Para Max Weber hay tres grandes fuentes de la legitimidad política: la tradición, el carisma y la ley, que tiene su expresión, en la actualidad, en el sufragio popular. Los más de ocho millones de ciudadanos que en las elecciones municipales del 28 de octubre último dieron la espalda no sólo al sistema político, instituciones, partidos y castas en el poder, no es un producto netamente criollo: me atrevo a sostener la hipótesis de que estamos asistiendo, en el segundo decenio del siglo XXI, al fin del ciclo de las democracias electorales en cualquiera de las formas de gobierno heredadas del siglo XVIII.
Hay una venganza de J.J. Rousseau – creía en la imposibilidad de todo tipo de representación – sobre E. Burke y los padres de la patria norteamericana: la representación ha perdido todo sentido – tanto en Europa, como en Chile –, los ciudadanos no se sienten representados y la mayoría se niega a participar en los comicios electorales, pues no está dispuesta a sellar un fideicomiso por cuatro años con políticos y gestores, de quienes se sienten completamente desafiliados y, además, le atribuyen todo tipo de latrocinios. La negación de toda representación por parte de Rousseau adquiere su vigencia en la debacle de la democracia electoral.
La abstención puede ser entendida de varias maneras: por cierto que hay un porcentaje de gente que, una vez levantada la coerción respecto al hecho de no sufragar, tomó el camino fácil de realizar cualquier actividad distinta al repugnante hecho, según ellos, de elegir entre personajes de una cáfila de sinvergüenzas; hay otro porcentaje que, por distintas dificultades, no estaba dispuesto a hacer el esfuerzo de desplazarse para dar un voto sin significado alguno; otro porcentaje que consideró que la súper oferta del mercado electoral ofrecía góndolas de productos de pésima calidad.
Sea cual fuere la explicación, lo que sí está claro es que ocho millones de chilenos marcan una desafección al sistema político y, ¿por qué no? a la institucionalidad democrática y, por último, a las elecciones, como forma legal – para usar los términos weberianos – “del uso del monopolio de la violencia legítima”.
En la historia electoral de Chile hay un solo caso donde el porcentaje de abstención, aun cuando en menor medida, podría ser homologado con la actual debacle de la democracia electoral: en 1997, en las parlamentarias, en pleno gobierno de Eduardo Frei Ruíz-Tagle, se anunciaba la siguiente sangría electoral de la Concertación que vendría en el casi empate entre Ricardo Lagos y Joaquín Lavín. En ese entonces, sumados los votos nulos, blancos y abstención, un 45% del universo electoral manifestaba el rechazo al sistema político vigente. En la actualidad es, aproximadamente, el 60% de abstención.
Es cierto que la abstención siempre ha sido mayor en las elecciones municipales respecto a las presidenciales y parlamentarias: en el período 1952-1973, el promedio en las presidenciales fue de un 14,7% de abstención; en las parlamentarias, un 25%; en las municipales el 29%. El más alto porcentaje en las municipales de abstención en unas municipales fue en 1956, en plena decadencia del gobierno de Carlos Ibáñez, con el 41,6%.
El 60% de abstención actual, con un universo electoral de 13 millones y medio de ciudadanos, es una anomalía histórica que merece toda nuestra atención y análisis. Por mucho que se quiera esconder la realidad, el hecho es que después de varias décadas la democracia electoral está cayendo en una plutocracia de castas que, por cierto, puede sobrevivir durante un tiempo, pero que, finalmente, más temprano que tarde, tiene que explotar en una crisis sistémica de proporciones, donde la ciudadanía, aún no visualizamos en qué forma, termine con la representación fiduciaria y las formas elitistas de todos los sistemas electorales, sean estos mayoritarios, mixtos o proporcionales.
Parece evidente que de no incorporarse elementos de democracia directa, herencia Rousseauniana, el elitismo de la democracia electoral – hoy convertida en plutocracia – terminará por succionar todo el aporte y sentido de la democracia misma. En ese momento, el camino se hace evidente: líderes carismáticos, que respondan al sistema de contacto directo con la ciudadanía – para volver a la tipología de Weber respecto a la legitimidad – o formas bonapartistas, cuyo fracaso, especialmente en América Latina, han sido evidentes.
Mi opción va dirigida a un predominio de formas de democracia directa, en base a la iniciativa popular de ley, convirtiendo a los ciudadanos en legisladores, como también la revocación de mandato directamente relacionado con el fin de la monarquía presidencial y establecimiento de un sistema de equilibrio de poderes que respondan, en su fuente de legitimidad, a algo muy distinto a la herencia anglosajona.
Rafael Luis Gumucio Rivas
30 10 2012