, año corrido el sistema nos sobrecarga de publicidad para convencernos de comprar esto u lo otro apelando a nuestras volubles sensibilidades. Ahí están, por ejemplo, las fiestas patrias, el día del padre, de los enamorados, de la secretaria, del niño, de la madre, de la mujer, y todos aquellos días que hagan falta. Se sobredimensiona en los medios de comunicación la importancia de estos días para incitarnos a comprar regalos dentro de un simbolismo virtual que sobrepasa toda lógica.
Por esta fecha, basta salir a la calle para encontrar en los escaparates de las tiendas diversas ofertas puestas al alcance de nuestras manos. La creatividad publicitaria se esfuerza por mostrarnos su mejor cara; el “entrar y llevar”, como consigna parece ser un muy buen gancho. Para eso, están las tarjetas de créditos que todo lo aguantan. También el crédito fácil para la obtención de dinero fresco al instante. En fin, los motivos no faltan, y si no los hubiera, se inventan.
En esta oportunidad, el motivo del regalo es para celebrar, supuestamente, el nacimiento del niño Dios, según la tradición cristiana. Un familiar, un ser querido, o alguien a quien tenemos afecto, se nos mete en la piel tener que regalarle algo, eso a lo menos, es lo que tratan de transmitirnos los mensajes subliminales de la propaganda. Algo así como un deber de buena crianza.
Ahora bien, ¿qué decir de la Navidad? ¿Quién verdaderamente se acuerda esa noche del nacimiento del niño Dios? ¿Tiene sentido celebrar dicho nacimiento cuando en lo que fue su cuna árabes y judíos siguen matándose? ¿Qué sentido tiene adornar el portalito de Belén con lindas figuras mientras el imperio, mayor violador de los derechos humanos a escala planetaria, sigue asesinando a miles de niños, mujeres, ancianos y civiles desvalidos en Iraq y Afganistán? ¿Y los miles de muertos por el Sida y el hambre en África y en otras partes del mundo? ¿Y la violencia en Colombia y México y demás lugares? ¿Y los millones que sobreviven con trabajos marginales y precarios? ¿Y qué decir para los millones de cesantes en el mundo? ¿Y los miles de enfermos que mueren por no tener capacidad económica para solventar los altos costos de los tratamientos de sus enfermedades?
¿Qué estamos celebrando en realidad? ¿Es que acaso se puede seguir hablando de noches buenas y noches de paz, cuando dos tercios de la humanidad parecen desconocer el significado de tan hipócrita palabra?
¿Y qué fue de Gaspar, Melchor y Baltasar?, los tres reyes magos que acudieron a adorar al niño Dios llevándoles regalos. ¿Quién se acuerda de ellos el día de las navidades, verdaderos inspiradores de la costumbre cristiana de hacer regalos? ¿Qué escondida fuerza pudo haber tenido el viejillo de Santa Claus para haber desplazado en popularidad, ya no sólo al mismo Jesús, sino también a los tres reyes magos?… ¿Acaso los niños se acuerdan ese día del niño Dios y de los reyes magos? Por cierto, la mayoría ni saben de su existencia. Sólo tiene validez el Viejito Pascuero, aquella figura espectral que, supuestamente, les trae regalos, aquellos que compran sus padres endeudándose por varios meses en el año.
En sentido estricto, este vejete, en el origen de la Navidad, hasta donde se sepa, nadie o invitó. Fue 300 años después que cual vulgar intruso se coló. Es un plagio, un canto al absurdo, una pura estupidez. Un colado que nada tiene que ver con lo que el mundo cristiano debe celebrar. Para los que no saben, una invención que no tiene ninguna relación con el origen que dio curso a la tradición de esta festividad. No nació en Belén, ni en alguno de los territorios que la historia nos enseña se sucedió tan magno acontecimiento (nacimiento del niño Dios).
¿Participó Santa Claus del trascendental suceso histórico hecho realidad en Belén? Definitivamente, no. No participó, por la sencilla razón que a quien se relaciona con Santa Claus, fue San Nicolás de Bari, nacido unos 300 años después del nacimiento de Cristo.
Se le llama San Nicolás de Bari porque ese fue su nombre y sus cenizas trasladadas a Bari recién en el año 1087. Dice la leyenda que ayudaba a los menesterosos, dando así lugar a la costumbre de ofrecer regalos, juguetes y dulces a los niños el 6 de diciembre, día de su fiesta. Después la fecha se trasladó para acomodarla a la fecha del nacimiento del niño Dios y los consiguientes regalos que le ofrendaron los reyes magos. Su vestimenta se relaciona con el atuendo medieval holandés. Fueron los primeros colonizadores holandeses quienes traspasaron la tradición a Norteamérica y, desde allí, a todo el mundo occidental. Una burda suplantación histórica que sigue viva hasta nuestros días.
La Navidad se ha transformada en una obligada celebración social que ya no responde a su tradicional original. Una Navidad sin espíritu, sin alma, reducida a opíparas comilonas y a una orgía de regalos y consumos. Las luces que adornan las calles y los escaparates, los árboles engalanados que adornan plazas y establecimientos, los villancicos como música ambiental, las grandes superficies atiborradas de gente comprando compulsivamente, etc., nos imponen una agotadora pesada carga. Tanto va el cántaro al agua que, confieso, que la parafernalia creada alrededor de la Navidad hace rato que me están fastidiando.
Por años ninguna experiencia negativa se asociaba en mis recuerdos respecto de estos fastos, más bien, al contrario. Pensaba que todos los seres que me rodeaban eran como mis hermanos. De niño, felices con nuestros regalos, nos regocijaba ver a los grandotes asaz de contentos disfrutando de vapores etílicos y fastuosas comidas, muchas de ellas terminadas en bacanales. Sin embargo, ahora siento una sensación distinta; no puedo dejar de sentir cierta hostilidad hacia todo lo que signifique viejitos pascueros, guirnaldas, villancicos, pesebres y todas esas cosas. Ni hablar de mi incontenible deseo de poner a Papá Noel frente a un pelotón de fusilamiento.
Dice el refrán popular: “a río revuelto ganancia de pescador”. En las navidades los mercachifles hacen su gran negocio. La gente parece no saber, o no quiere saber, que los más contentos con las navidades no son los niños, sino los comerciantes celebrando sus pingues negocios. ¿Tenemos que seguir siendo los ciudadanos de a pie los que lavemos nuestras conciencias cada Nochebuena echando mano a nuestros bolsillos, a costa de quedar endeudados hasta el cogote?
A comprar, a comprar es la consigna. Desde una bombilla para el arbolito hasta una bicicleta para los niños más grandes. O el perfume más caro para la esposa o la corbata y la camisa para el marido. La subjetivación de un mundo irreal, no importando si durante el año las parejas se gorrean o viven en un infierno agarrándose a insultos y poco menos que a puñetazos. En la Navidad se para la realidad para entrar a un mundo irreal en que por pocas horas parecen aflorar nuestros mejores sentimientos. Buenos sentimientos que asumimos como un imperativo, casi como si los ordenara un decreto. A poner buenas caras, aparecer como buenos y galantes y, sobretodo, con la billetera bien abierta para que entre fastos y regalos asumamos el papel de ser generosos. Asumimos el papel de los Reyes Magos buscando a alguien a quien regalarle algo.
Lo que no acabo de comprender es el por qué de esa tradición compulsiva de regalar algo a alguien. ¿Cómo explicar que dos personas/familiares/amigos se devaneen los sesos pensando qué regalarse quedando enredados en un asunto que debiendo ser un detalle, se convierta al final en una cansadora y fastidiosa obligación. Horas de cansancio echando los pies en atiborradas calles para encontrar algo que regalarle a quien sabe quién.
Pero, la guinda de la torta, la gota que colma el vaso de la paciencia, es el tener que soportar una invasión de sonrisas forzadas, saludos vacíos y deseos mutuos de paz, con palmoteos en la espalda. Exijo en estas navidades mi derecho a que no se me haga objeto de tales efusiones, bajo la amenaza de soltar un discurso irreverente que haría saltar de su trono hasta el mismo Papa. Denunciar, por ejemplo, que todo lo que nos dice la Biblia es una gran mentira, amén de otras falacias históricas que se han levantado en torno a esta fecha, como que Jesús no nació el día 25, ni siquiera en el mes de Diciembre. Y que nadie me podrá negar que en Belén nunca nevara.
Al final, atiborrados de comercio y consumo, quiero recordarles que después de pasadas las fiestas, tendrán que volver a la dura realidad. La primera de ellas es el de cómo pagar las incontables cuotas de su tarjeta de crédito y préstamos. Los excesos, al final terminan por pasarnos la cuenta.
La figura espectral del viejo pascual con su ridícula barba, no nos trae la imagen de ningún signo de espiritualidad, ni menos su cara de bobalicón nos invita a ningún recogimiento. Al contrario, su figura es la de un viejo cagado de la risa, que con su bolsa al hombro anda repartiendo regalos, sin que nadie sepa de dónde es que saca tanto dinero para andar repartiendo regalos a diestra y siniestra a todos los niños del mundo.
Sin duda, todo parece concluir que estamos viviendo una época de deseos inconcebidos y que de algún modo necesitamos refugiarnos en algo para paliar nuestras frustraciones. Para eso está la espiritualidad, que nos ayuda a sobrellevarlas. Pero cuando esa espiritualidad, la genuina, se desmadra, es que todo el mundo está mal de la cabeza y lo único que necesita es que sea visto por un psiquiatra. Una tradición netamente cristiana, que en sus orígenes nos invita a un respetuoso recogimiento, convertida en una orgía de fastos, consumos y regalos, ha hecho perder esa aura y espiritualidad que primitivamente signó el alma de esta secular tradición.