Diciembre 10, 2024

Municipales 2012: gato pardo, perro muerto u oportunidad perdida

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candidatos_lareina¿Qué significado político tiene el aumento de 8.000.000 a 13.000.000 de electores? 5.000.000 de nuevos electores, en su mayoría jóvenes, debiera haber provocado – si Chile fuera un país republicano y si las elecciones sirvieran para algo – una verdadera revolución del lápiz y la cédula, traducida en cambios sustantivos en el sistema político.

 

Cuando Chile era una verdadera democracia republicana – no el marasmo actual – los cambios en el universo electoral generaban revoluciones ciudadanas; basta, por vía de ejemplo, citar algunas de ellas: la Revolución en Libertad, la Unidad Popular y el plebiscito de 1988. Es muy triste constatar que por el divorcio entre la democracia electoral y la democracia participativa, este 28 de octubre de 2012 será un gato pardo, un gato por liebre y, seguramente, una prolongación de la crisis de legitimidad y gobernabilidad que, algún día, tendrá que explotar.


En apariencia, todo hace presagiar que seguiremos con el mismo tango – Concertación-Alianza y viceversa – gato pardo, gato por liebre. Los comicios serán una forma muy hábil de meterte un dedo en la boca y que salgas tan feliz como antes de entrar a la cámara secreta.


Las elecciones municipales son como la Cenicienta de la seguidilla de comicios, propias de la democracia electoral. En el pasado, la carrera política comenzaba de regidor, pasaba por diputado y senador y, finalmente, Presidente de la República. Hay elecciones municipales que han sido fundamentales: se me viene al recuerdo la de 1931, en España, que significó la salida de Alfonso XIII y la instauración de la II República española, terminada trágicamente en la guerra civil. Es casi seguro que la del 28 de octubre, en Chile, no tendrá ninguna de estas características épicas: será aburrida, repetitiva y miserable, como lo que ha producido esta transacción entre dos pragmatismos, carentes de visión.


Las municipalidades son instituciones esenciales de cualquier país que pretenda ser una república democrática. En 1891, la Comuna Autónoma fue, junto con la libertad electoral, uno de los pilares de la guerra civil contra José Manuel Balmaceda. A poco andar, las municipalidades se convirtieron en los entes más corruptos del régimen llamado parlamentario. Manuel Rivas Vicuña, un liberal, y Alejandro Venegas, un gran pedagogo, en su tiempo, denunciaron a las comunas de Santiago, Valparaíso, Concepción, Iquique y Pica como “verdaderas casas de tolerancia”, en las cuales se dilapidaba el dinero fiscal.


Han pasado muchos años y las municipalidades continúan siendo clasificadas, en todas las encuestas de opinión, como unas de las de las instituciones más venales del sistema político chileno – tanto o más que los partidos políticos, donde el alcalde es un mandarín, más poderoso que sus congéneres del Asia – y los concejales, en vez de fiscalizar, sólo se limitan a parar el dedo.


Aun cuando la democracia electoral esté desprestigiada – y con ella la representativa – el sufragio sigue siendo un instrumento mucho más poderoso que la calle, es decir, las manifestaciones de los movimientos sociales, o la mala ocurrencia de funar las elecciones que, de no ser activa, conduce a la abstención, lo cual no tiene ningún significado político y sí sirve a los intereses de los miembros del duopolio, que podrán impunemente, seguir repartiéndose el poder sosteniendo que el 50% de abstención es equiparable a las cifras de Estados Unidos, Francia y Alemania, donde el voto es voluntario.


Por último, tenían más razón los libertarios de comienzos del siglo XX, que negaban activamente la política y, al fracasar, adoptaban formas de lucha basadas en atentados contra los detentores del poder. La “funa” y la abstención parecen formas ineficaces y dañinas si en realidad se quiere expulsar al duopolio – Concertación-Alianza – del poder.


Nuestra historia política muestra un camino completamente distinto: si vemos los datos electorales, en 1925 estaban inscritos 302.000 ciudadanos; 21 años después, en 1946, 631.000 ciudadanos – el universo electoral aumentó en 329.000 -.


Un solo hecho fundamental cambió, radicalmente, el panorama político: en 1958, los partidos progresistas formaron un bloque de saneamiento democrático cambiando la ley electoral e instaurando la Cédula única, que puso fin al cohecho, que reinó desde 1891 – antes, desde la Independencia, los Presidentes nominaban a dedo a sus sucesores- .


Si hubiéramos creído que la abstención pasiva era la forma de rechazar el sistema político – corrupto desde la independencia – jamás hubiéramos logrado la Revolución en Libertad, de Eduardo Frei Montalva, y el triunfo de Salvador Allende.


En 1958 votaban 1.521.272 inscritos; en 1970, 3.539.746; el universo aumentó en 2.000.000 de inscritos, aproximadamente. Ni siquiera la mitad de los 5.000.000 de nuevos inscritos actualmente.


Tres reformas fundamentales permitieron las dos primeras revoluciones electorales: 1949, el voto de la mujer que, en la actualidad representa más del 50% del universo electoral – que en 1952 votó por el derechista Arturo Matte Larraín y, en 1958 y 1970, por Jorge Alessandri, pero que en las dos últimas elecciones, 2005 y 2009, lo hicieron por Michelle Bachelet y Marco Enríquez-Ominami, respectivamente -.


En 1971, el voto de los mayores de 18 años y analfabetos permitió el triunfo de Salvador Allende. En 1930 había 25% de analfabetos y, en 1970, el número bajó a 13%.


Los jóvenes, en el período republicano, representaban el 49,2% – casi la mitad del universo electoral – con la inscripción automática a aplicarse por primera vez en esta elección municipal, los jóvenes representarán un tercio, una cifra homologable al plebiscito de 1988.


Si lo vemos desde el punto de vista del porcentaje de electores capacitados para votar, en la época republicana el aumento fue a nivel geométrico: en 1920 era el 9,1% y, en 1973, el 69,1%. En la actualidad, si consideramos que están inscritos automáticamente 13.000.000 de los 16.000.000, el porcentaje de la población ciudadana es tan alto como en 1973. Es penosa la incapacidad para convertir la mayoría social en una electoral que dé fin, democráticamente, a las castas políticas.


Cabe preguntarse si ha servido para algo el voto nulo, blanco o la abstención. Se supone que estas modalidades debieran expresar el rechazo ciudadano a un sistema político que hace tiempo que dejó de representar a los ciudadanos. En las elecciones municipales los votos nulos y blancos han ido en aumento: en 1992, el 8,5%; en 1996, el 10,5%; en 2004, el 10,9%; en 2008, el 12,4%.


El culmen de rechazo al sistema se llegó en las elecciones parlamentarias de 1997: votaron nulo 952.014, el 13,51%; blancos, 298.564, el 4,27%; total nulos y blancos, 17.74%. Si a esta cifra se suma la abstención, perfectamente se pudo haber llegado al 35% aproximadamente. Ese período coincide con la etapa más nefasta del gobierno de Frei Ruiz-Tagle. Si analizamos la reacción de la casta política de la época, comprobaremos que poco o nada les importó el rechazo ciudadano – la “teta” no sufría menoscabo a pesar de los votos nulos y blancos y las abstenciones – y lo único que se rescató fue un estudio de Tomás Moulián sobre procacidad de los insultos contenidos en los votos nulos, carente de una conclusión sociológica.


Es cierto que no sólo en Chile, sino también en muchos otros países, asistimos a una decadencia de los elementos constitutivos de la política, desde el siglo XVIII al siglo XX. Hay un fin de ciclo que no se quiere reconocer. La filosofía de los padres de la patria de los Estados Unidos de América – Jefferson, Madison…- que pensaron la representación como un poder fiduciario mediante el cual el representante podía decidir a su amaño – sin consultar a sus representados – hoy parece inaceptable, pues al fin y cabo, cualquier forma de democracia directa es mil veces superior a cualquier forma de gobierno, sea parlamentario, semipresidencial o mixto (como el francés).


Los movimientos sociales y la calle, por sí sola, no pueden provocar un cambio radical de la forma de hacer política en base a la no violencia activa si no saben utilizar un instrumento tan fundamental como la soberanía popular, que pasa por los comicios precisamente para convertirla desde la crisis de representación a una democratización permanente, cuyo acto central es el ciudadano. Para lograr esta meta hay que hacer el camino contrario de la negación de la política, propio de un anarquismo que terminó en la desesperación al no alcanzar la sociedad libertaria, que significa la politización capaz de canalizar la fuerza de rechazo de los movimientos sociales. No hay que repetir el error del 15-M que, ocupando la Puerta del Sol, entregó el Parlamento a Mariano Rajoy.


Rafael Luis Gumucio Rivas

05/10/2012

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